Capítulo 10:19-39
Llegamos a otra hermosa porción de la epístola y, según lo dimos a entender, a una nueva división de la misma. Leeremos desde el versículo 19 hasta el final del capítulo. Ustedes habrán observado la estructura general de las epístolas. Consideremos, por ejemplo, la epístola a los Efesios. Los tres primeros capítulos tratan de la doctrina, y los tres últimos de su aplicación moral. Lo mismo ocurre en Colosenses, en Gálatas, en Romanos, etc. En la epístola a los Hebreos ocurre lo mismo, y precisamente ahora estamos abordando la aplicación práctica de lo que vimos anteriormente.
Ahora las plenas glorias del Cordero adornan el trono celestial,
como lo expresa un bellísimo himno del Dr. Watts.
Hemos contemplado esto constantemente durante el curso de esta epístola. Pero, permítanme preguntarles: ¿Hay en “estos postreros días” alguna gloria que no se vincule con el Señor Jesús en el cielo? Me dirán que toda gloria le pertenece, y lo admito; pero debemos ver glorias que se conectan con nosotros mismos. Tal es la maravillosa obra de Dios que ha hecho del pecador arrepentido una criatura gloriosa. Estos postreros días que han puesto a Cristo en lo alto, en medio de las glorias, también han puesto aquí en la tierra, en medio de las glorias, al pecador que cree.
Ciñamos nuestros lomos para aprehender estas glorias. No esperamos el reino para verlas. Es una gloria para nosotros tener la conciencia purificada. Es una gloria tener pleno derecho a estar en la presencia de Dios sin ruborizarnos. Es una gloria llamar Padre a Dios, tener a Cristo como nuestro precursor en los lugares celestiales, penetrar en el Lugar Santísimo sin un escalofrío en la conciencia, ser introducidos en los secretos de Dios. Si podemos elevar nuestros corazones y decir: “Abba, Padre”, si podemos levantar la cabeza y exclamar: “¿Quién es el que condenará?”, o “¿Quién nos separará del amor de Cristo?”, si podemos creer que somos hueso de sus huesos y carne de su carne, que somos parte de la plenitud de Cristo, ¿osaría alguien decir que no hay ninguna gloria en todo eso? De modo que esta epístola nos introduce en los pensamientos más preciosos. Ella me pide que levante mi vista al cielo para ver a Cristo adornando el trono, y que la baje a la tierra para ver al pecador redimido brillando en el estrado de Sus pies.
El mundo no percibe nada de estas glorias. Nosotros las vemos solamente en el espejo de la Palabra, por la fe; no obstante, afirmo con toda osadía que no espero el reino para saber lo que es la gloria. Miro hacia arriba y veo al Cordero en las glorias que ha adquirido; miro hacia abajo y veo a los santos en las glorias que les han sido dadas. Y de allí parte la aplicación moral.
Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo
(v. 19).
Allí me veo a mí mismo; ¿dirá alguien que no hay gloria en una condición semejante? Ese es mi título. Aquí se nos exhorta a disfrutar de nuestro título. Hacerlo es obedecer. La primera cosa que debemos a Dios es gozar de lo que él nos ha hecho y de lo que nos ha dado. “Acerquémonos”. Hagamos uso de nuestro privilegio. Es el primer gran deber de la fe, y me atrevo a decir que es el más agradable. ¡Qué estrechez la nuestra cuando se trata de gozar de estas glorias! ¿Nunca se han contemplado en el espejo de la Palabra? Lamentablemente estamos acostumbrados a contemplarnos en el espejo de las circunstancias, de nuestras relaciones. Pero si en el secreto de nuestros corazones podemos exclamar con alegría espiritual: «¡Soy un hijo de Dios!», si con la misma alegría de espíritu podemos exclamar: «¡Soy coheredero con Cristo!», entonces comenzamos a obedecer. Eso es exactamente lo que somos invitados a hacer: “Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe” (v. 22).
