Desde el principio de la humanidad, dos razas se perfilan. Caín, primer hombre nacido en la tierra, es el antepasado de todos los que se apoyan en su propia justicia. Satisfecho de él mismo y de sus obras, inconsciente del pecado y de sus consecuencias, se presenta ante Dios con el fruto de su propio trabajo, fruto de una tierra maldita. ¿Cómo podría Dios apreciarlo? Abel, el segundo hombre, es el fundador de la descendencia de la fe; encabeza la lista de honor del capítulo 11 de la epístola a los Hebreos (v. 4). El sacrificio que ofrece es “más excelente” que el de Caín porque lo ha presentado con la inteligencia del pensamiento de Dios.
Después del pecado del hombre contra Dios (capítulo 3), tenemos aquí su pecado contra su prójimo. Caín mata a su hermano. Y la Palabra, la cual discierne los pensamientos y las intenciones del corazón, revela el motivo de su acción: los celos.
¿Por qué le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas.
(1 Juan 3:12)
Cuando más tarde el Señor Jesús vino a la tierra, los judíos le mataron por el mismo motivo. Su perfección hacía resaltar las malas obras de ellos. Derramaron la sangre del verdadero Justo y el castigo de ellos es actualmente el de Caín: están dispersos y son perseguidos en la tierra.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"