¿Quién es Jesús?

El Hijo de Dios

Había transcurrido algún tiempo desde la pesca milagrosa, cuando Pedro, de rodillas ante Jesús, le dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8). Los discípulos siguieron a su Señor, vieron su poder, su corazón lleno de compasión, sus discusiones con los fariseos y otras sectas judías, y fueron testigos de su rechazo (Mateo 11:20-24;12:14). Los fariseos habían llegado incluso a decir: “Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios” (Mateo 12:24).

Poco después, Jesús se retira al norte del país “a la región de Cesárea de Filipo” (Mateo 16:13). “Aconteció que mientras Jesús oraba aparte, estaban con él los discípulos; y les preguntó, diciendo: ¿Quién dice la gente que soy yo?” (Lucas 9:18). Los discípulos dan respuestas a cual más descabellada. Entonces Jesús les pregunta: “¿Y vosotros, quién decís que soy?”. ¿Qué responderían? ¿Habían discernido quién era Él? Y nosotros, ¿qué responderemos a esta pregunta?

Pilato dirá: “Ningún delito hallo en este hombre” (Lucas 23:4). Judas expresará: “Yo he pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27:4). Los principales sacerdotes que pasaban cerca de la cruz dijeron: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar” (Mateo 27:42). ¿Qué va a decir Pedro con el ímpetu que le caracterizaba? “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Declarar “Tú eres el Cristo”, podía corresponder a la esperanza que tenían los discípulos de que él fuera “el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21), pues podían darse cuenta de que algunas profecías se habían cumplido en él, pero añadir: “… el Hijo del Dios viviente”, ¿cómo era eso posible? Amaban a su Maestro; pero, pasada la tormenta, se habían extrañado: “¿Qué hombre es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?” (Mateo 8:27). Si Pedro pudo decir que era el Hijo de Dios, es porque el Padre se lo había revelado. Pablo dirá a los Gálatas: “Agradó a Dios… revelar a su Hijo en mí” (cap. 1:15-16). Hubo quien buscó a Dios, tratando de hallarle, si en alguna manera fuera posible, palpando (Hechos 17:27). Y nosotros, ¿cómo podemos conocerle como Hijo del Dios viviente? La Palabra nos lo revela. Como dice el apóstol: “Pero estas (cosas) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:31).

 

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios
(Juan 1:1-2).

En pocas palabras, el Espíritu de Dios pone ante nosotros a Aquel a quien denomina el Verbo (la Palabra) o sea la expresión de los pensamientos de Dios.

Tan atrás en el tiempo como podamos remontarnos con nuestra imaginación, Él “era”: existe desde la eternidad; “era con Dios”: es una Persona distinta; pero es “Dios”: su naturaleza es divina. No llegó a ser lo que nos dice el primer versículo, sino que lo era desde el principio, como el mismo lo dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy” (Juan 8:58). Cuando iban a detenerle en Getsemaní, bastó una sola palabra suya para hacer retroceder a sus adversarios: “Yo soy” (Juan 18:5). No es una emanación subsiguiente de la divinidad (v. 2), ni una criatura (v. 3): “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”. No fue creado; es el unigénito del Padre (Juan 1:14 y 18; 3:16 y 18; 1 Juan 4:9).

“En él estaba la vida” (v. 4). No es como el hombre una “alma viviente”, sino un “espíritu vivificante” (1 Corintios 15:45). El Padre le ha dado que tenga “vida en sí mismo” (Juan 5:26).

 

Habiendo Dios hablado… por su Hijo; a quien ha constituido heredero de todas las cosas, por medio de quien también hizo el universo. El cual siendo la refulgencia de su gloria, y la exacta expresión de su sustancia
(Hebreos 1:1-3) (V. M.).

Después de haber hablado a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo. ¿Quién es ese Hijo? Para empezar, le “constituyó heredero de todo”. En sus eternos designios, Dios anticipó que Aquel que había de venir a la tierra para dar su vida, fuese elevado a la gloria y reuniese “todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos” (Efesios 1:10).

Por medio de él, en la historia de los tiempos, “hizo el universo”.

Su persona misma es “la refulgencia de su gloria, y la exacta expresión de su sustancia”. Para resaltar esta expresión, los antiguos decían de él que era la luz del sol. En esta comparación, el sol es Dios mismo; Él “habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver” (1 Timoteo 6:16). Pero podemos ver la luz del sol, la que lo ilumina todo. La gloria divina nos es oculta, pero en Cristo brilló plenamente: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6).

Así como en la cera (la comparación es rudimentaria) queda impreso un sello, el Hijo es la imagen misma de la Persona divina. En cierto modo, esta imagen está en relieve, mientras que en el Antiguo Testamento teníamos “la sombra” (Hebreos 10:1). Cuando Felipe le pide a Jesús: “Señor, muéstranos el Padre”, él le responde: “¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?” (Juan 14:8, 10). Solo la fe lo puede discernir como tal.

