Las figuras de Cristo en el Antiguo Testamento
En Lucas 24, en camino a Emaús, Jesús, “comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas”, explicaba a los dos discípulos, “en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27). Por la noche, reunido con los once, les dice: “Era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (v. 44-45).
Las Escrituras de las que hablaba el Señor eran el Antiguo Testamento. A lo largo de él hay cosas que le conciernen; tenemos, pues, buenas razones para buscar en él todo lo que puede mostrarnos a Cristo.
Objetos
En primer lugar, el arca del Lugar Santísimo nos habla de Su persona. Era de madera y oro, lo que recuerda su humanidad y su divinidad. En ella estaba el maná, figura del que descendió del cielo (Juan 6:32-38); las tablas de la ley, su perfecta obediencia; la vara de Aarón, símbolo de vida y resurrección.
La flor de harina de Levítico 2 y otros pasajes, nos muestra su vida perfecta. El fruto de la tierra (el trigo del año anterior) que comió el pueblo al llegar a la tierra prometida, representa a Cristo en los designios de Dios; mientras que los panes sin levadura nos hablan de su vida sin pecado, y las espigas tostadas, de sus sufrimientos (Josué 5:11). La gavilla de las primicias, ofrecida al día siguiente del día de reposo, es una figura notable de su resurrección (Levítico 23:10-11; 1 Corintios 15:20). El grano de trigo que cae en tierra y lleva mucho fruto nos habla de su muerte (Juan 12:24).
Antes de ser colocada en el arca, la vara de Aarón, procedente de un almendro seco, en una noche “había reverdecido, y echado flores, y arrojado renuevos, y producido almendras” (Números 17:8), mientras que las varas de los príncipes de las demás tribus se quedaron como estaban. El poder vital de la vara del sacerdote probaba que Aarón había sido elegido por Dios para desempeñar ese oficio. El Señor Jesús resucitado es hecho sumo sacerdote “según el poder de una vida indestructible” (Hebreos 7:16).
En el desierto fue golpeada la peña (Éxodo 17:6) y dio agua en abundancia. Al final del viaje, en Números 20:7-11, solo había que hablarle. Indebidamente, Moisés la golpeó con su vara; no obstante, de ella brotó agua en abundancia. La Palabra nos dice expresamente: “Bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (1 Corintios 10:4). Podemos pensar que las aguas vivas que brotaron nos hablan del Espíritu Santo (Juan 7:38-39).
En Mará, las aguas eran amargas. Instruido por Dios, Moisés tira al agua un árbol que nos habla de la humanidad de Cristo, y también de la cruz. Si la introducimos en las dificultades de nuestra vida, estas serán vistas con un aspecto diferente y seremos enseñados a recibirlas de las manos de un Padre: de amargas que eran, se volverán dulces (Éxodo 15:25).
En Jericó, las aguas eran malas, y la tierra estéril. Elíseo echa sal y se vuelven aprovechables, sal que nos habla sin duda de la separación del mal y de la vida santa del Señor Jesús (2 Reyes 2:21).
En Gilgal, cuando el potaje estaba contaminado por las calabazas silvestres (no sabían que lo eran), el profeta echa harina en la olla, “y no hubo más mal” en ella (2 Reyes 4:41). Esta harina, ¿no nos habla de la perfecta humanidad del Señor Jesús? Si el alimento del pueblo de Dios ha sido contaminado, las almas serán restauradas si se las trae de nuevo a Cristo y su obra.
Consideremos también la serpiente de bronce que levantó Moisés sobre un asta, mirar la cual bastaba para ser curado de las mordeduras de las serpientes (Números 21:4-9) ¿Quién hubiera pensado que una serpiente pudiera ser una imagen del Señor Jesús? Fue necesario que él mismo diera la clave: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15). En general, la serpiente es figura del diablo. A él se liga la maldición de Génesis 3:14-15. Pero Cristo, en la cruz, “nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13).
Ofrendas
A lo largo del Antiguo Testamento, se ofrecieron sacrificios. No eran más que imágenes de “la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10).
La primera alusión se halla en Génesis 3:21, cuando Dios, tras la caída, viste a Adán y Eva con pieles, para lo cual tuvo que morir una víctima.
“Por la fe”, Abel sacrificó de entre los primogénitos de sus ovejas, dando Dios testimonio de sus ofrendas (Génesis 4:4; Hebreos 11:4). En Génesis 22, en lugar de Isaac es ofrecido un carnero, lo cual nos habla de la sustitución. En esta notable figura, lo que más nos llama la atención es la unión del padre y del hijo, yendo “ambos juntos” a Moriah (v. 6).
