Mientras en cada una de sus casas los israelitas comen la pascua bajo la protección de la sangre del cordero, afuera, de noche, reinan el terror y la desolación. El destructor pasa hiriendo a los primogénitos, de forma que un gran grito de desesperación llena todo Egipto. Es la décima y última plaga, imagen de un juicio infinitamente más solemne, aquel al que la Palabra llama la segunda muerte, reservada para aquellos que no se hayan puesto al amparo que ofrece la sangre del Cordero de Dios.
No hay diferencia entre el cautivo que está en la prisión y el mismo Faraón (v. 29). Tampoco la habrá cuando, ante el gran trono blanco mencionado en el capítulo 20 del Apocalipsis, comparezcan todos los muertos, “grandes y pequeños”.
Para los hijos de Israel ha llegado el momento de la partida. Han comido la pascua de prisa, teniendo los lomos ceñidos, las sandalias en sus pies y el bastón de peregrino en la mano (v. 11), mostrando así que forman parte de un pueblo separado, extranjero, preparado para partir. ¿No lo somos nosotros también? A través de nuestro celo, de nuestro desapego por las cosas de esta tierra, de nuestra sobriedad, en suma, de toda nuestra conducta, debería verse que, habiendo sido redimidos por la sangre del Cordero, estamos dispuestos a salir de un instante a otro hacia nuestra patria eterna.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"