En una familia normal, lo que constituye el vínculo entre sus miembros es el amor. Los hijos lo reciben y lo aprenden de sus padres, luego se lo devuelven y lo experimentan entre ellos. ¡Ésta es una débil imagen del amor que el Padre nos demostró al hacer de nosotros sus hijos! No somos llamados a comprender ese amor, sino a verlo (v. 1) y, comprobándolo, corresponder a él.
Algunos creyentes podrían deducir del versículo 9 que no tienen la vida de Dios, ya que les ocurre pecar (cap. 5:18). Comprendamos bien que el verdadero yo del creyente es el nuevo hombre y que este no puede pecar.
La división de la humanidad entre “hijos de Dios” e “hijos del diablo” está establecida de la manera más absoluta en los versículos 7 a 12 (comp. Juan 8:44). Hoy día, en muchos ambientes religiosos se desconoce esa diferencia. Se está de acuerdo en que hay cristianos más o menos practicantes, pero a aquellos que se declaran salvos, mientras que otros estarían perdidos, se los tilda de orgullosos y de estrechez de miras. Pues bien, la incomprensión del mundo, que puede ir hasta el odio, nos da la oportunidad de parecernos un poco a Jesús aquí abajo (v. 1, al final; Juan 16:1-3). Pronto en la gloria también “seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (v. 2).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"