La progresiva revelación de Dios

En el Nuevo Testamento: el Padre

1.  Excepcionalmente, en el Antiguo Testamento, Dios se designa a sí mismo como Padre: protector, conductor, compasivo ––sea de Israel en otros tiempos (Jeremías 3:4), sea del remanente futuro (Isaías 63:16) o cuando se trata de la dispensación de sus cuidados (Salmo 103:13). Pero no se revela como tal.

2.  Es preciso llegar a los evangelios, y particularmente a Mateo y Lucas, para que el Señor Jesús mismo hable de “vuestro Padre celestial” o de “nuestro Padre que está en los cielos”. Es un Padre distante; cuida de los suyos, quienes le deben obediencia y pueden orarle; pero, por definición, él está en el cielo.

3.  Evangelio de Juan: Los primeros versículos que abren este evangelio nos revelan al “Verbo” (la Palabra) venido en carne, habitando entre nosotros, del cual el apóstol puede decir: “Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”. Estos dos primeros párrafos terminan con esta declaración insondable:

El unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer
(Juan 1:18).

A través de todo el evangelio de Juan, Jesús dirá: “Mi Padre” o “el Padre”. Mateo 11:27 hace excepción, porque allí también dice “Mi Padre”.

Felipe pedirá: “Señor, muéstranos el Padre”. Y Jesús le responde: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre… ¿No crees que yo soy en el Padre, y el Padre en mí?” (Juan 14:8-10). “Yo y el Padre uno somos”, había dicho Jesús en Juan 10:30. Fue necesaria su muerte y su resurrección para que él pudiera hablar de “vuestro Padre”. Al final de su oración, en Juan 17, Jesús dice: “Les he dado a conocer tu nombre y lo daré a conocer aún”. Durante todo su ministerio, en alguna medida había revelado al Padre. Fue necesaria la resurrección para que María de Magdala pudiera transmitir el mensaje: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre” (20:17). Notemos que el Señor no dice: «nuestro Pa­dre». Su relación con el Padre es única. Él sigue siendo el Primogénito entre muchos hermanos; sin em­bargo, su Padre ha venido a ser nuestro Padre. “A todos los que le recibieron… les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (1:12). Y el apóstol, valiéndose de todo lo que ha­bía visto, oído y contemplado, puede confirmar: “Mi­rad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).

Antes de dejarlos, él había subrayado: “El Padre mismo os ama” (Juan 16:27). Si tomamos diversos pasajes de este evangelio, vemos siete veces que “el Padre ama al Hijo”, amor eterno, insondable, muy por encima de nosotros. Pero Jesús puede decir a su Padre: “Los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:23). El amor del Padre desciende, al igual que el amor del Hijo: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado” (15:9). Y viene la conclusión: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado” (v. 12).

El Padre es el mismo que el Todopoderoso, que Yahveh, que Adonai; pero ¡cuánto más íntimo y cercano! El conocimiento del Padre no es patrimonio de los creyentes más adelantados, sino, dice el apóstol, “Os escribo a vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre” (1 Juan 2:13).

En la misma epístola ¿qué es Dios? Es “luz”, es “amor” (1 Juan 1:5; 4:8).