Dejemos un momento a Israel para ver lo que sucedía entre sus enemigos. Asustadísimos, la gente de Moab y su rey Balac vieron cómo Israel subía del desierto, cubriendo la tierra y acampando frente a ellos. Temen por sus cosechas y desprecian a este pueblo que podría lamer su tierra “como lame el buey la grama del campo”. Moab no debe temer, porque cuando el maná, el Pan de vida, es apreciado por el pueblo de Dios, lo que el mundo posee no lo atrae para nada. Para vencer a Israel, Balac tiene la idea de emplear medios sobrenaturales. Pide ayuda al adivino Balaam, de cuya reputación está enterado. Este personifica a un clérigo complaciente que se deja alquilar “por lucro” (Deuteronomio 23:4; Judas 11). Balaam se halla en un dilema, por un lado, desea merecer las riquezas y los honores prometidos por los embajadores de Balac y, por el otro, siente que no puede ir más allá de la voluntad del Dios soberano, a quien teme. Dios visita a Balaam de noche y le declara tajante y categóricamente:
No vayas… ni maldigas al pueblo, porque bendito es.
(v. 12)
Esperando poder inducir a Jehová para que se retracte de su declaración, el profeta infiel olvida que Dios no cambia (comp. cap. 23:19). Y cuando la segunda comitiva llega, se le permite ir adonde su corazón codicioso lo empuja.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"