Estudio sobre el libro del profeta Hageo

Hageo

Introducción

El cuadro histórico

Las circunstancias que hicieron necesaria la profecía de Hageo nos trasladan a los últimos acontecimientos del Antiguo Testamento. Cuando la ruina moral de Israel colmó la paciencia divina, Dios declaró a este pueblo: “Lo-ammi”, que quiere decir, vosotros no sois mi pueblo (Oseas 1:9). En el año 721 a. C. las diez tribus fueron llevadas cautivas, y más tarde, a partir de 606 a. C., también lo fueron Judá y Benjamín. El enemigo derribó y destruyó Jerusalén y el templo, ya privado de la gloria de Dios. Desde entonces, a los ojos de los hombres, no hubo más casa de Dios sobre la tierra.

Cuando se cumplieron los setenta años de cautividad anunciados por los profetas (Jeremías 25:11-12; Daniel 9:2), Ciro fue suscitado para restaurar el pueblo. Al llamado del rey en el año 536 a. C., un remanente de Judá y Benjamín, en total 49.697 hombres, subieron a Jerusalén bajo el mando de Zorobabel y Josué (llamado Jesúa en Esdras y Nehemías) para reconstruir la casa de Dios (Esdras 1:2-3).

En el séptimo mes reedificaron el altar sobre su base, es decir, sobre su emplazamiento primitivo (Esdras 3:2-3) y ofrecieron sus sacrificios, restableciendo así el gran testimonio público de sus relaciones con Dios.

“En el año segundo de su venida a la casa de Dios en Jerusalén” pusieron los fundamentos del templo con expresiones de gozo mezcladas con tristeza (Esdras 3:8, 10-13). Los enemigos de Judá se ofrecieron para participar en la obra del pueblo de Dios. Los jefes no aceptaron, pero el resto del pueblo se atemorizó y la obra fue abandonada (Esdras 4:1-4).

El cese de actividad duró dieciséis años. durante los seis primeros estuvo motivada solamente por el miedo, y en los otros diez restantes por la orden absoluta, dada por Asuero, de no trabajar. Esta prohibición debe ser considerada como el castigo de Dios sobre este remanente a causa de su falta de fe.

En el segundo año de Darío fueron suscitados los profetas Hageo y Zacarías (Esdras 4:24; 5:1). Su exhortación produjo su efecto. Desde entonces todo cambió; el pueblo no se preocupó más por los reyes, por los hombres ni por su oposición. El trabajo se reinició y al cabo de cuatro años el gran edificio estaba en pie.

Durante todo este tiempo prosperaron, pero no por la orden de Darío, sino “conforme a la profecía del profeta Hageo y de Zacarías” (Esdras 6:14). Y terminaron su obra “por orden del Dios de Israel”, del cual emanan las decisiones de los soberanos que los gobiernan.

En el año 515 a. C. (Esdras 6:15), terminada la casa, el pueblo celebró alegremente la pascua y la fiesta de los panes sin levadura (Esdras 6:19-22).

Aquí termina la primera parte del libro de Esdras, que está en relación con la profecía de Hageo. Esta comprende tres grandes hechos:

1. La construcción del altar.
2. La colocación de los fundamentos y, después de un paréntesis de dieciséis años, el despertar del pueblo.
3. La edificación y finalización de la casa.

El cuadro profético

Esta parte de la historia de Israel también tiene mucha importancia para nosotros. “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11). Hay una correlación entre su historia y la nuestra. Las circunstancias del pueblo terrenal pueden ser comparadas con las del pueblo celestial, con la diferencia de que lo que le sucedió materialmente a Israel tiene para nosotros, como cristianos, una equivalencia espiritual.

