El amado Hijo del Padre
Su amado Hijo
(Colosenses 1:13)
Un único hijo amado (Marcos 12:6)
En la parábola de los labradores malvados, el Señor explica toda la historia de Israel, su infidelidad, las persecuciones que hizo padecer a los profetas. Por último, el amo de la viña les envía su “hijo… (único) amado”; también a él lo matan y le echan fuera de la viña. Los principales del pueblo comprendieron perfectamente “que decía contra ellos aquella parábola” (v. 12).
En la Palabra aparecen tres expresiones para referirse a esa venida del Hijo a la tierra:
a) Salido
“El Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre” (Juan 16:27-28).
En pocas palabras el Señor Jesús narra todo su camino, el que en Filipenses 2:6-9 nos es explicado con otras palabras.
Ambos pasajes nos rebasan por completo. Uno con el Padre, «uno con él en su poder, uno con él en su amor», “salió” del Padre para venir a este mundo. Por la fe, los discípulos habían comprendido que él había salido de Dios; pero Jesús subraya que ha salido del Padre. ¿Qué implica la expresión “salido”? Nos recuerda esta otra: “Se despojó a sí mismo” (Filipenses 2:7), cuya profundidad no nos es más accesible que en el caso anterior. Salió, se despojó, se anonadó al hacerse hombre. Y, sin embargo, su bendita comunión con el Padre permaneció inalterada. Los términos en que se expresa la Escritura hacen sensibles nuestros corazones a lo que costó al Señor Jesús aceptar tal humillación, tomar “forma de siervo” para venir a este mundo.
Y ahora dice, al parecer con alivio: “Otra vez dejo el mundo” (véase también Juan 14:28). Iba a acabar la obra que el Padre le había encomendado que hiciera y podría ir a él. Pero ¡qué triste sería el camino que le llevaría a él! (Filipenses 2:8). Sin embargo, “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos 12:2). ¡Y con qué gozo anunciará a María: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre”! (Juan 20:17).
b) Enviado
“En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados… Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:9-10 y 14).
No hemos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros; la mayor prueba de ese amor es que envió a su Hijo. Seis veces lo repite el Señor en la oración que dirige al Padre en Juan 17: “Han creído que tú me enviaste” (v. 8). Todos los que creen en él “por la palabra de ellos” (v. 20) son “uno” en el Padre y el Hijo, “para que el mundo crea que tú me enviaste” (v. 21).
El ciego de nacimiento de Juan 9 es un notable ejemplo de ello. Jesús escupe en tierra y hace lodo con su saliva, untando los ojos del ciego. Este lodo, compuesto por polvo de la tierra y saliva suya, representa su naturaleza humana. El Jesús de Nazaret que se podía ver recorriendo las ciudades y pueblos, así como las calles de Jerusalén, era, en apariencia, un hombre más. Como alguien ha dicho, escondía «la forma de Dios» tras la de un galileo despreciado. Con el lodo sobre sus ojos, el ciego no veía más que antes. Pero va al “estanque de Siloé (que traducido es Enviado)” (v. 7). Entonces son abiertos sus ojos. La fe, que discierne en el galileo despreciado al Enviado del Padre, tiene los ojos abiertos; pero aquel que no tiene su Palabra morando en sí mismo, no cree que el Padre le ha enviado (Juan 5:38). Sin embargo, las obras mismas que hacía daban testimonio de él que el Padre le había enviado (v. 36).
c) Venido
También vino, por propia decisión, aunque vino en nombre de su Padre (Juan 5:43). Al poner de lado los sacrificios del antiguo pacto, dice: “Entrando en el mundo… He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad… En esa voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:5-10). “Pero estando ya presente Cristo… por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:11-12).
Salió del Padre y, enviado por él, vino a este mundo “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). En esta íntima relación, ininterrumpida, –“el seno del Padre”– Él dio a conocer al Dios que nadie vio jamás, pero que ahora se revelaba no solo como Dios, sino también como Padre: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?” (Juan 14:9-10).
El Padre ama al Hijo
“Padre… me has amado desde antes de la fundación del mundo” (Juan 17:24). Amor muy por encima de nosotros, fuera de nosotros, lazo eterno entre el Padre y el Hijo antes de toda creación, expresión de un profundo gozo (Proverbios 8:30), que solo él conoce plenamente.
