Ni las cadenas, ni los dieciséis soldados, ni las intenciones criminales de Herodes impidieron que Pedro durmiera apaciblemente en la cárcel. Tampoco ningún obstáculo pudo impedir que el Señor liberara a su amado siervo (Salmo 121:4). Un ángel lo despertó y lo sacó con poder y prontitud (v. 7, 8, 10). ¡Cuán fácil es todo cuando Dios es quien obra! Él conocía la criminal espera del “pueblo de los judíos” (v. 11), pero también había escuchado las fervientes oraciones de la iglesia a favor de Pedro, y estas últimas prevalecieron. Es triste que cuando la respuesta llegó con el apóstol en persona, faltó la fe para reconocerlo. ¡Cuán a menudo oramos superficialmente, sin esperar realmente el objeto de nuestra petición! ¡Cuántas veces dudamos… mientras la respuesta ya está a la puerta!
Sordo a todas las advertencias divinas, Herodes prestó oído complacido a las adulaciones de los de Tiro y Sidón, quienes por razones políticas buscaban la amistad de aquel homicida. No dio la gloria a Dios, por lo cual repentinamente fue herido y murió de una manera terrible delante de todos. En cambio la Palabra del Señor, a quien Herodes había atacado en su locura, se extendió más que nunca (v. 24).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"