Esto no es evidente en el caso de la Iglesia, pues es, como Israel, una institución divina que ha sido establecida en la tierra, pero es responsable ante Dios. Como Israel, la Iglesia ha fallado y caído en la ruina más completa, pues el hombre ha introducido elementos corrompidos y corruptores. ¿Dónde se encontraba Israel en los tiempos de Hageo? ¿Dónde encontrar ahora a la Iglesia de Dios? Indudablemente a los ojos de Dios continúa existiendo en su unidad, y la fe así la ve. Sin duda, su Arquitecto y Esposo (Jesús) se la presentará gloriosa al fin; pero dejada a la responsabilidad del hombre, a los ojos del mundo no es otra cosa que un miserable montón de ruinas. 1

Habiéndose consumado la ruina, Dios ahora llama, como en los días de Esdras, a un débil remanente para que reconstruya su casa. Para un judío, la casa de Dios era el templo material donde Dios en gracia hacía habitar su nombre. Para un cristiano es un templo espiritual compuesto por piedras vivas, destinado a ser una

Morada de Dios en el Espíritu
(Efesios 2:22).

Observemos que para el remanente de Israel no se trata de reconstruir una segunda casa, así como para el remanente cristiano tampoco se trata de reedificar una nueva Iglesia. Muchos se han equivocado y han intentado reconstruir una nueva casa, ignorando los pensamientos de Dios y confiando en su propia carne. Se les oye hablar de «su Iglesia», como si hubiesen reedificado alguna cosa según Dios. Su trabajo solo es una nueva ruina añadida a las antiguas. El Espíritu Santo nos pone en guardia contra tal locura. A los ojos de Dios, la Iglesia, al igual que el templo de Israel, ha sido y sigue siendo una, y nunca habrá otra. De ahí que en cuanto al templo encontremos expresiones tales como: “Comenzaron a reedificar la casa de Dios que estaba en Jerusalén” (Esdras 5:2). Aunque destruida, siempre permanecía allí. “Y reedificamos la casa que ya muchos años antes había sido edificada” (Esdras 5:11). La casa nueva es la misma que la antigua. El rey de Babilonia “destruyó esta casa… pero… el mismo rey Ciro dio orden para que esta casa de Dios fuese reedificada” (Esdras 5:12-13). La casa reedificada es la misma que la casa destruida, y aun en Hageo se dice, hablando de un tiempo futuro: “Y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos”, y “la gloria postrera de esta casa será mayor que la primera” (Hageo 2:7, 9). El profeta no dice: «La gloria de esta última casa», pues si bien la gloria es diferente, la casa es siempre la misma ante los ojos de Dios. De hecho, en el pasado hubo muchos templos: el de Salomón, el de Zorobabel, el de Herodes; en el futuro habrá el del Anticristo, y al final el templo milenario de Cristo, descrito por Ezequiel (Ezequiel 43-47). Pero para Dios no cuentan cinco, sino uno. Para nosotros, reconstruir la casa de Dios no es, pues, construir una nueva casa, sino sacar a la luz la antigua, es decir, sus fundamentos morales y doctrinales, en un tiempo de ruina, tal como él lo estableció en un principio. Tanto hoy como entonces, es el trabajo de todos los que Dios ha despertado para restaurar la verdad de la Iglesia en medio de la corrupción actual. Ellos han de dar un testimonio práctico de lo que debe ser. Una restauración así no se puede conseguir si no va acompañada de un profundo sentimiento de tristeza y humillación. Para los “dos o tres” de Israel que reconstruyeron la casa, junto con el gozo que tuvieron al ver los fundamentos nuevamente establecidos, estaban los lloros amargos, al comparar la pobreza actual de este trabajo con la riqueza y la plenitud de la primera institución (Esdras 3:11-13).

Quienes ignoran qué es la Iglesia se imaginan que esta obra de restauración tuvo lugar en la época de la Reforma protestante (siglo 16), y que su manifestación fue lo que se llama la Iglesia protestante. Pero no hay nada más falso que esta opinión, pues lo que caracterizó la Reforma fue la Palabra de Dios que rompía los lazos mediante los cuales Satanás había buscado encadenarla. Esa Palabra sacó a la luz las grandes verdades sobre la salvación individual, mientras que, estableciendo multitud de iglesias, la Reforma ignoraba, o más bien negaba, la verdad de la Iglesia del Dios vivo.

