El Hijo del Hombre
En 1 Timoteo 3:16 se nos dice que el misterio de la piedad es grande: “Dios fue manifestado en carne”. En el Antiguo Testamento, Dios se dio a conocer de distintas maneras: por sueños, por visiones, por la aparición de un ángel, por la palabra dicha a los profetas “muchas veces y de muchas maneras” (Hebreos 1:1). Pero el Evangelio nos coloca delante de este misterio extraordinario: “Y aquel Verbo fue hecho carne” (Juan 1:14), es decir hombre.
Durante un tiempo “habitó entre nosotros”. Entonces mostró su gloria, no la de un rey que reinará sobre todas las cosas, no la del Creador, sino la de un hombre perfecto, su gloria moral “como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). Los evangelios desarrollan delante de las miradas de nuestra fe toda la perfección de la vida de Jesucristo hombre.
Filipenses 2:6-8 nos habla en pocas palabras, pero de una manera precisa y profunda, de la hondura de esta humillación. Cristo Jesús subsiste “en forma de Dios”, esencia misma de su vida, pero, a diferencia de Satanás (Isaías 14:14) y del hombre instigado por el tentador (Génesis 3:5), “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Filipenses 2:6). Sin duda alguna lo era y lo será siempre, pero aceptó “humillarse a sí mismo” (y solo él podía hacerlo) y despojarse de las insignias de su gloria (sin dejar de ser en forma de Dios) para tomar forma de “siervo, hecho semejante a los hombres” (v. 7). El hombre en sí mismo es siervo de Dios y, como criatura, lo es necesariamente. Subrayemos que fue hecho a semejanza de los hombres (Romanos 8:3), pues él era sin pecado: “El cual no hizo pecado” (1 Pedro 2:22); “no conoció pecado” (2 Corintios 5:21); “no hay pecado en él” (1 Juan 3:5).
Un segundo grado de su humillación nos es presentado en Filipenses 2:8. Hombre entre los hombres, como hombre se humilló. No reivindicó una posición importante; no se revistió de la gloria real que más tarde tendrá; no buscó la aprobación, ni la consideración de las autoridades de su tiempo. En esta humillación, se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.
Hebreos 5:7-8 nos revela los sufrimientos que le deparó esta obediencia: “Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte… Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”. Debió experimentar lo que la obediencia significaba para un hombre, y para un hombre dispuesto a cumplir la voluntad de Dios hasta lo último. Sus perfecciones como siervo no le valieron ser llamado Hijo de Dios. Seria muy notable que un hombre llevara una vida tal que mereciera este título. ¡Cuánto más grande es que el Hijo de Dios se haya hecho siervo!
No olvidemos, sin embargo, que agradó al Padre que en ese hombre humillado habitase toda plenitud (Colosenses 1:19). Era Emanuel, “Dios con nosotros” (Mateo 1:23). “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Corintios 5:19). Era verdaderamente Dios y verdaderamente hombre.
Según la primera epístola de Juan, es necesario aceptarle de tres maneras: “Todo espíritu que confiesa que Jesucristo ha venido en carne, es de Dios” (cap. 4:2). “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios” (v. 15). “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (cap. 5:1).
Se han propagado muchos errores que niegan “que Jesucristo ha venido en carne” (2 Juan 7), o que Jesús es el Hijo de Dios. “Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa” (v. 10). Para Dios es muy importante todo lo que se refiere a la persona de su Hijo.
El hecho de ser hijo del hombre es afirmado por Jesús mismo, por primera vez en Mateo 8:20 mediante una notable frase: “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza”. Recostará su cabeza cuando, en la cruz, “habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (la palabra “inclinar” de Juan 19:30 es la misma que “recostar” de Mateo 8:20).
