Observando a los ricos y a los pobres, a los instruidos y a los ignorantes, a los aduladores y a los contradictores, Jesús, en su sabiduría maravillosa, discernía los motivos y los sentimientos de todos, y tomaba para con cada uno la actitud que convenía a su estado. Denunciaba la vanidad al mismo tiempo que la culpabilidad de los jefes del pueblo, y prevenía a los que pudiesen ser engañados por ellos. Se complacía en subrayar, en contraste, la devoción de una pobre viuda que era víctima de la codicia de los escribas. Echando en el tesoro sus últimos recursos, ella se abandonaba enteramente a Dios y mostraba que dependía solo de él (1 Timoteo 5:5; 2 Corintios 8:1-5). El Señor ve tanto lo que le ofrecemos como lo que guardamos. Él no cuenta de la misma manera que nosotros (v. 3), y esto anima a todos los que no pueden dar mucho (2 Corintios 8:12). ¡Cuántas “blancas” serán fortunas en el tesoro celestial! (comp. cap. 12:33 con cap. 18:22).
Algunos estaban deslumbrados por la belleza de las piedras y de los adornos del templo; pero allí Jesús también juzgaba diferentemente. Conocía el interior de este templo y lo comparó con una cueva de ladrones (cap. 19:46). Después declaró cuál sería la suerte de estas cosas que el hombre admiraba (v. 6).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"