Un visitante muy especial

Capítulo 3

Cuando la profesora le entregó el papel, Guillermo le preguntó:

–Profesora, ¿ya llamó a su puerta?

En el rostro de la profesora se dibujó una expresión de alegría y respondió emocionada:

–Sí, Guillermo. Yo fui muy mala durante un tiempo y no quería dejarlo entrar. Pero como Él no cesaba de llamar, finalmente le abrí y entró. Desde entonces he sido tan feliz como nunca antes.

Mientras decía estas palabras, en sus ojos brillaron algunas lágrimas.

Los niños estaban profundamente conmovidos. Nadie se atrevía a pronunciar palabra. Pero Guillermo, muy curioso, quería saber aún más, y siguió preguntando:

–¿Se quedó mucho tiempo en su casa?

Con la mirada fija en la profesora, el niño tocó hasta lo profundo de su corazón. Ella lo estrechó entre sus brazos y le dijo con seriedad:

–Él permanece para siempre con nosotros, pequeño.

Guillermo se sintió satisfecho. Luego se despidió y echó a correr sin parar hasta llegar a su casa.

Llegó agitado y, entrando en la cocina, exclamó:

–¡Es cierto, papá! ¡Es cierto! La profesora dijo que es cierto, y escribió el pasaje para ti en este papel.

–¿Qué es cierto? –preguntó el señor Peña titubeando, pues la abrupta llegada de Guillermo lo hizo despertar sobresaltado de la siesta. Su esposa, que estaba leyendo el periódico, comprendió en seguida lo que su hijo quería decir, y poniendo al fuego la cafetera, dijo:

–¡Eso pasa por haber animado al niño a hacer preguntas a su profesora!

–Pero es cierto, mamá. Él ya llamó a su puerta. ¡Me lo dijo ella misma!

Guillermo se calló por un momento, mientras el padre miraba asombrado a su esposa. Después continuó diciendo:

–Le pedí que me escribiese el versículo en un papel. Aquí está, papá. La profesora también nos dijo que debemos estar atentos para poder oír cuando él llame; que al principio ella no le abrió, pero el visitante volvió a llamar a su puerta una y otra vez, hasta que al fin le abrió. Desde entonces ella ha sido muy feliz. Mira, papá, cuando nos decía eso, la profesora lloraba de alegría.

–¿Quién es el que va a venir? –interrumpió impaciente la madre–. Seguramente que toda esa historia no es más que una parábola, como dicen.

–No, no, mamá, es la verdad.

El señor Peña miró de nuevo a su mujer, que decía:

–¡Dinos de una vez por todas quién es el que va a venir!

–Es el Señor Jesucristo –dijo el niño seria y respetuosamente.

La señora Peña no contestó, pero su marido miró a Guillermo y le preguntó:

–¿Dices que la profesora vio a ese hombre?

El pequeño dudó un momento, pues no recordaba si la profesora había dicho eso.

–No lo puedo asegurar –respondió pensativo. Pero enseguida añadió con aire triunfal:

–Claro que sí, papá, tiene que haberlo visto, pues es imposible abrirle la puerta a alguien que uno no ve. ¿No te parece?

–En eso tienes toda la razón –dijo el padre; y se sumergió en profundas reflexiones. Involuntariamente recordó muchas cosas que había oído decir a su padre, un hombre piadoso, apacible y modesto quien, en su tiempo, supo transmitir a su familia las verdades que él había aprendido de la Palabra de Dios.

Guillermo también permaneció silencioso durante un momento, pero de pronto dijo:

–Papá, si Él viene durante la noche, mientras estás durmiendo, ¿podrás oírlo?

–No, hijo mío. Cuando duermo no oigo nada, salvo que llame muy fuerte.

Guillermo miró a su padre con ansiedad, pero luego su rostro se iluminó y dijo alegremente:

–Papá, tenemos una aldaba muy pesada en la puerta, y seguramente nos despertaremos aunque llame muy suave… Él no puede llamar fuerte porque tiene heridas en sus manos…

–¿Heridas en las manos? –preguntó el señor Peña, muy sorprendido.

–Sí, papá. Unos hombres malvados le clavaron gruesos clavos en sus manos y en sus pies… ¿No te parece terrible?

