El fuego extraño

Levítico 10:1

Los siete primeros capítulos del Levítico tratan de los sacrificios que debían ofrecerse según la ley, figuras del sacrificio perfecto del Cordero de Dios, los cuales hacían resaltar los diferentes aspectos del único sacrificio de Cristo. Luego, en los capítulos 8 y 9, tenemos la institución del sacerdocio; en el versículo 23 del capítulo 9, la gloria de Dios apareció a todo el pueblo, conforme al dicho de Moisés (v. 6 y 23). El fuego del cielo consumió el holocausto sobre el altar; el pueblo prorrumpió en alabanzas y se postró... ¡Que escena más solemne!

Pero a continuación presenciamos una escena de juicio. ¿Qué clase de falta habían podido cometer los sacerdotes?

Ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó
(Levítico 10:1).

No se trataba de falsos sacerdotes; eran, al contrario, hijos de Aarón y cumplían las funciones a las cuales habían sido llamados, ¡pero se apartaban de lo que Dios les había mandado! ¡Cuán atentos deberíamos estar, por consiguiente, para entender mejor lo que Dios espera de nosotros en el transcurso del culto!

El verdadero culto ha de celebrarse con incienso limpio y fuego puro. El “fuego de delante de Jehová” consumió el sacrificio en el altar de bronce, de donde el sacerdote debía tomar las brasas de fuego para quemar el perfume aromático sobre el altar de oro (Levítico 9:24; 16:12). En figura, el “viejo hombre” ha sido crucificado juntamente con Cristo, “fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte” (Romanos 6:5).

En el culto cristiano no cabe cuanto proviene del hombre natural; todas las acciones e incluso pensamientos del hombre en la carne son “fuego extraño”. Al tomar el fuego del altar de bronce, ya no se trata del hombre en la carne, puesto que allí precisamente es donde fue “crucificado juntamente con Cristo”. Así, pues, solo por el poder del Espíritu Santo el creyente puede adorar; lo que hay de Dios en él (el nuevo hombre) puede presentar a Dios, por el Espíritu de Dios, la excelsa persona del Santo Hijo de Dios. ¡Es la esencia del verdadero culto!

Una acción que no es emprendida en dependencia del Espíritu Santo es un “fuego extraño”, porque lo que no proviene del Espíritu viene de la carne. Indicar un himno sin ser inducido a ello por el Espíritu Santo, y por lo tanto a despropósito, leer una porción de la Biblia, por preciosa que sea, cuando aquella porción está manifiestamente fuera de la corriente de pensamientos en la cual el Espíritu dirige la asamblea, ¿no es “fuego extraño”? Desde luego, tenemos plena libertad para entrar en el santuario, pero ¡con cuánto temor reverente hemos de hacerlo y de permanecer allí! Y ¡cuánto ejercicio necesitamos, aun en las cosas pequeñas, para quedar bajo la guía del Espíritu Santo, para evitar quemar el incienso con “fuego extraño”! Cualquier acción que en el culto esté fuera de su lugar contrista al Espíritu, y hasta puede apagarlo del todo; será como un «peso» que discernirán sin dificultad los hermanos espirituales. ¡Cuán triste es para nosotros cuando la asamblea que adoraba “sobre el monte”, en la cercanía de Dios, presentándole lo que le es debido, se encuentra impedida de proseguir el ejercicio de tan elevado servicio!

Es verdad que ya no estamos bajo la dispensación mosaica, y que Dios ya no envía el fuego del cielo para consumir a los sacerdotes que ofrecen incienso y fuego extraño. Sin embargo, aquí tenemos una enseñanza que nos muestra la autoridad que para nosotros han de tener los mandamientos del Señor y la injuria o agravio que hacemos a Dios al presentarle un culto que es el mero producto de la actividad del hombre natural, de la “vieja naturaleza”, y que en el fondo no constituye el culto según las Escrituras. Por otra parte, no olvidemos que Dios siempre puede intervenir en el gobierno de Su pueblo, incluso en la actual dispensación. 1 Corintios 11:30 nos da un claro ejemplo de ello.

Ante aquel juicio de Dios, manifestado en Levítico 10, “Aarón calló”. ¡Qué prueba para él como padre de familia y cabeza del sacerdocio! Delante de sus ojos, dos de sus hijos, Nadab y Abiú, fueron consumidos por el fuego del cielo, mientras que otros dos, Eleazar e Itamar, estaban a su lado, presos del mismo dolor. Sin embargo, ¡Aarón no abrió la boca! ¡No hubo la menor queja, ni murmuro alguno! Fue una completa sumisión a la voluntad de Dios: “Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste” (Salmo 39:9). Luego sacaron los cuerpos de sus dos hijos muertos, “con sus túnicas”. Los cuerpos quemados y las túnicas intactas eran una prueba manifiesta de que Nadab y Abiú habían sido alcanzados por el juicio de Dios, y no por un mero accidente. Solo quedaba una apariencia exterior, sin realidad alguna. Desgraciadamente, ¿no es lo que caracteriza hoy día tantos llamados «cultos» celebrados en el seno de la cristiandad? Es un peligro al cual hemos de estar muy atentos. Todos estamos expuestos a no observar más que una forma o apariencia externa, sin que haya realidad alguna en nuestro culto.

¡El Señor nos guarde de ello, prescindiendo de cuanto proviene de la carne –por muy religiosa que sea– para que no haya otra actividad que la de su Santo Espíritu!