El primer testimonio del remanente de Israel fue, como lo vimos en el libro de Esdras, la reunión alrededor del altar reedificado. En nuestros días ha sido lo mismo. La mesa del Señor ha reunido a algunos testigos que Dios ha suscitado para “reconstruir” su casa. Reunir a los cristianos alrededor de la Cena aparentemente no es nada, pero en realidad lo es todo. En torno a la mesa del Señor, sus redimidos proclaman que poseen una relación viva con Dios, basada en la redención. Esta mesa reúne a todos los que tienen parte en la salvación y los separa para constituirlos en una unidad cuyo signo visible es la mesa del Señor (1 Corintios 10:16-17). Su carácter excluye de una forma absoluta al mundo.

Hoy en día no es necesario hacer la restauración del altar, pues esta ya tuvo lugar en el siglo 19, en el tiempo llamado «El despertar», cuando unos creyentes, despertados en su conciencia y afectos hacia el Señor, escudriñaron las Escrituras para volver a encontrar muchas verdades concernientes al lugar y la forma de congregarse; solo en el nombre del Señor (Mateo 18:20).

La mesa del Señor está establecida; nadie puede poner otra. En torno a ella, un pequeño remanente de creyentes proclama la unidad del cuerpo de Cristo. ¡Qué importa su número si el altar está reedificado! La mesa del Señor no se encuentra, como muchos así lo creen, en todas las sectas de la cristiandad, las cuales sin duda conservan el memorial de la muerte de Cristo, pero ignoran completamente que el carácter de ese memorial es separar del mundo a los hijos de Dios y ser una señal visible de la unidad del cuerpo de Cristo. Frente al enemigo, la seguridad del pobre remanente de la cautividad consistía en que habían colocado

El altar sobre su base, porque tenían miedo de los pueblos de las tierras
(Esdras 3:3).

La unión de los hijos de Dios en torno al signo visible de la unidad de la Iglesia no conviene a Satanás, pues mientras mantengan esta unidad, su poder sobre ellos se reduce a la nada. Por esta razón quiere destruirla dispersando al rebaño, y en muchas ocasiones lo ha logrado.

Los beneficios de la reunión de los creyentes alrededor de la mesa del Señor no tardan en llegar. Necesariamente nuevas luces acompañan la obediencia a la Palabra de Dios, y las almas vuelven a la enseñanza apostólica y a Cristo, único fundamento sobre el cual la Asamblea puede ser construida.

Después de haber reconocido a Cristo como el único centro de nuestra reunión, se deben añadir piedras vivas al edificio, pero las dificultades no tardan en surgir. Lo que le sucedió al pobre remanente judío es una prueba de ello. “Edificaremos con vosotros”, dijeron los enemigos de Judá y Benjamín. Si estos últimos lo hubieran consentido, habrían negado esta unidad del pueblo de Dios que acababa de ponerse nuevamente a la luz por medio del altar y los fundamentos del templo. Sin embargo, Dios no permitió que este plan se llevara a cabo. La bendición que los fieles habían encontrado en su unidad como pueblo de Dios les hizo rechazar con indignación toda acción común con el mundo: “No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel” (Esdras 4:3).

La artimaña del enemigo fracasó, pero este no abandonó la partida, sino que lo atemorizó y suscitó la oposición y las persecuciones contra los fieles. Toda clase de razones hicieron que sus manos se debilitasen. Israel terminó perdiendo el interés por la construcción y abandonó la obra comenzada. ¡Cuántas deserciones hemos visto producirse entre nosotros en nuestros días!

En ese momento Hageo intervino para mostrar al remanente las causas que, después de los comienzos marcados por la fuerza y el gozo, habían puesto trabas a la obra que Dios les había confiado. ¡Que podamos encontrar en esta profecía de Hageo las exhortaciones y el ánimo que tanto necesitamos hoy en día!

  • 1En este folleto hablamos solo de la Iglesia como casa de Dios, cuya edificación está confiada a la responsabilidad del hombre.