Debemos considerarnos a nosotros mismos como el sacerdocio de Dios. Los sacerdotes de la antigüedad eran lavados en el momento de entrar al tabernáculo para servir al Señor. El lugar de la propia presencia de Dios no debía ser manchado por el pie del sacerdote, quien entraba en una condición acorde con la dignidad del lugar. ¿Vivimos en la presencia de Dios durante todo el día, conscientes de que somos dignos de tal lugar? ¿Cómo seremos presentados delante de él dentro de poco? Judas nos lo dice: “sin mancha delante de su gloria con gran alegría”. Ahora estamos en Su presencia irreprochables, sin mancha. No podríamos situarnos demasiado bajo en la carne, y tampoco podríamos situarnos demasiado alto en Cristo. Es mucho más fácil –si podemos hablar por los demás– humillarnos en cuanto a la carne que magnificarnos en Cristo como el Espíritu lo hace aquí. Ahora, habiendo entrado en el Lugar Santísimo, él me dice lo que debo hacer ahí. Si conozco mi derecho a estar en la presencia de Dios, es preciso que también sepa que estoy allí como heredero de la gloria prometida; estoy allí para ser guardado hasta que la gloria brille. Nosotros somos testigos de una categoría de glorias, así como el Señor Jesús es testigo de otra clase de glorias. Estamos en un lugar donde abundan las riquezas; y, habiendo entrado allí, tenemos que asir nuestra esperanza sin vacilar:
Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza
(v. 23).
Si entramos sin ningún temor, sin temor también debemos asir nuestra esperanza. A eso nos ha llamado nuestro Dios. Estamos allí con plena confianza; y, hallándonos allí, debemos hablar de nuestra esperanza. Pero también debemos hablar el lenguaje de la caridad, “para estimularnos al amor y a las buenas obras”. ¡Qué servicio tan exquisito! ¿Quién puede expresar las bellezas de estas cosas?
“No dejando de congregarnos… sino exhortándonos” (v. 25). Cuando entramos en la casa, ¿qué debemos hacer? ¿Permanecer abatidos por el sentimiento de nuestra ruina? No, debemos exhortarnos unos a otros al amor y a las buenas obras. Estas son las actividades de la casa. Habitamos juntos una casa feliz, exhortándonos los unos a los otros, y tanto más cuanto señalamos al cielo y decimos: «Mirad, la aurora se acerca; el cielo se esclarece». Necesitamos exhortarnos unos a otros mucho más para conocer nuestra dignidad en Cristo que para escudriñar nuestro degradante estado moral. Es necesario conocernos como pobres e indignas criaturas, y es muy conveniente la confesión; pero ceñir nuestro entendimiento para comprender plenamente la dignidad de la que estamos revestidos es mucho más conveniente a nuestra posición sacerdotal que estar siempre en lo profundo.
De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo
(Salmo 130:1).
Pero aquí nos vemos aceptados, manteniendo nuestra esperanza sin fluctuar, exhortándonos unos a otros y diciendo, al mirar al oriente del firmamento: “el día viene”.
Después de haber sido conducidos así hasta el versículo 25, el apóstol introduce un pensamiento solemne que tiene que ver con el pecado voluntario. En Números 15, donde se considera el pecado de soberbia, leemos la contraparte de esto (v. 30). Bajo la ley había dos tipos de ofensa. Un hombre podía hallar una cosa que pertenecía a su prójimo y comportarse deslealmente al respecto, o bien podía mentir a su prójimo; había una ofrenda (el sacrificio por la culpa) prevista para los pecados de este tipo. Pero si un hombre recogía leña en día de reposo, debía ser apedreado inmediatamente. Para él solo quedaba “una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego” (v. 27). Era un pecado cometido con soberbia; insultaba al Legislador en su propia cara. Este es el pecado voluntario del Nuevo Testamento: es ultrajar al Dios de esta dispensación, como el que recogía leña ultrajaba al Dios de la ley. No debemos ser indiferentes en cuanto al pecado; si cometemos el menor pecado, debemos arrepentirnos y dolernos por ello. Pero eso no es lo que se contempla aquí. Aquí se trata de la apostasía del cristianismo.
