El campamento de Israel debía guardarse de toda impureza, y esto por una razón primordial: en él habitaba Jehová (v. 3). El apóstol invoca el mismo motivo para invitar a cada hijo de Dios a mantenerse limpio de toda mancha: su cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19). Al hombre que padecía de lepra (el pecado) o de un flujo (la incapacidad de reprimir las manifestaciones de la carne) se le debía alejar del campamento hasta su curación.
A partir del versículo 11 se trata de la prueba de los celos. Esta nos sugiere el cuidadoso y frecuente examen de nuestros afectos. ¿Sigue siendo Cristo el objeto de ellos? Si amamos al mundo, la Palabra nos aplica el terrible calificativo de adúlteros. Aun si exteriormente todo parece estar en orden, hemos llegado a ser enemigos de Dios, hemos traicionado al Señor (Santiago 4:4; 1 Corintios 10:22). Sí, mantengámonos ante él, como lo hiciera la mujer bajo sospecha ante el sacerdote, y dejemos que la Palabra (el agua santa) penetre nuestra conciencia y descubra nuestros sentimientos más íntimos.
Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón –pide el salmista–; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno.
(Salmo 139:23-24)
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"