El Salvador
“El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14). El nombre mismo de Jesús revela ese carácter: Jehová salva. El ángel dijo a los pastores: “Os ha nacido… un Salvador” (Lucas 2:11). Los samaritanos de Sicar dieron testimonio de ello: “Nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente este es el Salvador del mundo, el Cristo” (Juan 4:42). 2 Timoteo 1:10 afirma la plena realidad de ello: “Nuestro Salvador Jesucristo… quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”.
La salvación
“El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). Hay que sentirse perdido para apreciar el hecho de ser salvo. Hallarse un día o varios ante la santidad de Dios, quien no puede ver el mal; aceptar que, al haber ofendido tantas veces a ese Dios santo, uno está condenado a la perdición; captar entonces que somos salvos “por gracia… por medio de la fe; y esto no de nosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8).
El creyente ha sido y es salvo: “Sois salvos…”. La salvación del alma no es futura, es actual, permanente: “Dios… nos salvó… no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia” (2 Timoteo 1:9). La salvación es también efectiva en el presente. Filipenses 2:12-13 nos dice: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer”. En este texto, “ocupaos” tiene más bien el sentido de cultivar, como lo atestiguan, en cuanto al significado de la palabra original, varios papiros del siglo primero, encontrados hace poco. No se trata de ganar la salvación, sino de llevarla a buen término por el trabajo, produciendo fruto para que los resultados se vean en nuestra conducta. Solo el poder divino puede producir en nosotros el querer y el hacer; pero, para ello, es necesario que haya vigilancia de nuestra parte, así como un corazón y un espíritu dispuestos a dejar que Dios actúe en nuestras vidas por su Espíritu.
Finalmente, la salvación completa es algo futuro. “Está más cerca de nosotros… que cuando creímos” (Romanos 13:11). De nuevo, no se trata de adquirirla, sino de despertar del sueño y vestir las armas de la luz, andando como de día, honestamente. En un futuro, sin duda próximo, “el Señor Jesucristo… transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:21). Ahora “tenemos las primicias del Espíritu”, pero “esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Romanos 8:23).
La remisión de los pecados y la purificación
El pecado es presentado de dos maneras distintas: como deuda, por ejemplo en las parábolas; y como contaminación, representada por la lepra. Al aspecto de la deuda, le corresponde la remisión de las culpas, el perdón; al de la contaminación, le corresponde la purificación.
a) Remisión – perdón
El culpable ha sido perdonado, no ha tenido que sufrir el castigo que merecía su falta.
Cuando se trata de perdón humano, como puede ser el de un padre a favor de su hijo, a veces la sanción es levantada debido al afecto, quizá a la debilidad, sin que se ejecute el castigo.
Con el perdón divino no ocurre lo mismo. El castigo debe ser ejecutado, pero sobre otro, sobre un sustituto; entonces Dios puede perdonar. Pero el sustituto no es otro hombre, una víctima humana (como se haría en algunas religiones paganas para aplacar la ira de la divinidad). Dios mismo se ofrece en su Hijo como sustituto: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
“Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Se había derramado mucha sangre de toros y machos cabríos como imagen de la muerte de Cristo. Esa sangre no podía quitar los pecados. Para hacer comprensible a los suyos el modo en que fue pagada la deuda, el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, al dar la copa dijo a sus discípulos: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mateo 26:28).
El perdón es completo, Dios nos perdonó todos los pecados (Colosenses 2:13).
¿Qué ocurre con las faltas del creyente? Solamente la obra misma de Cristo pagó la deuda. Dios pide a los suyos que reconozcan sus faltas: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Si decimos que no tenemos pecado, que no tenemos naturaleza pecaminosa, nos engañamos a nosotros mismos; si decimos que no hemos pecado, que no hemos faltado, hacemos a Dios mentiroso (véase v. 10). No se trata de ocultar las faltas sino de reconocerlas, primero ante Dios, y luego ante aquellos a quienes hayamos ofendido o herido. Dios es fiel a su promesa y perdona, pero también es justo con Cristo al hacerlo.
b) La purificación
El que se había contaminado debía ser purificado, lavado.
1 Corintios 6:9-10 nos da una lista de diez «leprosos» que no heredarán el reino de Dios. Sin embargo, el apóstol puede añadir: “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios”. Aquí se trata del lavamiento inicial, completo, el cual hace cantar a todos los que han pasado por él: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:5-6).
Este lavamiento inicial de todo el cuerpo no debe ser repetido, sino que el creyente, cuando se ensucia en el camino, debe lavarse los pies mediante la aplicación de la Palabra (agua) y el trabajo del Señor por su Santo Espíritu. Esto es lo que enseñó Jesús a sus discípulos en Juan 13, concluyendo que: “El que está lavado (totalmente bañado), no necesita sino lavarse (palabra empleada solo para una parte del cuerpo) los pies” (v. 10). Si esto no se lleva a cabo, le dice a Pedro, “no tendrás parte conmigo” (v. 8), es decir, no puedes gozar de la comunión con tu Señor.
La justificación
El pecador debe ser declarado justo; de lo contrario, será condenado.
“Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22-23). ¿Hay que hacer “obras” para que en cierto modo se reciba un salario como cosa debida? En absoluto. “Mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Romanos 4:5).
