En el camino a Jerusalén Jesús obró un milagro que excepcionalmente no era un milagro de amor, sino una señal de advertencia acerca del juicio que caería sobre el pueblo. Consideremos esta higuera. ¡Nada más que hojas, una hermosa apariencia de piedad pero sin ningún fruto! Ese era el estado de Israel… y el de muchos que se dicen ser cristianos.
Ese milagro dio a Jesús la oportunidad de recordar a sus discípulos el poder de la oración de fe. Luego el Señor entró nuevamente en el templo donde los principales sacerdotes y ancianos del pueblo vinieron a discutir su autoridad. Por su pregunta el Señor les hizo entender que no podían reconocer esta autoridad si no habían reconocido primero la autoridad de Juan el Bautista. Como el segundo hijo de la parábola (v. 28-30), los jefes del pueblo hacían ostensiblemente profesión de cumplir la voluntad de Dios. Pero en realidad esta era letra muerta para ellos (Tito 1:16). Otros, al contrario, en otro tiempo rebeldes, notorios pecadores, se habían arrepentido al escuchar la predicación de Juan y habían hecho la voluntad de Dios. Hijos de padres creyentes, corremos el riesgo de ser precedidos en el cielo por personas hacia las cuales tal vez ahora experimentamos menosprecio o condescendencia (véase 20:16). ¡Pensemos en nuestra responsabilidad!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"