Ya habían pasado algunos días desde la ascensión del Señor. Su promesa, como la del Padre, iba a cumplirse (cap. 1:4). En forma de “lenguas repartidas, como de fuego”, el Espíritu Santo, persona divina, descendió a la tierra y se posó sobre cada uno de los discípulos. Seguidamente su poder se manifestó en ellos: tuvieron la capacidad para expresarse en idiomas que no conocían. Así Dios remedió en gracia la maldición de Babel y confirmó a todos que la bendición divina iba a extenderse por toda la tierra (Génesis 11:1-9).
La fiesta judía de pentecostés atraía cada año a Jerusalén una considerable muchedumbre de israelitas esparcidos por todas las naciones. Esa concurrencia ofreció la oportunidad para tener la primera gran reunión de evangelización. ¡Cuántos motivos de admiración para esa multitud! Cada uno pudo oír hablar en su propia lengua “las maravillas de Dios”. Y los que las presentaban eran unos “galileos” sin mucha instrucción (comp. 4:13; Juan 7:15). No es necesario pertenecer a una elite ni haber realizado ciertos estudios para ser siervo del Señor. Depender de él y someterse a la acción del Espíritu Santo son las principales condiciones requeridas. ¡Que cada uno de nosotros pueda cumplirlas!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"