La levadura, figura del mal, debía ser quitada con gran cuidado (comparar con 1 Corintios 5:7-8). No podemos aceptar la obra de Cristo y gozar plenamente de ella mientras no hayamos confesado y abandonado todo pecado del cual tengamos conciencia.
Al israelita le quedaba por hacer lo que Jehová ordena a Moisés en los versículos 7 y 22: debía mojar un manojo de hisopo en la sangre del cordero y teñir el dintel y los dos postes de la puerta de la casa. Para hacer eso, el jefe de la casa debía creer dos cosas: primeramente, que Jehová iba a herir; después, que la sangre tendría el poder de protegerlo juntamente con los suyos.
Quizá podamos preguntarnos, como los hijos de los israelitas: ¿Qué significa para nosotros este rito? (v. 26). ¿No es la figura de la preciosa sangre de Cristo amparándonos del juicio?
Veré la sangre,
(v. 13)
había afirmado Jehová, pero el israelita, de dentro, no la veía. Nuestra salvación no depende de cómo apreciamos la obra de Cristo, ni la intensidad de nuestros sentimientos al respecto. No, depende de cómo la estima Dios, y para Él esa sangre es plenamente eficaz para quitar el pecado. Por eso, descansemos con confianza en la obra perfecta realizada por Jesús y aceptada por Dios (1 Juan 1:7 final).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"