Dios puso al hombre en el centro de su bella creación para que la administrara como un gerente. Le prohibió una sola cosa: comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Esta prueba de su obediencia corresponde a su posición de criatura responsable. El hombre no está sometido, como el animal, a impulsos irracionales. Fue creado libre y, por lo tanto, debe obedecer a su Creador. Asistimos al primer acto de la administración de Adán: dar nombres a los seres vivientes. Éstos están para servir al hombre, pero, cualquiera que sea su grado de inteligencia, ninguno corresponde a las facultades superiores de él, y tampoco a las necesidades íntimas de sus afectos. Ahora bien, la soledad no convenía al hombre; éste necesitaba a alguien con quien compartir sus pensamientos, que gozara con él de los dones divinos y diera gracias con él a Aquel que los había otorgado. El amor de Dios comprendió esta necesidad y respondió dando al hombre una esposa, ayuda inteligente y dotada de afectos como él.
Al mismo tiempo tenemos aquí el misterio de Cristo, quien entró en el sueño de la muerte, y luego recibe a la Iglesia –su Esposa– de manos de Dios para sustentarla y cuidarla (Efesios 5:29-32). “Grande es este misterio”, exclama el apóstol, porque “somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos”.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"