Timoteo

Siervo de Jesucristo

El ministerio

El tema del ministerio ocupa un amplio lugar en las dos epístolas a Timoteo. Podría parecer prematuro presentarlo a los jóvenes creyentes; sin embargo, si el Señor aún no viene y lleva consigo progresivamente a aquellos que hoy tienen la carga del ministerio, los jóvenes serán llamados a ejercerlo a su turno, poco a poco y en la medida en que Dios los conduzca.

Las exhortaciones dirigidas a Timoteo en este ámbito están impregnadas de la situación en la cual el apóstol y la iglesia se hallaban. El tiempo de la partida de Pablo había llegado; la decadencia se expandía en las asambleas. ¿Qué quedaba? ¡Por encima de todo, las Escrituras! Son la autoridad para todos. Estas legitiman lo que el siervo dice y conceden a sus palabras la autoridad de Dios sobre la conciencia de aquellos a quienes exhorta o enseña.

La enseñanza

Esta se ejerce esencialmente hacia los creyentes. El mensaje del Evangelio es dirigido a los incrédulos; pero la enseñanza doctrinal de la Palabra solo puede ser comprendida por aquellos que tienen el Espíritu de Dios. “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente. En cambio el espiritual juzga todas las cosas” (1 Corintios 2:14-15). Es necesaria la acción del Espíritu, tanto para enseñar como para recibir lo que es presentado.

Timoteo debía estar atento a la “doctrina” (1 Timoteo 4:16). El apóstol lo invitó a enseñar estas cosas a los hermanos (v. 6), a ordenar y enseñar (v. 11). Tres acciones marcarían particularmente su ministerio: la lectura, la exhortación y la enseñanza.

La lectura (pública) tenía gran importancia en una época en que mucha gente no sabía leer. La simple lectura en alta voz de un texto apropiado de la Palabra puede ser de gran bendición y elevar el nivel de una reunión de oración e incluso de un culto.

La exhortación se refiere ante todo al profeta, que habla “para edificación, exhortación y consolación” (1 Corintios 14:3). Es la presentación habitual de la Palabra para edificar, nutrir y consolar, con la conciencia de las necesidades actuales que ella debe satisfacer.

Pero la enseñanza de la doctrina ocupa un lugar primordial. Ella da la base y la estructura. Los coatitas de otros tiempos tenían la responsabilidad de los objetos sagrados del tabernáculo: el ministerio que presenta ante todo la persona de Cristo. Los meraritas tenían la vigilancia de las tablas del tabernáculo, sus barras, sus columnas, sus basas y todos sus enseres, es decir, la estructura misma de la casa de Dios. He aquí la enseñanza doctrinal, la cual evita que “seamos... llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (Efesios 4:14). A los gersonitas les fueron confiadas las cubiertas del tabernáculo, las cortinas, toda la parte textil. Esto nos presenta figurativamente, ante todo, la posición y los privilegios de los creyentes en Cristo. Ministerio a la vez doctrinal y de edificación.

Para todo servicio, y especialmente para el ministerio de la Palabra, es esencial un “don de gracia” (no excepcional, ver 1 Pedro 4:10: “cada uno”). Timoteo lo poseía (1 Timoteo 4:14). Estos dones son conferidos por el Espíritu (1 Corintios 12:4), por el Señor (Efesios 4:11) y por Dios mismo (Romanos 12:3-8). Notemos, entre otros en este último pasaje, la diversidad de dones: el servicio, la enseñanza, la exhortación, la distribución, el que preside, el ejercicio de la misericordia. El empleo del don de gracia, incluso cuando “manda”, está unido al “amor nacido de un corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Timoteo 1:5).

Timoteo no estaba entre aquellos a quienes la revelación de Dios había venido directamente, como a los hombres –apóstoles o no– a quienes Dios utilizó para escribir su Palabra (1 Corintios 2). Fue llamado a permanecer en “lo que has aprendido” y a transmitirlo a otros. Las verdades escuchadas de boca del apóstol fueron relatadas para nosotros en sus epístolas. Actualmente todo ministerio solo puede estar basado sobre las Escrituras mismas: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para instruir en justicia”. Ella ocupa un amplio lugar en toda la segunda epístola:

Retén la forma de las sanas palabras que de mí oíste, en la fe y amor que es en Cristo Jesús
(2 Timoteo 1:13).

“Lo que has oído de mí... esto encarga a hombres fieles” (cap. 2:2). “Recuérdales esto... usa bien la palabra de verdad” (cap. 2:14-15). “Que prediques la palabra... con toda paciencia y doctrina” (cap. 4:2).