Para la Pascua (Éxodo 12), cada familia debía sacrificar un cordero y poner su sangre en los dinteles de las puertas. Fueron inmolados muchos corderos; sin embargo se nos dice: “Y tomarán de la (su) sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer” (v. 7). Los innumerables corderos ofrecidos por las familias eran una figura del único Cordero ofrecido para que su sangre pudiese quitar nuestros pecados.
En Levítico 1 a 6 y en Números 19, encontramos varios sacrificios que también nos hablan de la obra de la cruz.
Sin detenernos en todos los casos en que aparece “el cordero” en la Escritura, recordamos Isaías 53, que era el pasaje que leía el eunuco de la reina de Candace cuando volvía de Jerusalén a su país. “¿De quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro? – Entonces Felipe… comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (Hechos 8:26-40). El cordero llevado al matadero era ciertamente una figura del Salvador.
Y llegamos al Nuevo Testamento, al bautismo de Juan en el Jordán, donde, al ver a Jesús venir a él, declara: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). ¿De dónde venía ese cordero? – “De Galilea”, nos dice Mateo 3:13. Alguno dirá de Belén, ya que nació allí. Los designios de Dios son dados a conocer en 1 Pedro 1:19: “Cristo… un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo”.
Hay otra figura que llama también nuestra atención: las dos avecillas ofrecidas para la purificación del leproso (Levítico 14:4-7). Un avecilla cuya sangre es recogida en un vaso de barro sobre aguas corrientes; otra avecilla viva, mojada en la sangre de la avecilla muerta, y después soltada en el campo: “Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25).
Episodios
El arca, figura de Cristo, abrió un camino a través del Jordán, el río de la muerte. En el río se levantan doce piedras que representan las doce tribus; se quedarán allí indicando la posición de aquellos que se hallan unidos a Cristo en su muerte. Pero otras doce piedras son tomadas de en medio del Jordán para ser llevadas al país y para levantarlas en Gilgal, figura de nuestra resurrección con Él (Josué 4:1-9).
David mató a Goliat con su propia espada (1 Samuel 17:51); con su propia arma, la muerte, el que tenía el imperio de la muerte, esto es, el diablo, fue reducido a la impotencia por nuestro Señor (Hebreos 2:14).
Abraham e Isaac fueron a tierra de Moriah para ofrecer el holocausto (Génesis 22). David sube también a Moriah, a la era de Arauna, para levantar un altar sobre el cual ofrecerá el sacrificio que permitirá al ángel acabar con la peste. En ese mismo monte levantará Salomón el templo (2 Crónicas 3:1). Cerca de allí se alzará siglos más adelante la cruz del Señor.
Personajes
Hay tres hombres que son, de un modo particular, figuras del Señor Jesús: José, Moisés y David. Los tres fueron rechazados por sus hermanos: José fue vendido a los madianitas; los hermanos de Moisés no entendieron que Dios quería darles libertad por medio de él, y le dijeron: “¿Quién te ha puesto por gobernante y juez sobre nosotros?” (Hechos 7:27); los hermanos de David le recibieron muy mal cuando vino al campo de batalla a traerles las provisiones preparadas por su padre (1 Samuel 17:17-28).
Los tres tuvieron que pasar por un período de humillación y sufrimientos: José en Egipto y en la cárcel; Moisés en Madián; David perseguido por Saúl. Pero los tres alcanzaron la gloria: José llegó a ser el segundo de Faraón; Moisés, guía del pueblo; David, rey. José preservó al pueblo del hambre y recibió el título de Salvador del mundo; Moisés libró a Israel de Egipto; David venció a los enemigos de su pueblo.
En su juventud, los tres habían sido pastores. A lo largo de las Escrituras, ya sea en el Salmo 23, Ezequiel 34 o Juan 10, el pastor siempre nos habla del Señor Jesús, ese Buen Pastor que da su vida por las ovejas (Zacarías 13:7).
David es una figura del rey rechazado que instaura el reino; Salomón es el rey de gloria, como Cristo en el milenio.
Otras muchas personas nos hablan de Él. Jonás, tres días y tres noches en el vientre del pez, como el Hijo del Hombre que permaneció muerto durante el mismo tiempo hasta que resucitó. Booz (cuyo nombre significa “fuerza”) recibe a Rut y la hace su esposa.
¿Acaso no vale la pena detenerse en estas páginas del Antiguo Testamento que resultan tan actuales cuando, guiado por el Espíritu de Dios, el ojo de la fe descubre en ellas algunos rasgos de la persona de nuestro amado Señor?
Jesús dice:
Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió
(Juan 5:46).