¿Quién tiene razón? ¿Dios –que condena– o el acusado que se defiende? “Antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso”, exclama el apóstol (v. 4). La Palabra de Dios no está anulada por el hecho de que ella no haya sido creída por los judíos, sus depositarios (v. 3; Hebreos 4:2). Con la más grande inconsecuencia, estos últimos se vanagloriaban de poseer la ley (cap. 2:17) pese a que ella atestiguaba en su contra. Es como si un criminal que, deseando proclamar su inocencia, entregara él mismo a la policía la prueba del delito, estableciendo así su culpabilidad. Por eso el Espíritu de Dios, como el procurador en un tribunal, hace leer delante del acusado judío toda una serie de versículos irrefutables sacados de sus propias Escrituras (v. 10-18). Pero el acusado podía sostener otro argumento: «Yo no niego mi injusticia, pero de hecho ella resalta la justicia de Dios; así que en el fondo aquélla le es útil». ¡Horrible mala fe! Si fuera así, Dios tendría que renunciar al enjuiciamiento del mundo (v. 6) y estarle agradecido porque la maldad de este resaltaría la fidelidad divina.
Pero entonces Dios dejaría de ser justo y se negaría a sí mismo (2 Timoteo 2:13). Antes del veredicto final, Dios aparta los últimos razonamientos tras los cuales su criatura siempre busca escudarse.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"