–Ahora comprendo –respondió el señor Peña–. A menudo mi padre me contaba esa historia, pero hacía tiempo que no oía hablar de ello. Mi padre conocía la Biblia de principio a fin.

–Entonces el abuelo sabía que el Señor Jesús va por todas partes llamando de puerta en puerta… ¿Habrá llamado a su puerta?

–No, pequeño, no creo. Por lo menos nunca me lo dijo…

–¿Ya terminaron de parlotear? –interrumpió la señora Peña, en tono burlón–. Pasen a la mesa; el café ya está preparado.

El señor Peña se sintió aliviado y aprovechó esta interrupción para escapar de las desconcertantes preguntas de su hijo. Cuando terminaron de beber el café, un vecino llegó a charlar con ellos, y esa noche no volvieron a hablar del asunto.

Unas horas más tarde en todo el pueblo reinaba un profundo silencio. En casa de la familia Peña todos dormían. De repente Guillermo se despertó y se sentó en la cama con los ojos muy abiertos, mientras el corazón le latía fuertemente. ¿Lo había soñado o era realidad? Le parecía haber oído un llamado muy suave en la puerta de la calle. Permaneció atento por un momento, sin atreverse a respirar; luego saltó de la cama y corrió al dormitorio de sus padres.

 

Papá –susurró Guillermo–, papá… levántate pronto… llaman… –Y como no obtuvo respuesta, temblando de emoción, repitió más alto: –¡Papá, despierta! ¡He oído un llamado muy suave, como lo dijo la profesora! ¡Baja pronto a abrir!

–¿Qué? ¿Qué pasa? –preguntó el señor Peña, aún medio dormido y frotándose los ojos sin comprender lo que ocurría–. ¿Qué hora es? ¡Oh, todavía no son las cinco! ¡Aún está muy oscuro!

Su esposa también se despertó, se sentó asustada en la cama y preguntó:

–¿Qué pasa? ¿Quién está hablando?

–Oí llamar a la puerta, papá –dijo nuevamente el niño–. Estoy seguro, por eso me desperté. Por favor, papá, ¡ven pronto a abrir la puerta!

–¡Nunca se ha oído semejante cosa! –gritó la madre enojada–. ¡No lo puedo creer! ¿Todavía hablas de la predicación? ¡Vete rápido a la cama si no quieres recibir un castigo! ¡Lo que está claro es que no irás más a escuchar a ese predicador! Asustar así a un niño… ¡Eso era lo que me faltaba!

Muy triste, el pobre Guillermo volvió a la cama y sus padres se acostaron de nuevo, tratando de conciliar el sueño. Pero, de repente, el padre se despertó sobresaltado y preguntó:

–¿Qué es ese ruido? Él y su esposa se pusieron a escuchar…

–Simplemente es la lluvia que golpea contra los cristales de las ventanas –dijo, impaciente, la mujer–. Está lloviendo muy fuerte; eso es todo lo que se oye. Creo que te falta poco para estar tan exaltado como Guillermo.

El silencio reinó nuevamente en la habitación. Pero también Guillermo había oído el ruido de la lluvia y se inquietaba cada vez más.

 

–¡Ay! –se decía a sí mismo–, tal vez Él esté ahí fuera y espera que le abran. ¿Qué pensará de nosotros si lo dejamos bajo la lluvia, mientras que aquí estamos calientitos en cama?

Este pensamiento llegó a ser tan doloroso para el corazón del pobre niño, que saltó de nuevo fuera de la cama, volvió a la habitación de los padres y dijo sollozando:

–Papá, está lloviendo tan intensamente… ¿No quieres levantarte e invitarlo a entrar? Debe de estar empapado y lleno de frío; tal vez no sepa adónde ir.

–¿¡Cómo!? ¿¡Otra vez aquí!? –gritó la madre–. ¡Por la mañana te he de castigar! ¡Vuelve a tu cama enseguida!

–¡Oh, papá!, déjalo entrar –dijo Guillermo, llorando–. ¡Llueve mucho! A lo mejor se va y no vuelve nunca más a nuestra casa.

El padre hizo un movimiento como para levantarse de la cama, y la señora Peña, irritada, dijo a su marido:

–¡No te levantarás sólo para cumplir el capricho del chico!, ¿verdad?

