“Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación”, escribiría el apóstol Pablo a los Corintios (1 Corintios 15:14). No nos extrañemos, pues, al verlo insistir tanto en la resurrección del Señor Jesús. A los judíos ella les demostraba que él era el Mesías prometido, Aquel de quien habla el Salmo 16 y otras Escrituras (v. 34-35). A los paganos les confirmaba el poder de Dios y la inminencia de su juicio (cap. 17:31). A nosotros, los creyentes, la presencia de nuestro Redentor vivo en la gloria nos garantiza que su obra ha sido aceptada por Dios para nuestra justificación (Romanos 4:25), que nuestra porción es celestial (Colosenses 3:1-2) y que nuestra esperanza es segura y firme (Hebreos 6:18-20).
Por desgracia “el Evangelio” solo encontró contradicción y blasfemia por parte de los desdichados judíos (v. 45). Entonces, obedeciendo la orden del Señor, los apóstoles se volvieron solemnemente a las naciones, confirmando que la remisión de pecados es para “todo aquel que cree” (v. 38-39).
Aquellos judíos se juzgaban indignos de la vida eterna (v. 46). Y esto por incredulidad, mas no por humildad. El Señor los había designado bajo la figura del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15:25). Este en su egoísmo y su propia justicia se privaba voluntariamente de la alegría de la casa paterna.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"