Su concepción
En Isaías 7:14 ya se había anunciado que la virgen concebiría y daría a luz un hijo. Hay que acudir a los evangelios para entender el alcance de esta profecía. En Lucas 1:35, el ángel responde a María –extrañada de que pudiese concebir sin conocer varón–: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios“. María era virgen, y estaba desposada (prometida) con José. No tenían relaciones que pudieran dar lugar a una concepción. En Mateo 1:18, el Espíritu de Dios precisa que “antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo”. José se inquieta; el ángel del Señor viene a tranquilizarle: “Lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (v. 20-21). De esta manera se cumplía la profecía de Isaías (v. 23). A José, el ángel le habla del Salvador; a María, del que había de reinar, ya que por ella era hijo de David según la carne (v. 16).
Su nacimiento
Miqueas 5:2 había anunciado que el Cristo nacería en Belén. José y María vivían en Nazaret. ¿Qué iba a hacer Dios para que María fuera a la ciudad de David y diera a luz allí? Dios está por encima de todo. El emperador promulgó un edicto para que todos se empadronaran (de hecho el censo se hizo más tarde). Este decreto obligó a cada judío a ir a su ciudad de origen, de manera que José tuvo que ir a la suya, Belén, “por cuanto era de la casa y familia de David” (Lucas 2:4). María, “desposada con él”, se hallaba encinta. Estando allí, “dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (v. 5, 7). Lo primero que hicieron con este hijo fue “envolverlo”; lo último, una vez que su cuerpo hubo sido bajado de la cruz, lo “envolvieron” en lienzos (Juan 19:40).
La genealogía de Mateo 1 –tras repetir una y otra vez que este engendró a aquel– cuando llega a José, dice: “Marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo” (v. 16).
Este “niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”, es la “señal” para los pastores, a quienes el ángel les apareció para darles “nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lucas 2:10-12). Para los magos que más adelante vienen a adorar al Rey, la señal será una estrella (véase Mateo 2:1-12). Los pastores se llegan a Belén; encuentran a María, a José y al niño, “y al verlo”, hablan de él. No se fijan tanto en María y en José como en el niño, cuya infinita grandeza les ha sido revelada. Regresan “glorificando y alabando a Dios” (Lucas 2:17, 20), haciendo eco a las multitudes de las huestes celestiales que alababan a Dios y le daban gloria.
Las “nuevas” son “de gran gozo… para todo el pueblo”; en Lucas 1:14, el motivo del gozo es para Zacarías y muchos que se alegrarán del nacimiento del bautista: este prepararía el camino del Señor, pero el niño de Belén era este mismo Señor.
A los ocho días de nacer fue circuncidado. De acuerdo con la ley, pasados cuarenta días sus padres le llevan a Jerusalén para la purificación, no la suya, sino la de María, según Levítico 12:7 (“por ella”). Nótese que los padres de Jesús no pudieron ofrecer un cordero, pues eran demasiado pobres; solo pudieron traer un par de tórtolas (véase Lucas 2:22-24).
Al entrar con el niño en el templo, nadie se percata de quién es, ni los sacerdotes ni los jefes del pueblo. Solo el anciano Simeón, movido por el Espíritu, le toma en sus brazos, bendiciendo a Dios porque sus ojos han visto Su salvación. El padre y la madre se extrañan de estas cosas y “los bendijo Simeón” (Lucas 2:34). Hacemos notar que bendijo a los padres, no al niño. “Sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor” (Hebreos 7:7). ¿Cómo iba Simeón a bendecir al niño, si él necesitaba que este le impartiera su bendición?
Ana, profetisa de edad avanzada, la cual no se apartaba del templo, llegó en ese momento. “Daba gracias a Dios, y hablaba del niño” (Lucas 2:38). ¿Quién era ese niño si no el Señor?
Algo más tarde vinieron los magos. La estrella los había guiado hasta “el rey de los judíos” (Mateo 2:2). Al llegar a Belén, entran en la casa, ven al niño con María, su madre, y cuando se postran, a Él le adoran y le ofrecen sus tesoros: oro (el metal más precioso de la Biblia, el que nos habla de su divinidad), incienso (perfume que sube hacia Dios como olor grato, igual que a lo largo de toda la vida del hombre perfecto) y la mirra (la amargura de Sus sufrimientos), ofrendas que nos recuerdan el culto que en espíritu y en verdad podemos rendir a Dios por medio de Cristo.
