La lengua, dice Santiago, es “un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal” (Santiago 3:8 y sig.). Una vez más comprobamos sus estragos. Ya no en forma de quejas y murmuraciones en medio del pueblo influenciado por “gente extranjera” (cap. 11), sino de críticas y maledicencias que contaminan a los miembros más honrados de la familia de los conductores del pueblo: Aarón el sumo sacerdote y María la profetisa. Sus palabras malévolas quizá se habían susurrado “al oído”, en el mayor secreto (Lucas 12:3). Pero “lo oyó Jehová” (v. 2 final; comp. con cap. 11:1). Nunca olvidemos que nuestras palabras más confidenciales tienen un oyente en el cielo. Moisés calla. Cuando se trata de un atentado contra los derechos de Jehová, su ira se enciende con justicia, mientras que para su propia defensa, su extremada mansedumbre se traduce en silencio. Por eso Dios toma la defensa de su siervo. Convoca a los tres involucrados al tabernáculo de reunión y allí llama a los dos culpables. La gravedad del castigo hace resaltar la del pecado cometido. María se vuelve leprosa. Por primera vez Moisés abre la boca e intercede por su desgraciada hermana, quien se restaurará.
¡Quiera el Señor guardarnos de “envidias, y toda suerte de maledicencias”! (1 Pedro 2:1, V. M.).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"