Encontramos aquí una triste familia, muy diferente a la de Manoa. El hijo roba, la madre maldice, luego, con la misma boca (véase Santiago 3:10), bendice a su hijo en lugar de hacerle sentir la gravedad de su falta. Finalmente hace fabricar para él imágenes de talla. Se deja, pues, completamente a un lado la ley que prohibía esas prácticas, aunque el nombre de Jehová esté mezclado con las palabras de esa mujer.
Este pueblo de labios me honra –dirá el Señor–; mas su corazón está lejos de mí
(Mateo 15:8; Isaías 29:13; 46:6).
Es una advertencia para cada uno de nosotros. Pronunciar el nombre del Señor exige que nos retiremos del mal (2 Timoteo 2:19). Llamar a Jesús nuestro Señor significa reconocer su autoridad. Aquí, al contrario, cada uno hace lo que bien le parece.
Es el caso de Micaía, de su madre y también de ese joven levita de Belén, a quien Micaía establece como sacerdote, consagrándolo sin tener el derecho de hacerlo. ¡Ay de la memoria de Moisés: ese joven era su nieto! (cap. 18:30). ¿Qué habría pensado el que había dado a conocer la ley, destruido el becerro de oro y enseñado el solemne cántico (Deuteronomio 32), al ver a su propio nieto llegar a ser sacerdote de una imagen de talla?
Los descendientes de un hombre de Dios no están exentos de un naufragio espiritual.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"