La fuente de bronce

Éxodo 30:17-21

Estaba colocada después del altar de bronce y antes del altar de oro. Antes de penetrar en el Santuario, los sacerdotes tenían que lavarse las manos (figura de nuestras obras) en dicha fuente, y asimismo los pies (los cuales se relacionan con nuestro caminar), para que no murieran (Éxodo 30:17-21). Cuán grave era, pues, para los sacerdotes acercarse al altar de oro sin haberse lavado previamente en la fuente de bronce; para ellos significaba la muerte. ¿Cuál es la enseñanza que podemos sacar de este pasaje? Para que fuésemos sacerdotes, primeramente fuimos lavados con agua; es el lavado inicial, que no tiene que ser renovado. “Purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua limpia”, podemos acercarnos,

Teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne… (Hebreos 10:19-22).

Mientras existía el primer tabernáculo, el camino del santuario no había sido aún descubierto. Mas Cristo vino, “sumo sacerdote de los bienes venideros”, y “por su propia sangre entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención”. “Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios”. De modo que si los sacrificios levíticos no podían “hacer perfectos” a los que se acercan, Cristo “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”. Por esto somos exhortados a acercarnos, ya que tenemos “libertad para entrar en el Lugar Santísimo” (Hebreos 9:8-12 y 24; 10: 1-14, 19-22).

Pero, en el transcurso de nuestra peregrinación ocurre que pecamos, y ¡nada que esté manchado puede tener acceso al santuario, donde todo es de oro o se halla recubierto por este metal! Es preciso que cualquier inmundicia desaparezca: esto es lo que representa el lavado de las manos y de los pies en la fuente de bronce.

A menudo nuestro culto se caracteriza por su gran debilidad. ¡Cuántas veces no llegamos al altar de oro! Nos detenemos junto al altar de bronce, limitándonos así a agradecer a Dios el habernos dado a su Hijo para librarnos del poder de Satanás y resolver la cuestión de nuestros pecados, porque tenemos poco conocimiento de lo que significa lavarse en la fuente de bronce. ¡No olvidemos que ella estaba colocada entre el altar de bronce y el de oro! Perdemos de vista el verdadero carácter del culto al no ir más allá del altar de bronce. Cuando esto ocurre, tendemos a medirlo todo conforme a nuestro criterio: nos fijamos en nuestro pobre estado, en la obra de la Cruz para librarnos del juicio, en nuestros privilegios, y pensamos en nuestras bendiciones; damos gracias a Dios porque Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación, transformando pobres pecadores en verdaderos adoradores suyos… ¡Y nos creemos que el verdadero culto constituye en eso!

El lector advertirá sin dificultad que no hablamos aquí de lo que suele llamarse un “culto” en el seno de la cristiandad, donde se califica con esta palabra a toda clase de reunión, de cualquier tipo, durante la cual se oirá tal vez un sermón o incluso una lección de ética. El culto por excelencia es la reunión de adoración, que llega a su apogeo con el partimiento del pan.

Muchas veces, nuestras ideas acerca del “culto” no van más allá de nuestras acciones de gracias tributadas a Dios por haber entregado y castigado a su Hijo en lugar nuestro en el Calvario, dándonos, por consiguiente, una herencia con él desde ahora y por la eternidad. ¡No negaremos que conviene hacerlo! Es cierto que para exaltar la gracia de Dios, magnificar su amor y alabar a Aquel que realizó tan maravillosa obra, es necesario recordar el estado de perdición en el cual estábamos sumidos y proclamar lo que Cristo hizo de nosotros y a favor nuestro. No olvidemos que sobre el altar de bronce ardía el holocausto, sacrificio de olor suave y figura de Cristo ofreciéndose en su perfección. Sin embargo, es preciso ir más lejos... hay que llegar hasta el altar de oro para rendir a Dios el verdadero culto que él espera de nosotros. Pero, ¡no se puede llegar al altar de oro sin pasar previamente por la fuente de metal!

Aun sabiendo lo que representa dicha fuente, ¿entendemos bien, acaso, cómo hemos de efectuar el lavado de nuestras manos y de nuestros pies? A este respecto, a veces hemos oído lo siguiente: «Yo no quisiera presentarme al culto sin haberme examinado y juzgado antes (cosa simbolizada por la fuente de bronce); el sábado por la noche o el domingo temprano siempre lo hago». Por cierto, esta reflexión es acertada, pero en el fondo es entender a medias el lavado en la fuente de bronce. Llegados al final de la semana, ¿podríamos recordar todo cuanto hemos de confesar y arrojar de nosotros para que pudiésemos llegar al altar de oro? Nuestros actos de desobediencia a Dios, nuestros malos pensamientos, ¿los tendremos todos presentes el sábado al anochecer o el domingo por la mañana? Por desgracia, olvidamos rápidamente, sobre todo cuando se trata de nuestras faltas. ¡Cuántas cosas no juzgadas hay entonces que son un obstáculo para el culto! No es siquiera cada noche que conviene acudir a la fuente de bronce; es de modo continuo, sin tardar, siempre que hayamos albergado un pensamiento o cometido un acto que no pueda ser aprobado por el Señor y que, por consiguiente, nos priven del gozo de Su comunión. Morir, en Éxodo 30:20-21, significa hoy para nosotros perder el gozo de nuestra comunión con el Señor, manantial de nuestra vida espiritual. Si supiéramos mejor lo que representa la fuente de bronce y laváramos nuestras manos y nuestros pies cada vez que hayamos contraído la menor mancha, gozaríamos profundamente de una verdadera comunión con el Señor y estaríamos capacitados para ir hasta el altar de oro, y ofrecer a Dios el culto que merece. ¡Cuánta alegría para nuestros corazones! ¡Cuánta gloria para él!

No hay otra manera de «preparar» el culto, día a día, que hemos de tributar de modo especial el primer día de la semana, cuando con este fin estamos reunidos en asamblea. (No olvidemos, en efecto, que si se nos exhorta a ofrecer siempre sacrificio de alabanza a Dios –véase Hebreos 13:15–, el verdadero culto presentado en el altar de oro es el acto colectivo de la asamblea. Mas en dicha “preparación” no solo interviene la fuente de bronce, ¡también hay que llenar la “canasta”! Ambas cosas están íntimamente relacionadas; si hemos experimentado lo que es la fuente de bronce, llenaremos nuestras canastas; en caso contrario, nos presentaremos en la reunión, el domingo, con canastas más o menos vacías, y no pasaremos del altar de bronce.