Estos primeros capítulos nos hacen pensar en la sesión de un tribunal. Uno tras otro, los distintos acusados comparecen ante el Juez supremo.
Luego de la condenación del no griego –o sea el pagano (cap. 1)– y de la del hombre moral y civilizado (comienzo del cap. 2), el judío está llamado a oír los cargos que se le formulan. Se presenta con la cabeza erguida. Su nombre de judío, la ley en que se apoya, el verdadero Dios a quien dicen conocer y servir (v. 17…), todo parece indicar que su superioridad se establecerá sobre los otros procesados y logrará absolverlo… Pero ¿qué le responde el supremo Magistrado? «Yo no te juzgaré por tus títulos (v. 17), ni por tus conocimientos (v. 18), ni por tus palabras (v. 21), sino por tus actos. “Tú, pues, que enseñas a otro… tú que predicas… tú que dices…” Lo que me interesa es lo que tú haces… y también lo que no haces (Mateo 23:3). Lejos de excusarte, tus privilegios agravan tu culpabilidad».
El pecado de los paganos es llamado impiedad o iniquidad (cap. 1:18): una marcha sin ley y sin freno según los caprichos de la voluntad propia (1 Juan 3:4). El pecado de los judíos se llama transgresión o infracción (v. 23), es decir, la desobediencia a los mandamientos divinos conocidos. Y hoy, ¡cuánto más responsables son los cristianos! ¡Ellos poseen toda la Palabra de Dios!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"