Es allí donde Dios espera recibir el culto de aquellos que justificó por la obra de Su Hijo unigénito. Dicho altar era de madera de acacia recubierta de oro (figura de Cristo, Dios y hombre a la vez). Tanto en el altar como en el santuario, el sacerdote no veía más que el oro (esto es, la excelencia, las glorias y la justicia del santo Hijo de Dios), y Dios, asimismo, no consideraba más que el oro.
Este es el carácter del verdadero culto: La persona de Cristo, único objeto del corazón de Dios y del afecto de sus redimidos. Mientras se limpiaban o se encendían las lámparas (Éxodo 30:7-8), era preciso quemar incienso aromático sobre aquel altar. Se trata de las mismas lamparillas de que nos habla el capítulo 25:37 de este libro del Éxodo. Las lámparas simbolizan la manifestación de la esencia de Dios, y solo el poder del Espíritu nos permite entenderlo; para nosotros la vida divina ha sido plenamente manifestada en Cristo, hombre perfecto sobre la tierra –al haberse visto a Dios en él. Del mismo modo debe serlo ahora en el creyente y en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. (Las siete asambleas de Asia –Apocalipsis 2 y 3– que simbolizan la historia de la Iglesia responsable sobre la tierra durante la ausencia del Señor, se comparan a “siete candeleros de oro”, Apocalipsis 1:12-13, 20). Cristo, el candelero (Éxodo 25:31-36), es la luz del mundo, y nosotros somos luz en el Señor. Para que el incienso se queme sobre el altar, es preciso que las lámparas ardan, y para ello es necesario aderezarlas. Dichos candeleros, alimentados por el aceite (figura del Espíritu Santo), a veces brillan muy poco, porque tienen ceniza. Para que la luz resplandezca, las cenizas deben caerse por sí mismas, es simbólicamente el resultado del enjuiciamiento personal (o juicio de sí mismo) al cual somos inducidos por el Espíritu Santo. Siempre que sea necesario, el Espíritu redarguye nuestra conciencia para que juzguemos todo cuanto es de la carne en nosotros; si le dejamos cumplir este servicio, las cenizas caerán por sí mismas. Sin embargo, nada debía manchar el santuario: las cenizas eran recogidas en vasos recubiertos de oro puro. Pero, ¿no ocurre, por desgracia, que oponemos nuestra propia voluntad a la obra del Espíritu, cuando este divino Huésped quiere cumplir el servicio que acabamos de mencionar? Entonces necesitamos las “despabiladeras” (Éxodo 25:38). Dios se vale de ellas para quitar las cenizas; nos disciplina para nuestro bien, “para que participemos de su santidad” (Hebreos 12:10). Así podemos reflejar la luz de Cristo en este mundo. Una vez que las lámparas han sido encendidas y aderezadas –¡y cuánto necesitamos a este respecto el servicio de nuestro sumo sacerdote, figura del cual es Aarón!– podemos quemar el incienso aromático sobre el altar de oro.
Dicho incienso era consumido sobre el altar por el fuego de Dios que debía hacerlo arder. Tomando del altar de bronce, este fuego había sido encendido desde el cielo, “de delante de Jehová” (Levítico 9:24). Quemar el incienso mezclándolo con otro fuego es ofrecer un fuego extraño, y Dios no puede tolerarlo. Levítico 10 nos da muchas enseñanzas a este respecto.