El pueblo va acercándose a la tierra prometida. Moisés envía a doce hombres con la misión de explorar el país y volver trayendo informes y frutos de allí. Son necesarios cuarenta días para realizar este reconocimiento. Los espías suben a Hebrón, lugar que ya conocemos; allí Abraham compró la cueva de Macpela para sepultar a Sara. Vuelven trayendo un racimo de uvas tan pesado que se necesitan dos hombres para cargarlo en un palo.
El cielo es la tierra prometida para nosotros. Como Israel, nosotros todavía estamos en el desierto, imagen de este mundo. No hemos visto la herencia en la cual Dios quiere introducirnos. Pero hay quien la conoce y puede hablarnos de ella: el Espíritu Santo, que nos ocupa con las cosas celestiales. Así como el racimo de uvas aportaba una prueba palpable de la riqueza del país, el Espíritu nos da las “arras”, esto es, el sabor anticipado de los goces del cielo. Nos hace conocer las cosas de Dios (1 Corintios 2:12). Toma de lo que es de Cristo y nos lo comunica (Juan 16:14). Aunque todavía estemos en el mundo que moralmente es un desierto para el alma, podemos ocuparnos con Aquel que no hemos visto, pero a quien amamos (1 Pedro 1:8).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"