Luego, tras llegar al versículo 31, el apóstol exhorta a traer “a la memoria los días pasados”. Permítanme preguntarles si ustedes recuerdan el día en que fueron iluminados. Alguno quizá diga: «La luz alumbró progresivamente sobre mí». Tal pudo ser el caso de Timoteo; a menudo he pensado que Timoteo, bajo la educación de su piadosa madre, pudo haber pasado inadvertidamente a formar parte del rebaño de Dios. Pero la mayoría de los creyentes recuerdan el día en que fueron iluminados. Si en la historia del alma hay un momento de energía moral, ese momento es el día en que ella recibió la vida. ¿Por qué no hemos conservado la fuerza de ese momento? ¿Es un Jesús diferente el que tenemos ahora? Si yo sé que otrora hubo un día en que no había nada común entre Dios y yo, y que ahora ha llegado el día en que todo terminó entre el mundo y yo, sé lo que es el cristianismo práctico. ¿Cuál era el día que los hebreos debían traer a la memoria? El día en que, después de haber sido iluminados, sufrieron con gozo el despojo de sus bienes. ¿Por qué sucedió esto? Los ojos de ellos estaban puestos en una mejor herencia. Si me posesiono del objeto más rico, poco me importará que el más pobre desaparezca.
Podemos dar cuenta de la victoria sobre el mundo tan fácilmente como la podemos dar del acceso a Dios. Allí precisamente está el nudo de la epístola. Ella nos introduce dentro del velo y, por lo tanto, fuera del campamento. En el cristianismo, según su maravilloso y divino carácter moral, la gracia y la sangre de Cristo obran de una forma exactamente opuesta a la mentira de la serpiente. Esta hizo de Adán un extranjero para Dios, y le hizo tomar por patria este mundo contaminado: el hombre estaba en el campamento y fuera del velo. El cristianismo modificó esa situación. Él nos restablece en nuestra ciudadanía en la presencia de Dios y nos da el carácter de extranjeros en el mundo. El versículo 35 de este capítulo precisamente une estas cosas.
Mantengamos firme nuestra confianza; este será el secreto de nuestra fuerza. ¿En quiénes vemos la victoria sobre el mundo? En los que son felices en Cristo. ¿Por qué nos arrastramos tan miserablemente en los asuntos de este mundo? Porque no somos tan felices en Cristo como deberíamos serlo. Preséntenme un alma que tenga plena libertad y gozo en la presencia de Dios, y yo les mostraré que ella ha logrado vencer al mundo.
Luego el apóstol nos dice que entre el día en que hemos sido iluminados y aquel en que seremos glorificados debe transcurrir una vida de paciencia. No debo contar con una senda de placer, indiferencia y prosperidad; no debo contar con ser mañana más rico o más distinguido de lo que soy en este día, sino que debo contar con una senda de paciencia. ¿No hay gloria en eso? Sí, pues en ella encontramos la compañía de Cristo. Para nosotros no puede haber mayor gloria que la de ser compañeros de nuestro Señor rechazado. Esa es nuestra senda.
Y si (alguno) retrocediere, no agradará a mi alma
(v. 38).
Dios no se avergonzó de ser el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, pues ellos fueron extranjeros en la tierra. Pero si alguien se convierte en ciudadano de este mundo, en lugar de ser extranjero, si hace alianza con el mundo, Dios tendrá que decir de él: “No agradará a mi alma”.
Dios quiera que nos exhortemos unos a otros al amor y a las buenas obras, y, señalando hacia el oriente del firmamento, digamos: “¡El día viene!”. Amén.