No solamente creó el mundo, sino que “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder”. Nuestra mente se pierde al contemplar la inmensidad del universo. La menor perturbación en nuestro sistema planetario traería una catástrofe. La Palabra no revela ni detalla los fenómenos que Dios permite que la ciencia vaya descubriendo poco a poco por medio de la inteligencia que ha dado al hombre. Solo nos dice: “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11:3). “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas” (Romanos 1:20). La Biblia no es un libro de ciencia. Nos declara que aquel que creó todas las cosas, las sustenta con la palabra de su poder y, en lo que a la revelación se refiere, esto debe bastarnos.

 

Su amado Hijo… es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él
(Colosenses 1:15-16).

En estos versículos no es “la exacta expresión de su sustancia”, sino la “imagen del Dios invisible”: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18).

En cuanto a la creación, él es el “primogénito”, es decir, el heredero, el jefe. En relación con esto se nos dicen cuatro cosas: por él fueron creadas todas las cosas, visibles e invisibles; todas las cosas fueron creadas para él; pero él es antes de todas las cosas (no es, pues, una criatura); finalmente, todas las cosas en él subsisten, lo cual vincula este pensamiento con el de Hebreos 1:3.

Por lo tanto, es “Hijo de Dios” eternamente, como lo hemos visto en Juan 1. Él mismo lo dice al dirigirse al Padre en Juan 17:24: “Padre… me has amado desde antes de la fundación del mundo”.

Cuando nace en la tierra sigue siendo siempre Hijo de Dios. “El Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Es el misterio de su persona: concebido del Espíritu Santo, nacido de virgen, es verdadero Dios y verdadero hombre. “Mi Hijo eres tú”, dice Hebreos 1:5. Pero también añade: “Yo te he engendrado hoy”, al venir a esta tierra. Finalmente, en su resurrección, “fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4).

El misterio de la Trinidad

Esta se halla implícita ya en el primer versículo de la Biblia: “Creó Dios”; en hebreo, Dios está en plural (Elohim), ¡pero el verbo crear está en singular! Y un poco más adelante: “Dijo Dios: Hagamos (plural) al hombre a nuestra imagen…; Y creó (singular) Dios al hombre” (Génesis 1:26-27). Habrá que esperar hasta el bautismo de Juan para que la Trinidad se revele. Aunque Jesús no tenía necesidad de arrepentirse de nada, se identificó con aquellos del pueblo que se arrepentían, tal como convenía a la posición que había tomado entre su pueblo. Una vez bautizado, él ora; entonces el Espíritu desciende sobre él en forma corporal, como paloma; y desde el cielo se oye la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo amado” (Lucas 3:22).

Jesús afirmará:

Yo y el Padre uno somos
(Juan 10:30).

Cuando venga el Espíritu Santo, el Consolador, “conoceréis que yo estoy en mi Padre” (Juan 14:20), como Jesús le había dicho a Felipe: “Yo soy en el Padre, y el Padre en mí” (v. 10). En esta tierra no fue un «dios» independiente del Padre, si bien era distinto como persona (Juan 5).

El Espíritu “procede del Padre” (Juan 15:26). Es dado por el Padre, enviado por él (Juan 14:26); pero el Espíritu Santo es enviado en nombre del Hijo (cap. 14:26), y es él quien lo envía del Padre (cap. 15:26). No profundicemos más en este misterio. “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5); sin embargo, se ha revelado bajo tres formas de ser, o tres personas.

Al hombre le gustaría hacer preguntas, pero no vayamos más allá de lo que nos revela la Palabra de Dios. En efecto, el mismo Señor Jesús dijo: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). “El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18); pero en la persona del Hijo sigue habiendo algo misterioso que nadie conoce a fondo, aunque Pablo desee conocerle, del mismo modo que conocemos a alguien o un hecho. Ciertamente “la vida fue manifestada” (1 Juan 1:2): fue visto, contemplado y palpado. Esta revelación nos es dada para que nuestro gozo sea cumplido en la comunión con el Padre y con el Hijo. Incluso cuando aparece en su gloria hay un misterio impenetrable en la persona del Hijo: será llamado “Fiel y Verdadero”, “EL VERBO DE DIOS”, “REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES” (Apocalipsis 19:11, 13, 16), pero también tendrá “un nombre escrito que ninguno conocerá sino él mismo” (Apocalipsis 19:12).

Y sin embargo, frente a tal grandeza, ante tal misterio, Pablo podrá decir, y cada uno de nosotros puede unirse a la expresión de su infinito agradecimiento: “El Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).