La situación no podría ser más crítica. Los filisteos, numerosos como la arena, suben (v. 5); ocupan las plazas fuertes y destacan patrullas que devastan al país (v. 17). Frente a ellos, en Israel, sálvese quien pueda. Solo unos cuantos centenares de hombres todavía siguen a Saúl temblando; pero ni siquiera tienen armas para defenderse, ¡ya que el pueblo depende del enemigo para forjarlas! Por su parte, el rey se inquieta. Samuel, quien lo había citado en Gilgal (cap. 10:8), tarda en llegar, pese a que ya es el séptimo día de espera, o sea, el día fijado. Durante ese tiempo, el pueblo desalentado abandona a Saúl y se dispersa; el número de los combatientes disminuye. El rey pierde la paciencia. Con todo, ¡no importa que Samuel no haya llegado; él mismo ofrecerá el holocausto! Apenas acabado el acto profano, el profeta se acerca. “¿Qué has hecho?”, exclama consternado. En vano Saúl procura justificarse. “Locamente has hecho”, responde Samuel, y le da a conocer la decisión de Jehová: Saúl no fundará una dinastía; su hijo no subirá al trono después de él. Conocemos bien la impaciencia; es el movimiento de la carne que no soporta esperar. Al contrario, la fe es paciente; espera hasta el final el momento elegido por Dios (Santiago 1:4).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"