El Cristo – El Mesías
Unos jóvenes amigos creyentes nos pidieron una vez que habláramos del tema siguiente: ¿Son una misma persona el Cristo profético, el Cristo histórico y el Cristo vivo? Veamos, pues, lo que nos dice la Palabra al respecto.
La palabra hebrea “Mesías” (ungido) ha dado origen a la palabra Cristo en griego y en español. Es un título de nuestro Señor, mientras que Jesús es su nombre propio. No por eso hemos de pensar que él vino a ser Cristo en un momento determinado de su existencia, como lo pretenden algunos. Volvamos a Romanos 9:5: “Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”.
Cristo en la profecía
Sin nombrarle expresamente, Proverbios 8:23 nos dice acerca de la Sabiduría: “Eternamente tuve el principado, desde el principio, antes de la tierra”. El concepto tener “el principado” significa literalmente en hebreo «ser ungido», lo cual implica a Cristo.
a) La “simiente”
Después de la caída, Dios dijo a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; esta (la simiente de la mujer) te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). Aquí encontramos la primera promesa explícita tocante a Aquel que había de venir y vencer a Satanás, hiriéndole en la cabeza. El diablo “heriría en el calcañar” al descendiente de la mujer, Cristo hecho hombre, quien pasó por la muerte para salir de ella victorioso, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). A lo largo de toda la Historia ha subsistido la enemistad entre la simiente de la mujer y la del diablo. A los que con Él discutían, Jesús les dijo: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (Juan 8:44), y ¿cómo reaccionaron al escuchar estas palabras del Señor? “Tomaron entonces piedras para arrojárselas” (v. 59).
Siglos después de la caída, el Ángel de Dios se dirige a Abraham después de haber ofrecido a su único hijo: “Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar… en tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra” (Génesis 22:17-18). Hay tres simientes en estos versículos; una celestial: Abraham es el padre de todos los creyentes (Romanos 4:16); una terrenal: Israel; y, finalmente, “tu simiente” en la cual serán benditas todas las naciones de la tierra, “la cual (simiente) es Cristo” (Gálatas 3:16).
Está también la simiente de David, según 1 Crónicas 17:13, citado expresamente en Hebreos 1:5 como aplicado al Hijo. Por supuesto, la profecía de Natán se refería a Salomón de un modo inmediato; pero la visión iba mucho más lejos, hasta Aquel de quien Dios podía decir: “Lo confirmaré en mi casa y en mi reino eternamente, y su trono será firme para siempre” (1 Crónicas 17:14).
b) El Ungido
Moisés había anunciado que Dios suscitaría para su pueblo un profeta como él, tomado de entre sus hermanos (Deuteronomio 18:15-19). Dios pondría sus palabras en su boca y le daría autoridad. Si alguien no le escuchaba, se le pedirían cuentas. Los judíos habían comprendido muy bien que se trataba del Mesías cuando le preguntaron a Juan el Bautista: “¿Tú, quién eres?” Él negó ser el Cristo o Elías; por lo cual le volvieron a preguntar: “¿Eres tú el profeta?” (Juan 1:19-21, véase también Hechos 3:22).
Según el Salmo 2, también es el rey: “Pero yo he puesto mi rey sobre Sion, mi santo monte. Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy. Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra” (v. 6-8).
El Salmo 110 lo presenta como sacerdote: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (v. 4), cosa que confirma la epístola a los Hebreos en varios pasajes, entre ellos el del capítulo 2, versículo 17.
En la Palabra, tanto el profeta, como el rey y el sacerdote, debían ser ungidos.
c) Los sufrimientos y las glorias
En el camino a Emaús, Jesús recordó: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” (Lucas 24:26). Los profetas de antaño habían quedado perplejos, pues “el Espíritu de Cristo que estaba en ellos… anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11). ¡Cuántas profecías hablan de sus sufrimientos! Las tan notables de Isaías 53, de los Salmos 22, 69, 102 y de tantos otros. A Daniel se le reveló que se le quitaría la vida al Mesías (cap. 9:26). Pero poco antes, en la visión, el profeta vio la gloria de este hijo del hombre llevado ante el Anciano de días, a quien fueron dados “dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno” (Daniel 7:13-14).
Isaías también vio su gloria: el siervo humillado y maltratado, varón de dolores, sería exaltado y puesto muy en alto (cap. 52:13). “Yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos” (cap. 53:12).
¡Cuántas horas de bendición podríamos pasar buscando en todas las Escrituras los versículos que hablan de sus sufrimientos y de sus glorias!
El Cristo histórico
a) Su nacimiento
La genealogía de Mateo 1 termina diciendo que, “de María… nació Jesús, llamado el Cristo”. El ángel dijo a los pastores: “Os ha nacido hoy… un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:11). Simeón estaba seguro de que vería al Ungido del Señor. Los magos vinieron para adorar al rey.
b) Durante su ministerio
Juan el bautista, viendo a Jesús, dijo: “He aquí el Cordero de Dios” (Juan 1:29). Andrés y otro discípulo le siguen y se quedan con él. Después, Andrés encuentra a su hermano Simón y le dice: “Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)” (Juan 1:41).