En resumen, somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús… por medio de la fe en su sangre”. Porque Dios es justo y “justifica al que es de la fe de Jesús” (Romanos 3:24-26).
La redención
Éramos esclavos del pecado y de Satanás. Por lo tanto, teníamos que ser libertados.
El original griego emplea palabras como «ago-razó»: comprar en el mercado (a un esclavo), «exago-razó»: comprar y sacar del mercado, «lutroó»: soltar, poner en libertad mediante el pago de un rescate. Estas palabras son traducidas en español por “redención” o “rescate”.
Nos hallábamos “vendidos al pecado” (Romanos 7:14), “en esclavitud bajo los rudimentos del mundo” (Gálatas 4:3); bajo la maldición de la ley (Gálatas 3:10). Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (v. 13). “Fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir… con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:18-19). Y cuando ante el trono suba el cántico nuevo, recalcará: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación” (Apocalipsis 5:9).
Hemos sido, pues, librados del poder de Satanás y del pecado por el precio infinito de la sangre de Cristo: “Cristo… por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Hebreos 9:12).
La reconciliación y la propiciación
La reconciliación es una de las bendiciones que nos concede la obra de Cristo; la propiciación es el lado de Dios.
a) La reconciliación
“Vosotros también, que erais en otro tiempo… enemigos… ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte” (Colosenses 1:21-22). La reconciliación conlleva un cambio total de actitud y mentalidad. Dios no era nuestro enemigo, al contrario: “De tal manera amó Dios al mundo…” (Juan 3:16). Somos nosotros quienes con nuestro entendimiento, con nuestra concepción de las cosas del mundo y con nuestro modo de ser, estábamos contra Dios. El profundo cambio que, de enemigos, ha hecho de nosotros hijos de Dios, se ha producido “por la muerte de su Hijo” (Romanos 5:10).
“Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo”. Nos dio “el ministerio de la reconciliación”. “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios”, aceptando por fe la obra del que “no conoció pecado” y que fue hecho pecado por nosotros “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:18-21).
b) La propiciación
El gran día de la expiación, en Levítico 16, el sumo sacerdote debía degollar, entre otros, el macho cabrío del sacrificio por el pecado, llevar su sangre detrás del velo y hacer aspersión de ella sobre el propiciatorio (la tapa del arca), y delante del mismo. Con este acto, la sangre era puesta sobre el arca, bajo la mirada de dos querubines que lo coronaban. Hermosa imagen de la sangre de Cristo, cuyo valor es presentado ante Dios. “La redención… es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación” (Romanos 3:24).
No se trata de volver favorable a un Dios vengador, de aplacar una divinidad ofendida; por la perfecta obediencia y el sacrificio de Cristo se posibilita que Dios sea justo al ser misericordioso. La sangre sobre el propiciatorio demuestra que la obra ha sido realizada y que respondió plenamente a la justicia demandada por Dios. El pecado era “cubierto” por los sacrificios del Antiguo Testamento, pero estos no podían nunca “hacer perfectos a los que se acercan” (Hebreos 10:1). Ahora el pecado ha sido “quitado”. Cristo “es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2). Su obra es válida delante de Dios para todo el mundo, pero solo se beneficia con ella el que se la apropia por la fe.
La vida eterna
“Aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo…, y juntamente con él nos resucitó” (Efesios 2:5-6; véase también Colosenses 2:13 y 3:1). El nuevo nacimiento nos ha hecho empezar una nueva vida. Somos hechos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4). Podemos, entonces, andar “en vida nueva” (Romanos 6:4).
El cambio manifiesto que se produce en alguien que se hallaba lejos de Dios y ha sido traído al Señor Jesús, muestra la evidencia de esa nueva vida. Los gustos, las tendencias, el aspecto de todas las cosas han cambiado. Lo que antes podía tener mucho valor para nosotros, ahora ya no lo tiene y, en cambio, las cosas de Dios se han convertido en una realidad.
“Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida. Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna” (1 Juan 5:11-13).
El peso sobre Cristo
Qué poca importancia damos a los indescriptibles sufrimientos de nuestro Salvador para llevarnos a Dios: “… habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, (le convenía a Dios) perfeccionase1 por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10).
El profeta ya lo había anunciado: “Llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores… herido fue por nuestras rebeliones… el castigo de nuestra paz fue sobre él… Todos nosotros nos descarriamos como ovejas… mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros… llevará las iniquidades de ellos… habiendo él llevado el pecado de muchos” (Isaías 53:4-7, 11-12).
Hablando de su pasión, el Señor Jesús pudo decir de sí mismo que padecería mucho y sería tenido en nada (Marcos 9:12). El apóstol Pedro, quien fue “testigo de los padecimientos de Cristo”, subraya: “Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 5:1; 2:24).
“Fue ofrecido… para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:28).
Cómo debieron de agotarte, Señor,
Estando solo en la hora sombría,
El abandono, la angustia y el horror
De mis pecados que ni contar sabría.
- 1Nota del editor: En la epístola a los Hebreos (véase 2:10; 5:9; 7:28) perfeccionar es hacer lo necesario para capacitar a alguien para un oficio.