La canasta del adorador

Deuteronomio 26

Para llenar su canasta (Deuteronomio 26) es necesario:

1. Haber “entrado en la tierra”: En Cristo podemos decir que hemos penetrado ya en el cielo; bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”, porque “Dios... nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 1:3; 2:4-6).

2. Luego es preciso “poseer” la tierra: esto es, gozar del cielo, por la fe, como de algo que realmente nos pertenece; es nuestra herencia y hemos recibido las arras de ella, a saber, el Espíritu Santo que nos presenta a Cristo allí donde está ahora (Efesios 1:14).

3. Morar en la tierra prometida: no solo es estar en el cielo por algunos breves momentos, sino habitarlo continuamente; buscando las cosas de arriba, donde Cristo está a la diestra de Dios; meditar y complacerse en las cosas de arriba, no en las de la tierra (Colosenses 3:1-2).

4. Una vez cumplidas estas condiciones, podremos tomar “de las primicias de todos los frutos” de la tierra; esto es, todo cuanto habremos visto, conocido y recibido de él, al ocuparnos y alimentarnos de su Persona. Después de la cosecha, el israelita debía colocar estos frutos en una cesta e ir al lugar que Dios había escogido para hacer morar allí Su Nombre (Deuteronomio 12). Hoy, habiendo preparado, no un discurso sino nuestros corazones, a fin de que sean aptos para la alabanza, nos dirigiremos allí “donde están dos o tres congregados en Su Nombre” (Mateo 18:20), presentando nuestras canastas rebosantes de frutos cosechados. En aquel entonces era el sacerdote quien tomaba el canasto y lo colocaba ante el altar de Dios; ahora tenemos “un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (Hebreos 10:21); por medio de él podemos ofrecer a Dios sacrificio de alabanzas, “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Como antiguamente Aarón llevaba “las faltas cometidas en todas las cosas santas, que los hijos de Israel hubieren consagrado” (Éxodo 28:38), Cristo, “gran sacerdote sobre la casa de Dios”, purifica nuestras alabanzas, tan imperfectas, para que Dios pueda aceptarlas. ¿No es también Aquel que prorrumpe las alabanzas en medio de la congregación (Salmo 22:22), de tal modo que nos une a él en la adoración que sube hacia el Padre?

¡Cuán poco entendemos esta “preparación” del culto! Y en gran parte es porque desconocemos qué significa en la práctica el lavado en la fuente de bronce. ¿Por qué extrañarnos entonces al ver nuestros canastos tan vacíos? ¿Por qué asombrarnos de nuestra debilidad al estar reunidos para la adoración?

Señalemos todavía un punto de gran importancia relacionado con dicha preparación del culto. Si un hermano ha pecado contra otro y la cosa no ha sido arreglada, toda la Asamblea se verá imposibilitada para rendir el culto que conviene; al ser contristado de semejante forma, el Espíritu Santo no podrá obrar libremente. Entonces, ¿qué conviene hacer en este caso? Sencillamente lo que nos enseña la Palabra de Dios: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano” (Mateo 18:15). Del mismo modo, si un hermano sabe que otro tiene algo contra él, debe también resolver la dificultad antes de ofrecer su presente (Mateo 5:23-24).

Sobra decir que estas enseñanzas nos son dadas para casos susceptibles de perturbar la comunión en la mesa del Señor. Seguramente sería peligroso querer obtener, a toda costa, una misma opinión acerca de todos los puntos, haciendo de ello una condición de comunión en la mesa del Señor. Ciertamente sería estupendo si todos los hermanos y hermanas tuviesen un mismo pensamiento, una perfecta unanimidad en cuanto a las cosas del Señor; y esto ocurriría si dependiéramos siempre del Espíritu, si siempre nos dejásemos guiar y enseñar por él y solo por él, en otras palabras, si escuchásemos “lo que el Espíritu dice a las iglesias”. ¡Cuán lejos estamos de hacerlo en la práctica! No olvidemos que debido a la flaqueza que nos caracteriza, nuestro hermano puede apreciar las cosas de un modo distinto al nuestro en muchos pormenores de los cuales no podemos hacer una condición de comunión en la mesa del Señor.

Sin duda alguna, cuanto más comunión exista con Dios y entre Sus adoradores, tanto más elevado será el nivel del culto, porque el Espíritu Santo podrá obrar con mayor poder cuando haya mayor comunión. Es de desear que esta sea cada vez más amplia, pero solo puede practicarse en la medida en que los creyentes –tomando “el alimento sólido” de los “perfectos” u hombres maduros– tengan el discernimiento espiritual que se deriva de ello. Sería vano querer lograr un resultado sin ocuparse del móvil de las cosas: “Vamos adelante a la perfección”, o mejor dicho, hacia el estado de hombres espiritualmente maduros (Hebreos 5:12-14; 6:1). Entonces tendremos “los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal; rechazaremos resueltamente el mal y haciendo el bien, gozaremos de una profunda y real comunión con Dios. Morando en la tierra prometida, sin descuidar el continuo lavado en la fuente de bronce, podremos rendir culto según el deseo de Dios, quemando el fragante incienso sobre el altar de oro.