“El Padre ama al Hijo, y le muestra todas las cosas que él hace” (Juan 5:20). El Hijo, que aquí en la tierra se sujetó a él y no fue un Dios separado del Padre, sino en plena comunión con él, es objeto del amor del Padre. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida” (Juan 10:17). El amor del Padre que reposaba sobre su Hijo que andaba en la tierra, no se interrumpió, sino que, al contrario, se acrecentó –si se nos permite decirlo así– cuando el Hijo daba su vida en la cruz. No cabe duda de que Dios lo desamparó (Salmo 71:11), pues “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Pero si Dios, en su justicia, lo desamparó durante las horas de tinieblas en que era hecho pecado, cuando daba su vida todo el amor del Padre reposaba sobre él.
“El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Juan 3:35). Como ya lo hemos dicho, el misterio de su voluntad consiste en “reunir todas las cosas en Cristo” (Efesios 1:10). Una vez que sujete todas las cosas debajo de sus pies (1 Corintios 15:27), el amor del Padre descansará para siempre sobre él.
Este es mi Hijo amado
Era necesario que ese amor del Padre por el Hijo fuera proclamado públicamente y que los suyos estuvieran conscientes de ese amor.
Al venir de Galilea al Jordán para ser bautizado por Juan, Jesús se asociaba, aunque no tenía pecado, a los que se arrepentían. Pero el Padre no quiso que se le confundiera con los pecadores. Al subir del agua, los cielos le son abiertos, el Espíritu de Dios desciende como paloma y viene sobre él. La voz del Padre, procedente de los cielos, dice: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 3:17). En Marcos 1:9-11, viene de Nazaret, la ciudad despreciada. La voz se dirige a él mismo: “Tú eres mi Hijo amado…”. En Lucas 3:21-22, es el hombre enteramente dependiente; mientras ora, el cielo se abre, desciende el Espíritu Santo y la voz que venía del cielo declara: “Tú eres mi Hijo amado…”.
“Seis días después” (de trabajo y servicio), Jesús toma consigo a tres de sus discípulos “aparte a un monte alto” y se transfiguró, apareciéndoseles Moisés y Elías. Pedro pone al Señor al mismo nivel que a los dos hombres aparecidos; pero la voz del Padre se deja oír desde la nube de luz que antaño condujo a Israel por el desierto: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:1-5). Moisés –el legislador– y Elías –el profeta– ambos desaparecen: “Alzando ellos los ojos, a nadie vieron sino a Jesús solo” (v. 8). El tiempo de la ley estaba terminado, la profecía se estaba cumpliendo, Jesús queda solo ante los tres discípulos, no únicamente como Rey y Mesías en gloria, sino también como Hijo amado del Padre.
En Lucas 9:28-36, la escena transcurre “ocho días después”, el primer día de una nueva semana. Moisés y Elías hablan “de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén”. Muchas figuras que Moisés instituyó hablaban de su muerte; los profetas habían anunciado “los sufrimientos de Cristo” (1 Pedro 1:11). Ahora todo iba a cumplirse en esa Jerusalén que le había rechazado. Los tres discípulos estaban “rendidos de sueño”, pero, cuando despiertan, ven “la gloria de Jesús”. La nube los cubre, tienen miedo. Era la morada de Jehová. Pero ahora, la voz que de ella sale es la del Padre, y Jesús es hallado solo. Los discípulos callaron, y por aquellos días no dijeron nada a nadie de lo que habían visto. Hay momentos en la vida de un creyente que pertenecen al Señor; no conviene darlos a conocer. Nada nos es dicho sobre el encuentro del Señor resucitado con Pedro, que le había negado (Lucas 24:34). Habrá más adelante una restauración pública, pero lo que pasó entre Pedro y su Maestro ha quedado en secreto. Solo al final de sus días recordará el anciano apóstol, no sin emoción, la escena detallada en los evangelios: “Nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (2 Pedro 1:18).
El amor manifestado
Este amor del Padre por el Hijo es la medida del amor del Padre por los redimidos y del amor del Hijo hacia aquellos por los que tanto sufrió.
Antes de dejarles, Jesús se dirige a los suyos: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado” (Juan 15:9). Este amor puro, insondable, que ha recibido él mismo, es el que él tiene por los suyos.
Pero, en su oración al Padre, añade: “Los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23). El amor inefable que estaba con el Hijo, es el mismo que está con los redimidos del Señor.
Se han comparado estos pasajes con el marco de un cuadro. Arriba está escrito: “El Padre ama al Hijo” (Juan 5:20). En uno de los laterales se lee: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado”. En el otro: “Los has amado a ellos como también a mí me has amado”. Y finalmente, en la parte inferior: “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34).
¿Quién es Jesús? El Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, el Salvador, el Cristo, el Señor, el que revelan todas las figuras del Antiguo Testamento, el amado Hijo del Padre.
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3).