Solamente así Timoteo podría cumplir plenamente su servicio (cap. 4:5). Fue un ejemplo de Caleb, quien siguió fielmente a Dios a través de todos los años en el desierto, y perseveró a la hora de conquistar el país, en oposición a Arquipo, a quien fue necesario recordarle: “Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (Colosenses 4:17).

Otro aspecto esencial de la enseñanza es no contender, evitar las cuestiones necias, las profanas y vanas palabrerías, rechazar las fábulas y las observancias legalistas: “Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad” (2 Timoteo 2:24-25).

Es necesario evitar las contiendas, pero se debe presentar la verdad; los siervos de otro tiempo velaron por ello, particularmente en sus escritos, dejando de lado la controversia, para concentrarse en la verdadera doctrina, presentar la verdad y edificar a las almas.

Recordemos al hermano J.G. Bellett, uno de los primeros del siglo 19 en congregarse en el nombre del Señor. En su época fue entristecido por diversas enseñanzas que atentaban contra la dignidad de la persona del Señor Jesús, sin embargo no se lanzó en debates infructuosos, sino que escribió las dos obras que a través de las generaciones han reanimado tantos corazones: «La gloria moral del Señor Jesús» y «El Hijo de Dios».

El servicio pastoral

Como lo vemos en Ezequiel 34, el rebaño del Señor no está compuesto solamente por ovejas sanas y fuertes que asimilan rápidamente las enseñanzas de la Palabra. Muchas están enfermas, heridas o extraviadas. Los pastores son llamados a imitar el ejemplo del Pastor:

Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada, vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil
(Ezequiel 34:16).

Un hermano tal vez no tenga el don de enseñanza, ni siquiera el de presentar la Palabra públicamente para edificación o consolación, pero tendrá el de pastor, tan necesario en la congregación de los santos. Así el rebaño del Señor no será gobernado “con dureza y con violencia”, mas los cuidados necesarios serán dados a todos los débiles. El temperamento natural de un hombre puede ser o el de un cazador o el de un pastor; el cazador halla su satisfacción a expensas de su víctima; el pastor se entrega a sí mismo por su rebaño. Pero alabado sea Dios, pues por su Espíritu, puede hacer de un cazador un pastor.

Timoteo fue llamado también a ese servicio de pastor: “redarguye, reprende, exhorta”. Tenía tratos con diversas clases de personas: a los ancianos debía exhortar como a padres, a los jóvenes como a hermanos, a las ancianas como a madres, a las jovencitas como a hermanas (1 Timoteo 5:1-2). Debía tener un cuidado especial respecto a las viudas en los diversos problemas que ocasionaba su situación. Frente a los ancianos convenía que usara a la vez de estima, de firmeza y evitara toda parcialidad. En cuanto a los que deseaban comprometerse en el servicio para el Señor, no había que actuar precipitadamente, y debía considerar la posición particular de los esclavos para que diesen un buen testimonio.

Se requerían diversas maneras de obrar: reprender, pero no con rudeza; exhortar, honrar; no admitir acusación sin la presencia de dos o tres testigos; no tener preferencias; saber convencer y ordenar.

“Para estas cosas, ¿quién es suficiente?... Como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo... No que seamos competentes por nosotros mismos... sino que nuestra competencia proviene de Dios” (2 Corintios 2:16-3:5).

Las dificultades en el servicio

El desánimo

Timoteo era tímido por naturaleza. Su salud aparentemente no era muy buena, por ello sufría “frecuentes enfermedades” (1 Timoteo 5:23). La oposición exterior se acentuaba, la persecución se hacía dolorosa. La decadencia interior se afirmaba, los desórdenes se manifestaban; y sobre todo, el tiempo de la partida del apóstol había llegado. Había motivos para desanimarse.

Ya en la primera epístola el apóstol le había dicho: “No descuides el don que hay en ti” (cap. 4:14). A esto corresponde la exhortación de 1 Pedro 4:10: “Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”. Cada uno es invitado a emplear a favor de los otros el don que ha recibido de la multiforme gracia de Dios, a no descuidarlo. ¡Cuánta bendición habría en las congregaciones si cada uno, hermano o hermana, tuviera en su corazón el deseo de responder al don que Dios le ha confiado!

En la segunda epístola vemos que Timoteo estaba más desanimado, pues el apóstol tuvo que exhortarlo: “Te aconsejo que avives el don de Dios que está en ti” (2 Timoteo 1:6). El fuego corría el riesgo de apagarse; la llama había disminuido, pero todavía podía ser reavivada, no por un sobresalto de energía, sino por la acción del Espíritu de Dios, este Espíritu “de poder, de amor y de dominio propio”. Para ello era necesario no avergonzarse del testimonio de nuestro Señor y tomar parte en los sufrimientos por el Evangelio.

El sufrimiento

Pablo no ocultaba a Timoteo, quien por demás los conocía bien, los sufrimientos que debe enfrentar un siervo del Señor.