Lo más extraordinario, ¿no es la huida a Egipto? (véase Mateo 2:13-23). Dios podría haber hecho perfectamente un milagro para guardar a su hijo. Pero no es hecho ningún milagro en favor de Jesús. Es un hombre en la tierra. De niño es llevado por sus padres, huyendo como un refugiado, y permanece en tierra extranjera hasta la muerte de Herodes, para volver a Nazaret, donde fue «educado».
A la edad de doce años
No nos es dicho nada acerca de su vida en Nazaret. Es llamado “el hijo del carpintero” (Mateo 13:55), e incluso “el carpintero” (Marcos 6:3), precisando así cuál era su ocupación. Sin embargo, el Espíritu de Dios ha querido conservarnos este incidente revelador: a la edad de doce años, cuando sube con sus padres a Jerusalén, para la fiesta de la Pascua, se queda solo a pesar de la inquietud que causa, sobre todo a su madre. Durante tres días le buscan sus padres. Sabiendo quién era, ¿no deberían haber ido primero al templo? Lo encuentran, por fin, ocupado “en los negocios de su Padre” (Lucas 2:49), pero, a la vez, tomando entre los doctores la posición que convenía a un niño de doce años: “Oyéndoles y preguntándoles” (v. 46) (¡buen ejemplo para los jóvenes hermanos respecto a la actitud a tomar en la congregación, sobre todo en las reuniones de estudio!). Jesús era consciente de ser Hijo del Padre; pero eso no le impide ir con sus padres a Nazaret y estarles sujeto. “Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (v. 52), perfecto en cada etapa de su desarrollo, según convenía a su edad.
Su ministerio
Es hermoso ver a Jesús de lugar en lugar en sus idas y venidas, su compasión, sus enseñanzas, su perfecta humanidad. A veces su divinidad brilla como un relámpago, cuando calma la tempestad o resucita a Lázaro, o cuando hace tantos milagros. Como alguien dijo: «Escondía la forma de Dios bajo la de un esclavo, su divinidad bajo el espeso velo de un Galileo despreciado».
Conoció la fatiga cuando, cansado del camino, “se sentó así junto al pozo” de Sicar (Juan 4:6). Tenía sed y le pidió agua a la mujer samaritana. En la cruz, para que se cumpliese la Escritura, dirá: “Tengo sed” (Juan 19:28). Conoció esa intolerable sed de los crucificados, pero había en él una sed mayor: acabar con toda la obra que el Padre le había encomendado. Conoció el hambre (Marcos 11:12). En la barca, pese a la tempestad, dormía sobre un cabezal (Marcos 4:38). Junto al sepulcro de Lázaro, lloró, así como sobre Jerusalén y en Getsemaní (Hebreos 5:7).
A menudo le vemos entrar en una casa, a veces sentarse a la mesa; entrar en las sinagogas, hacer milagros, predicar enseñanzas, leer las Escrituras; le vemos salir y andar junto al mar, llamar a los discípulos, decirle “sígueme” a Mateo. Otras veces se va solo a algún lugar desierto o a una montaña, para orar.
En más de una ocasión toma a sus discípulos aparte y les anuncia los sufrimientos que le esperan. Después de la transfiguración, en la que brilló la gloria del Mesías, así como la del amado Hijo del Padre, “desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho” (Mateo 16:21). Al atravesar la Galilea, enseñaba a sus discípulos: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán” (Marcos 9:31). Ellos no entendían, por lo cual Jesús vuelve a enseñarles lo mismo cuando iban por el camino subiendo a Jerusalén. Entonces, volviendo a tomar a los doce aparte, les comenzó a decir las cosas que tenían que acontecer: “He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte, y le entregarán a los gentiles; y le escarnecerán, le azotarán, y escupirán en él, y le matarán; mas al tercer día resucitará” (Marcos 10:33-34). ¿Cuál es la reacción? ¡Santiago y Juan piden los mejores puestos en el reino!
