Tercera revelación
El llamado de Dios a la santidad y a la justicia práctica
La revelación del capítulo 1, destinada a alcanzar la conciencia del remanente, no es la única. Este pasaje contiene otra1 . ¡Quiera Dios que nosotros, al igual que el remanente, hayamos escuchado la primera! Llegaría un tiempo en que este remanente, que había sido llevado expresamente a Jerusalén para recibir al Mesías, se degeneraría y crucificaría al “Deseado de todas las naciones”, a su propio Mesías. La lámpara de Israel había sido quitada de su lugar y el pueblo mismo transportado “más allá de Babilonia” (Hechos 7:43). Así sucede con todo testimonio cuando se vuelve infiel. Dios no tiene necesidad de nosotros para su testimonio. Si lo despreciamos, él lo pone en otras manos. ¿Acaso no ha dicho de Israel:
Dará su viña a otros?
(Marcos 12:9).
La primera revelación habla del egoísmo, la segunda de la santidad.
Nosotros poseemos una santidad inalterable delante de Dios en Cristo, al igual que tenemos una justicia intangible, siendo hechos justicia de Dios en él. Somos llamados a poner en práctica esta justicia y esta santidad de posición aquí en la tierra. La santidad práctica consiste en la separación real de todo mal y la comunión viva con el bien, con Dios el Padre y el Hijo. Esta santidad le había faltado al remanente, y algunos años más tarde, les faltaría de una manera más lamentable todavía. Se contaminaron tomando por mujeres a las hijas de los cananeos (Esdras 9:2), violando el sábado y profanando el sacerdocio (Nehemías 13:15-22). El profeta interrogó sobre este asunto a los sacerdotes, diciéndoles: “Si alguno llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: No” (cap. 2:12). El caso que les presentaba era el de un hombre a quien la carne santificada que llevaba en su ropa daba un carácter de santidad exterior. ¿Acaso el fruto de su trabajo (pan, aceite, vino, productos de la actividad del hombre natural) será santificado por tener contacto con lo que es realmente santo? De ninguna manera. Es necesario que el trabajo, para ser agradable a Dios, sea el fruto mismo de la santidad. Ninguna apariencia de santidad exterior, o vana confesión, hace que nuestro trabajo sea agradable a Dios. Eso es algo serio y digno de ser meditado en nuestros días, cuando los cristianos profesantes viven con la ilusión de que Dios reconoce sus «obras caritativas» como si fueran hechas para él.
El profeta añade: “Si un inmundo a causa de cuerpo muerto tocare alguna cosa de estas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: Inmunda será” (v. 13).
En Israel un cuerpo muerto era la figura más completa de la terrible consecuencia del pecado. Si la separación del mal, del pecado, no es una realidad para nosotros, ¿cómo podrá ser pura y agradable a Dios la obra de nuestras manos? Sobre la conciencia del remanente se trataba de grabar precisamente eso, que su obra era impura, lo que también es necesario grabar en la nuestra. Puede haber mucha actividad para moler el grano, para exprimir el zumo de la uva y el aceite de las olivas, para hacerlos útiles para nuestro provecho, ¿pero qué significa esto para Dios? El fruto del pecado. Delante de él solo permanece lo que es ofrecido de corazón, lo que se hace únicamente para él (como ejemplo el perfume de María, Juan 12:1-8). La obra de un creyente no debe ser llenar sus despensas, sino los graneros y las despensas de Dios. “Y respondió Hageo y dijo: Así es este pueblo y esta gente delante de mí, dice Jehová; y asimismo toda obra de sus manos; y todo lo que aquí ofrecen es inmundo” (v. 14).
Esto es lo que, en nuestros días, afecta nuestra obra de una relativa incapacidad. La Biblia dice: “Antes que sucediesen estas cosas, venían al montón de veinte efas, y había diez; venían al lagar para sacar cincuenta cántaros, y había veinte” (v. 16). Decimos «relativa» porque, si bien Dios está obligado a castigarnos, lo hace con moderación. Él es paciente, misericordioso, infinito en bondad. ¿Qué aporta hoy en día el trabajo de nuestras manos? Por medio de esta profecía hemos aprendido lo que debería aportar: materiales para la casa de Dios, almas no solamente salvas, sino añadidas a la Asamblea. ¿Ocurre así? ¡Desgraciadamente no! Los hijos de Dios se reúnen en debilidad. La luz es tan débil que no tiene el poder para atraer a los que habitan en tinieblas; pues, incluso aborreciéndola, serían como mariposas en la noche, obligados a venir y quemarse las alas y recibir así su propia condenación. Pero esta luz apenas logra penetrar, como un vago resplandor, a través de los cerrados párpados del alma, para despertarla.
Pero el castigo fue más lejos. “Os herí con viento solano, con tizoncillo y con granizo en toda obra de vuestras manos” (v. 17). Dios había ejercido el castigo sobre los mismos recursos de su trabajo. La puerta de la bendición estaba cerrada.
¿Se había al menos arrepentido el remanente? ¡“Mas no os convertisteis a mí, dice Jehová”! (v. 17).
Pero ahora “meditad, pues…” sobre lo que va a venir, os ruego, nos dice con insistencia la Palabra de Dios: “Desde este día en adelante, desde el día veinticuatro del noveno mes, desde el día que se echó el cimiento del templo de Jehová; meditad, pues, en vuestro corazón… Desde este día os bendeciré” (v. 18-19). Si en este día, al considerar y juzgar vuestros caminos os ponéis manos a la obra para construir esta casa que vuestro egoísmo y mundanalidad os han hecho abandonar después de haber puesto los fundamentos, ¡a partir de este día os bendeciré!
Hermanos, hagamos lo mismo; escuchemos este llamado. Podemos volver a encontrar la bendición. Un poco de fe, de abandono de nuestras comodidades e intereses, de separación del mundo, de corazones apegados a Cristo, llenos de celo por la edificación de la casa de Dios, ¡y al instante encontraremos la bendición perdida!
- 1Como ya hemos dicho, en el libro de Hageo se hallan cuatro revelaciones. La primera y la tercera son reprensiones; la segunda y la cuarta son alientos proféticos.