–¡Sí, querida, sólo es para tranquilizar al pobre niño! Puedes quedarte en la cama.

–¡Sólo faltaría que yo también tuviese que levantarme! –replicó ella enojada–. ¡Menuda educación le damos al niño!

El señor Peña se calzó las pantuflas y tomó a Guillermo en sus brazos. Luego bajó por la escalera y abrió bien la puerta mirando a uno y a otro lado como si él mismo esperara a alguien.

–Ya puedes ver que no hay nadie –le dijo al niño. Guillermo suspiró aliviado y se asomó cuanto pudo, apoyado en el brazo de su padre e intentando ver algo en medio de la oscuridad; pero no se veía nada.

Seguía lloviendo suavemente, pero las nubes comenzaban a disiparse y entonces pudieron divisar algunas brillantes estrellas.

–Papá –dijo Guillermo en voz baja–, tal vez Él volvió al cielo. ¡Las estrellas se ven tan brillantes! Es como si entre ellas se pudiese pasar justo, justo. ¿Piensas que Dios lo habrá llamado para que vaya junto a Él?

El señor Peña no supo qué responder.

–A estas horas de la noche no hay nadie afuera. Mira cómo todo está tranquilo.

–Quizás el que llamó no haya sido Él, ¿no te parece? Él habría esperado hasta que le abriésemos. Sabía bien que todos estábamos durmiendo. Tal vez vuelva mañana cuando la lluvia haya cesado. ¿Dónde estará ahora?

–Pienso que está ahí donde siempre estuvo –respondió el padre vacilando–. Mi padre me enseñó que está en el cielo y no sé nada más sobre ello. Puede ser que ahora haya una nueva Biblia y que no sea igual a la que leíamos en casa cuando yo era niño.

–Sí, papá, de otra manera sabrías que Él va por todas partes. ¿No te gustaría que viniera a casa, papá?

¿Querría el señor Peña ver cara a cara a Aquel de quien Guillermo hablaba todo el rato y con tanta confianza? No podía decir «sí», pero tampoco quería herir los sentimientos de su hijo, quien se asombraría mucho si su padre dijera lo contrario. Los niños ni se imaginan la enorme importancia que encierran tales preguntas, ni de qué manera ellas pueden alcanzar la conciencia de los mayores. Tampoco saben que la incesante y penosa lucha por la subsistencia llega a absorber la mente del hombre en muy gran medida, y que le resulta muy difícil andar en el camino recto. Como Guillermo no obtuvo respuesta, continuó diciendo:

–Papá, no sabes lo bueno que es. La profesora nos dijo que Él no desea saber si alguien hizo poco o mucho daño, que siempre está dispuesto a perdonar, sea cual fuere el mal que hayamos hecho, y quiere que todos los hombres sean felices y puedan entrar en el cielo.

–Pues pienso que tú entrarás seguramente allí, hijo, ya que me parece que la profesora quiere hacer de ti un predicador.

–Pero papá, yo no quisiera ir al cielo sin ti y sin mamá. Tienes que venir conmigo. No quiero ir solo. ¡Me gustaría que me tomases de la mano! La profesora dice que Él recibe a todos los que van a Él.

–Bueno –dijo el señor Peña para calmar a Guillermo–, tal vez vayamos juntos, pero ahora debemos volver rápidamente a la cama porque hace frío.

Guillermo miró una vez más el cielo estrellado y dijo en bajito:

–¡Buenas noches, mi querido Señor Jesús!

El padre cerró la puerta, llevó arriba a su hijo y lo acostó. Guillermo se abrazó al cuello de su papá, le dio un beso y le dijo:

–¡Te quiero mucho, papá! Estoy muy triste de que no hubiese nadie, pero cuando vuelva le contaré que bajaste a abrir para que no estuviera bajo la lluvia.

El señor Peña estaba conmovido, y se dijo:

–No soy tan buen padre como pienso, pero cuando un hombre debe trabajar tanto para sostener honradamente a su familia… quizá sea perdonable…

Besó con ternura la frente del niño y volvió a su habitación.

–Entonces ¿qué?, ¿había alguien? –preguntó su esposa en tono burlón.

–No, que yo sepa no había nadie. Durmamos; estoy muy cansado.