Jesús visitaba la región de Tiro y de Sidón. Esas ciudades paganas, como Él mismo lo había declarado, eran menos culpables que las de Galilea, donde había efectuado la mayoría de sus milagros (cap. 11:21-22). Pero no tenían ninguna parte en las bendiciones del “Hijo de David”, pues eran ajenas a los pactos de la promesa (Efesios 2:12). Este también era nuestro caso, no lo olvidemos. El Señor empezó por hacer notar esto, con una expresión inusual en Él, a la pobre cananea que le suplicaba por su hija. Esa mujer reconoció su completa indignidad. Entonces la “gracia” pudo brillar con todo su esplendor. En efecto, si de parte del hombre hubiera el más mínimo derecho o mérito, no se trataría de gracia, sino de algo merecido (Romanos 4:4). Para medir mejor la grandeza de esta gracia hacia nosotros, no olvidemos nunca nuestra miseria e indignidad delante de Dios.
Luego el Señor se vuelve nuevamente hacia su pueblo. Según la expresión del Salmo 132:15, Él bendice abundantemente su provisión y sacia de pan a sus pobres. Lo que lo hace obrar en este segundo milagro, así como en el primero, es su maravillosa compasión hacia la multitud (v. 32; cap. 14:14).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"