Cuando se trata del hombre y su responsabilidad, siempre comprobamos la total bancarrota. Tal vez la historia de Salomón lo demuestre mejor que cualquier otra. Él fue el más sabio, el más rico y el más poderoso de los que vivieron bajo el sol. Construyó para Dios un grandioso templo, obra sin igual. Pero, cuanto más alto esté colocado alguien, tanto más clamorosa es su caída. Y si un hombre piadoso se permite dar un traspié, su falta se torna muy grave para los que lo rodean. ¡Qué triste ejemplo dio este claudicante rey a Israel! Cuando nuestro andar no es conforme a nuestra posición, somos tropiezo para los demás (léase Mateo 18:6-9).
Dios suscita adversarios a Salomón en su vejez. Primero, fuera del reino: Hadad y Rezón. Después, dentro del mismo: Jeroboam. Pero no vemos al rey volver en sí, ni convertirse a Dios de todo su corazón, según sus propias palabras en el capítulo 8:47-48. No se vuelve hacia Jehová para decirle: “Escucha y perdona”. Y, sin embargo, ¿no era este el camino que, en su oración, él había trazado a los que tendrían que vérselas con los enemigos a causa de sus pecados?
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"