Más tarde el mismo Pedro dirá: “Tú eres el Cristo” (Marcos 8:29), lo cual significaba un peligro para él, pues “los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la sinagoga” (Juan 9:22).
En el pozo de Sicar, la mujer samaritana había dicho: “Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo”. Y Jesús le respondió: “Yo soy, el que habla contigo” (Juan 4:25-26).
Cuatro son los testimonios dados acerca del Señor: el de Juan el bautista (Juan 5:33); uno mayor que el de Juan: “Las obras que el Padre me dio para que cumpliese” (v. 36); el Padre mismo había dado testimonio de él (v. 37); y, por último, Jesús dijo: “Escudriñad las Escrituras… ellas son las que dan testimonio de mí” (v. 39). El que las Escrituras habían anunciado y el que ahora estaba presente en la tierra, eran la misma persona: el Cristo.
Ante el concilio, el sumo sacerdote interroga a Jesús: “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios”. Aunque le valiera ser condenado a muerte, Jesús responde: “Tú lo has dicho” (Mateo 26:63, 64). Pilato no se equivoca a este respecto, habla de “Jesús, llamado el Cristo” (cap. 27:22). Y ante él, el Señor dio testimonio de la “buena profesión” de que era rey de los judíos y, por lo tanto, el Mesías (Juan 18:33, 37; 1 Timoteo 6:13).
c) El testimonio de los apóstoles
El libro de los Hechos está lleno de ellos. A pesar de las persecuciones que padecían, los apóstoles “no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (cap. 5:42). Pablo no se cansará de exponer “por medio de las Escrituras, que era necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos; y que Jesús, a quien yo os anuncio… es el Cristo” (cap. 17:3). Apolos, “con gran vehemencia… demostraba por las Escrituras que Jesús era el Cristo” (cap. 18:28).
El Cristo que había vivido en la tierra y que había dado su vida en una cruz, ¿no era el que habían anunciado las profecías?
d) Reconocerlo
Es necesario que los judíos le reconozcan como tal. Actualmente Israel está parcialmente reunido en su país y constituye de nuevo un estado soberano; pero Zacarías 12 nos enseña cuánto tendrán que lamentar y arrepentirse de no haber admitido que Jesús era el Cristo. Entre tanto, no habrá ninguna bendición, sino guerras y castigos. Cuando se hayan arrepentido, “habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zacarías 13:1). Entonces aparecerá el Mesías para librar a su pueblo y bendecirle.
El apóstol Juan es en extremo severo con aquel que no confiesa que Jesús es el Cristo: “¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre” (1 Juan 2:22-23). En cambio, “todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (cap. 5:1).
El apóstol termina su epístola con esta aseveración: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido (el Cristo de la Historia), y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero (el ministerio del Espíritu Santo); y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo (lo que enseñan las epístolas). Este es el verdadero Dios y la vida eterna”. Y añade: “Hijitos, guardaos de los ídolos”, no solo de los ídolos de piedra o de oro, sino de todos los ídolos filosóficos y de todo tipo que el fecundo espíritu humano imagina para sustituir a Cristo.
El Cristo vivo
El Cristo que vivió en este mundo murió, pero también resucitó. Es el testimonio que los apóstoles dan repetidas veces –Pedro especialmente– en el libro de los Hechos. Esta es la seguridad de que habla Pablo, guiado por el Espíritu de Dios, en 1 Corintios 15:14: “Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe”. “Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho… en Cristo todos serán vivificados… Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (v. 20-23).
Hay, sin embargo, una diferencia entre el ministerio de Pedro y el de Pablo. Pedro proclama la resurrección; vivió junto al Señor Jesús cuando este anduvo sobre la tierra; pudo ver su muerte; fue al sepulcro; lo vio resucitado y da testimonio de ello. Pablo no conoció a Jesús en los días de su carne; no lo vio resucitado; pero lo vio en la gloria, en camino a Damasco, y en el Templo de Jerusalén (Hechos 22:17). Para él, Jesús, el Cristo, vive: “… un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo” (Hechos 25:19).
Vive, hoy, en el cielo, “viviendo siempre para interceder por ellos… los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Espiritualmente, el creyente ha resucitado con él (Colosenses 3:1). Y también Cristo habita por la fe en nuestros corazones (Efesios 3:17). Pablo nos asegura algo maravilloso: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20).
Cristo, anunciado por los profetas, aparecido una primera vez aquí abajo, ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos, “aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28).
Siempre la misma Persona. Fue anunciado; vivió; resucitó y subió a la gloria: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8).