Primeramente el oprobio (1 Timoteo 4:10). Timoteo fue exhortado a no avergonzarse del testimonio del Señor. El apóstol mismo decía:

No me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído
(2 Timoteo 1:12).

Sin embargo Pablo había sentido profundamente ese menosprecio, esas privaciones que padecen los siervos de Dios, como lo escribió a los corintios: “Somos abofeteados, y no tenemos morada fija. Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el deshecho de todos” (1 Corintios 4:11-13).

Así comprendemos mejor la exhortación, varias veces repetida a su amado hijo Timoteo, a tomar parte en los sufrimientos por el Evangelio (2 Timoteo 1:8; 2:3; 4:5). Pablo no oculta que en el servicio del Señor –y Timoteo lo sabía muy bien– hay que tener en cuenta la oposición, la incomprensión, las privaciones; pero esto no es una razón para desanimarse. Al contrario, el apóstol compara al siervo del Señor con un soldado, un deportista y un labrador (2 Timoteo 2:4-6):

–   el que va a la guerra no se enreda en los negocios de la vida

–   el que combate en el estadio es llamado a hacerlo según las reglas

–   el agricultor debe trabajar primeramente antes de disfrutar de los frutos.

Estos son un ejemplo de energía, de control de sí mismo, de trabajo paciente. Podemos correr y luchar sin obtener el premio (1 Corintios 9:24-27). Sin una disciplina personal podríamos ser reprobados (descalificados), mientras que hemos sido llamados a predicar a otros.

El apóstol subraya esta lucha, llamándola combate o “batalla de la fe”, en la cual Timoteo es llamado a participar (1 Timoteo 1:18; 6:12). El enemigo es poderoso, pero “mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). Pablo, habiendo llegado al fin de su carrera, pudo decir con agradecimiento:

He peleado la buena batalla
(2 Timoteo 4:7).

El apóstol había dado ejemplo de la perseverancia a través de los sufrimientos. ¡Cuántas persecuciones había soportado al principio de su ministerio itinerante (cap. 3:11)! Durante su vida en el ministerio, hasta el final, los sufrimientos continuaron, como da testimonio a los corintios, agregando en nuestra epístola: “Sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor” (cap. 2:9). El suplicio del martirio lo esperaba aún.

Pero los sufrimientos exteriores no eran los únicos. También se agregaba el abandono de sus compañeros, de sus hermanos, entre otros, de “todos los que están en Asia” (cap. 1:15), la maldad de un Alejandro (cap. 4:14), sin hablar de la soledad que pesaba sobre el espíritu del viejo prisionero.

Comprendemos la última exhortación a Timoteo: “Soporta las aflicciones” (cap. 4:5). No se trataba solo de un momento difícil, sino de una perseverancia continua a través de una larga prueba (ver Filipenses 2:22).

El Salmo 126 subraya las “lágrimas” que acompañan todas las siembras: “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (v. 5-6). El Señor mismo dio ejemplo de ello. ¡Cuántas lágrimas en su camino, cuánta oposición e incomprensión cuando iba llevando “la preciosa semilla”! Por eso no debe sorprendernos que los que siembran, deban hacerlo “con lágrimas”. Habrá oposición interior y exterior, decepciones, y a veces soledad. Pero tras las lágrimas viene la siega con cánticos de gozo. Cánticos de gozo que los siervos fieles compartirán con el Señor mismo, quien volverá “trayendo sus gavillas”. Esto es dicho solo de él, pues no podrá ser aplicado a ninguno de sus redimidos: las gavillas son del Señor.

La corona

Para gozar de la gloria, primeramente Cristo tuvo que sufrir. “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). Pablo ya había dicho a los romanos: “Si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:17). Se pasa por el sufrimiento en el servicio del Señor, pero también en las diversas circunstancias de la vida. El apóstol pudo decir: “Esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17). El resultado de los sufrimientos es la gloria.

La recompensa del siervo fiel es presentada, en esas dos epístolas, bajo la forma de una corona. “Por lo demás me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, Juez justo, en aquel día”. Existen varias coronas: la corona de justicia para el siervo consagrado en el combate de la fe; la corona de vida para el mártir “fiel hasta la muerte” (Apocalipsis 2:10); la corona de gloria para los ancianos que hayan tenido en su corazón apacentar la grey del Señor con agrado y humildad (1 Pedro 5:2-4).

Nuestra corona puede perderse si no combatimos según las reglas (2 Timoteo 2:5; 1 Corintios 9:27). “Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona”, dice el Señor a Filadelfia (Apocalipsis 3:11).

Recordemos que para permanecer firmes es indispensable la disciplina personal de 1 Corintios 9:27.