El apóstol Pablo estaba angustiado y perplejo. ¿Había sido vano su paciente trabajo? (v. 11). Se vio obligado a enseñar nuevamente a los gálatas los primeros rudimentos del Evangelio. Aprovechemos esta ocasión para volver a aprenderlos con ellos. Pablo se lamenta por no poder enseñar de viva voz a sus hijos espirituales (v. 20), pero comprendemos la razón de ello: Dios quería darnos esta epístola. Sin embargo, usted dirá que actualmente nosotros no corremos el riesgo de volver a colocarnos bajo la ley mosaica. ¡Decir esto es conocernos mal! Cada vez que nos complacemos en nuestra conducta, con la impresión de que Dios nos debe algo a cambio, no es ni más ni menos que legalismo. Cada vez que tomamos una resolución sin contar con el Señor, cada vez que nos comparamos con otros para nuestro provecho, manifestamos ese espíritu de propia justicia, enemigo declarado de la gracia (v. 29). Para ilustrar esta enemistad, Pablo evoca a los dos hijos de Abraham: Isaac, hijo de la promesa, es el único que puede heredar. Ismael, hijo según la carne, nacido de Agar la esclava, no tiene ningún derecho a las riquezas y bendiciones paternas. ¿Pertenecemos todos a la Jerusalén de arriba? Junto con Abraham, Isaac y Jacob, ¿somos “coherederos de la misma promesa”: la Ciudad celestial? (v. 26; Hebreos 11:9-10, 16).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"