Si hubieran estado presentes en el bautismo de Juan, estos fariseos no habrían tenido necesidad de preguntar al Señor con qué autoridad hacía “estas cosas” (cap. 7:30). En aquella ocasión, Dios había designado solemnemente a su Hijo amado y le había revestido de poder para su ministerio (cap. 3:22). Además, todo lo que Jesús hacía o decía, ¿no mostraba claramente que era el Padre quien lo había enviado? (Juan 12:49-50).
El Señor dio una vez más a estos hombres de mala fe la oportunidad de reconocerse en la parábola de los labradores malvados. Rehusando a Dios el fruto de la obediencia, Israel había despreciado, maltratado y a veces matado a sus mensajeros y profetas (2 Crónicas 36:15). Y, cuando el amor de Dios les dio a su propio Hijo, no vacilaron en echarlo “fuera de la viña” para matarlo. El Señor mostró las consecuencias terribles de este último crimen: Dios destruirá a este pueblo inicuo y confiará a otros, tomados de entre las naciones, la responsabilidad de llevar fruto para él. Finalmente, si por un lado, del templo terrestre no debía quedar piedra sobre piedra (cap. 19:44; 21:5-6), por el otro, Cristo, “la piedra reprobada” (Hechos 4:11), llegaría a ser en resurrección, el precioso fundamento de una casa espiritual y celestial: la Iglesia (1 Pedro 2:4).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"