En torno al tabernáculo propiamente dicho se extendía el atrio, una especie de gran patio cerrado donde todos los israelitas estaban autorizados a entrar con sus sacrificios (Salmo 96:8). Estaba cercado con cortinas de lino torcido sostenidas por columnas, las que descansaban sobre basas de bronce. Esas cortinas de lino torcido inmaculado (conformes a la inmaculada humanidad de Cristo) nos hablan del testimonio práctico de pureza que los rescatados están llamados a dar frente a un mundo ignorante y hostil. Este testimonio está acompañado por sufrimientos a causa de la justicia; por eso todo descansa sobre basas de bronce, de igual naturaleza que el altar del sacrificio donde, en figura, Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo… (1 Pedro 2:21). Al brillar bajo el sol del desierto, el recinto del atrio debía ser visto desde muy lejos, proclamando que Dios estaba ahí. Que el Señor nos conceda darle colectivamente un testimonio sin mancha ante el mundo.
El final del capítulo nos recuerda cuál es la fuente y el poder interior de tal testimonio: el Espíritu Santo. Para que las siete lámparas del candelero alumbraran continuamente debía ser traído el aceite puro de olivas machacadas, imagen de un incesante ejercicio por parte de los creyentes para dejar al Espíritu de Dios el lugar que le corresponde.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"