Dios había dado otra cosa además de la ley: promesas incondicionales. Éstas emanaban de su amor y de su gozo en bendecir tanto a las naciones como a los judíos. Menospreciar semejante don es despreciar su amor. Pretender, por ejemplo, pagar el regalo que uno recibe, es ofender al donante. ¡Cuánto se aflige el corazón de Dios al ver, en particular, a tantos cristianos que olvidan la libertad del Espíritu para sustituirla por pobres y fastidiosas prácticas! ¿Qué prueba esto? Que esos hijos de Dios conocen muy poco a su Padre celestial. Es comprensible que un inconverso se contente con “débiles y pobres rudimentos” porque no conoce nada mejor. “Mas ahora” –dice el versículo 9– “conociendo a Dios” y siendo conocidos por él (1 Corintios 8:3), no nos dejemos sujetar por esas ataduras, ni toleremos nada que sea indigno de él. Confiemos plenamente en su amor.
En el versículo 12 el apóstol interrumpe su exposición para hablar al corazón de sus queridos gálatas. Les recuerda la benevolencia y abnegación de ellos hacia él. Desgraciadamente, los afectos que la ausencia entibia son débiles afectos. Las convicciones que menguan tan pronto como se va el siervo de Dios que fue utilizado para generarlos, son débiles convicciones. ¿Qué es de nuestro amor cristiano? ¿Qué es de nuestra fe?
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"