Su muerte
Han pasado los años. Estaba cerca la fiesta de los panes sin levadura, que se llama la pascua, en la cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua. “Cuando era la hora, se sentó a la mesa” (Lucas 22:14). Había llegado la hora “para que pasase de este mundo al Padre” (Juan 13:1). ¿Va a retroceder ante el sufrimiento? ¿Obedecerá hasta la muerte? Una vez más, “por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8).
En Getsemaní toma el cáliz de la mano del Padre. Cuando Pilato declara: “Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él” (Juan 19:4), Jesús sale fuera, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura, con el rostro desfigurado más que lo de los hijos de los hombres (Isaías 52:14). Podía haber retrocedido. El gobernador no podía forzarlo. Voluntariamente, Jesús sale fuera. Pilato lo presenta: “¡He aquí el hombre!” El “varón de dolores” (Isaías 53:3) es presentado a su pueblo. ¿Qué van a responder? “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” (Juan 19:5-6).
Finalmente, Pilato lo entrega para ser crucificado. Toman a Jesús y se lo llevan. ¿Qué se nos dice? “Y él, cargando su cruz, salió” (v. 17). Jamás se lo hubieran podido llevar en contra de su voluntad. Isaías ya había profetizado que sería “como cordero… llevado al matadero” (cap. 53:7). El Evangelio de Marcos, el del Siervo, nos lo presenta así. Pero en el de Juan, el del Hijo de Dios, él mismo va al lugar del suplicio.
¿Era Jesús mortal? Todo hombre lo es; él participaba de la naturaleza humana, pero no tenía que morir, sino que podía morir. En cuanto a su vida, dijo: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar” (Juan 10:18). Por decisión propia, en la plena posesión de sus facultades, rehusando la hiel que hubiera podido aliviar sus sufrimientos, se dejó crucificar. Cuando le decían: “Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz” (Mateo 27:40), no bajó. Cumplió hasta el final las Escrituras; y “sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado“, habiendo tomado el vinagre, dijo: “Consumado es. Y habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Juan 19:28-30).
La multitud volvió a Jerusalén golpeándose el pecho. La noche desciende sobre el Calvario. Un hombre, José de Arimatea, discípulo suyo en secreto, se acerca. Pilato le ha dado permiso para llevarse el cuerpo de Jesús. Lo baja de la cruz. Se acerca otra persona, la que una vez había acudido también de noche a él: Nicodemo; trae “un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras” (Juan 19:39). Ambos cogen el cuerpo, lo envuelven en lienzos, con especies aromáticas, y lo colocan en el sepulcro nuevo del huerto. Dos hombres se hacen cargo de su cuerpo muerto; dos hombres habían hablado con él de la muerte que debía cumplir en Jerusalén (Lucas 9:31); dos hombres se irán a Emaús, tristes, por haberse desvanecido sus esperanzas con su muerte (Lucas 24:13-17).
Su resurrección
En 1 Corintios 15:4 se nos dice que “fue sepultado”, para que nadie diga que sufrió un desvanecimiento temporario al clamar a gran voz y expirar en la cruz. Murió realmente y resucitó realmente. Algunos negaban la resurrección, pero “si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es… vuestra fe” (v. 13-14).
Resucitó con un cuerpo espiritual, y era, a pesar de todo, realmente un hombre. Los discípulos de Emaús no le reconocieron cuando se les acercó y se puso a caminar con ellos. Parecía un hombre cualquiera. Pero sus corazones ardían en su interior; cuando partió el pan con ellos, renovando la acción de los días de su carne, les fueron abiertos los ojos (Lucas 24:13-32). María Magdalena creyó ver al hortelano; cuando su corazón vibró al ser llamada “¡María!”, reconoció a su Maestro (Juan 20:15-16). La fe, el corazón, reconocen al hombre resucitado.
Cuando aparece a sus discípulos, les dice: “Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo”. Después, delante de ellos, come parte de un pescado y de un panal de miel (Lucas 24:39-42).
Los sacó fuera, hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Cuando se separa de ellos y es llevado arriba al cielo, es un hombre glorificado, Aquel en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9).