La progresiva revelación de Dios

Dios manifestado en carne, en el Nuevo Testamento

“Grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne…, recibido arriba en gloria” (1 Timoteo 3:16).

“En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)” (Juan 1:1, 14).

Jesús interroga a sus discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Simón Pedro responde:

Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente
(Mateo 16:16),

revelación que Simón había recibido del Padre (Mateo 16:13-17). El propio Jesús se declara “hijo del hombre”; el Padre revela que él es “Hijo de Dios”, verdaderamente hombre y verdaderamente Dios.

No vamos más allá en la revelación de ese “misterio”; Jesús mismo lo subrayó: “Nadie conoce al Hijo, sino el Padre, ni al Padre conoce alguno, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar” (Mateo 11:27). Subsiste en el hombre Cristo Jesús un “misterio” no revelado. Por el ministerio del Espíritu de verdad cono­cemos al Hijo en la medida en que Dios lo ha querido (Juan 15:26). Pero guardemos toda re­verencia sin pretender escrutar lo que Dios no ha juzgado conveniente decirnos. Nadie, bajo pena de muerte, debía mirar dentro del arca (figura de Cristo) ni tocarla.

Jesús

Al anunciar el milagroso nacimiento del niño, el ángel había dicho a María: “Llamarás su nombre Jesús” (Lucas 1:31), o sea, Jehová Salvador.

Más tarde, ante la inquietud de José, un ángel del Señor se le aparece en sueños y repite: “Llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).

Durante todo su ministerio, relatado en los evangelios, ése es el nombre esencial que le designa. Pedro, en su primer discurso al pueblo, concluye, luego de decir que Jesús ha sido resucitado y exaltado a la gloria: “A este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36).

En respuesta a la pregunta de Saulo caído en tierra en el camino a Damasco (“¿Quién eres, Señor?”), él le dice: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Y en el extraordinario pasaje de Filipenses 2:6-11, Dios confirma el “nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”.

En los últimos versículos de la Biblia leemos: “Yo soy Jesús… soy… la estrella resplandeciente de la mañana”; él repite: “Ciertamente vengo en breve”; y el Espíritu y la esposa le responden: “Amén; sí, ven, Señor Jesús”.

Su nombre figura en la primera línea del evangelio de Mateo y en la última de la Biblia.

Si bien él es el Salvador, también es el único “mediador” entre Dios y los hombres… “Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Timoteo 2:5-6), verdadero Dios y verdadero hombre en una sola persona. Si él no se hubiese hecho hombre, no podría haber sido el mediador.

El Verbo

El Verbo (Logos, en griego) es la expresión del pensamiento, la Palabra.

Al comienzo de la historia de los tiempos, el Génesis declaraba: “En el principio Dios…”. Pero el evangelio de Juan va mucho más atrás, tan atrás como puede remontarse el pensamiento: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Éste era en el principio con Dios”.

El Verbo era, pues:

  • eterno en su existencia (ya que “era”),
  • distinto en su persona (con Dios),
  • divino en su esencia (era Dios),
  • eternamente con Dios.

El apóstol, al principio de su epístola, con qué emoción recuerda: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida” (1 Juan 1:1).

Cuando Jesús aparezca en su gloria, con muchas diademas en su cabeza, su nombre será: “el Verbo de Dios” (Apocalipsis 19:13).

Hijo unigénito

El Hijo unigénito (Monogenes, eingeborene Sohn, only-begotten Son), Aquel a quien Dios “ha dado” (Juan 3:16), “su don inefable” (2 Co­rintios 9:15).

Él es Hijo:

1. Eterno en su existencia (Juan 1:1); no ha sido creado (1:3): “todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas” (Colosenses 1:16-17); en la gloria con el Padre “antes que el mundo fuese” (Juan 17:5); objeto de su amor eterno: “Padre… me has amado desde antes de la fundación del mundo” (v. 24). Tenía una insondable comunión con él: “el unigé­nito Hijo, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18).

2. Como engendrado en la tierra (Salmo 2:7; Hebreos 1:5; 10:5). “Me preparaste cuerpo”, misterio insondable de su nacimiento, como el ángel le dijo a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).

En el bautismo de Jesús en el Jordán, así como en su transfiguración en el monte, la voz del Padre se hace oír:

Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia
(Mateo 3:17).

Como resucitado: “Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4).

Y recordemos que él fue condenado por el concilio a raíz de haber testificado que era el Hijo de Dios (Mateo 26:63; Lucas 22:70-71).

El Cristo - el Ungido - el Mesías

Él no vino a ser el Cristo en su bautismo, como algunos lo pretenden. Proverbios 8:23 es claro al respecto, cuando la Sabiduría dice: “Desde la eternidad fui yo ungida, desde el principio, antes que existiera la tierra” (V.M.) Y Romanos 9:5 precisa: “Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”.

En el Salmo 2:2 los reyes de la tierra consultan unidos “contra Jehová y contra su ungido”.

Él es, pues, eterno en su existencia, aunque también nació en la tierra. Notemos las genealogías que abren el evangelio de Mateo. Ellas nos dan la sucesión de generaciones salidas de Abraham. Pero el versículo 16 dice: “Jacob engendró a José, marido de María”, y no «quien engendró», sino “de la cual nació Jesús, llamado el Cristo”.

Con qué alegría Andrés viene a decirle a su hermano Simón: “Hemos hallado al Mesías” (Juan 1:41). Cuando en el pozo de Sicar la mujer dice: “Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo”, Jesús le revela: “Yo soy, el que habla contigo” (Juan 4:25-26).

Y cuando Jesús pregunta a sus discípulos qué dicen los hombres acerca de él, el Hijo del hombre, Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). No era carne ni sangre las que habían revelado eso al apóstol, sino el Padre que está en los cielos.

En el momento en que va a abrirse el reino de mil años, el séptimo ángel declara: “Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15).

El Salvador

Los primeros cristianos tenían una señal de reunión: ICHTHUS, en griego «pescado», cuyas letras significaban: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. Se encuentra esta «contraseña» en las catacumbas especialmente; ella resume bien, en pocas letras, lo que Jesús era para ellos.

En su primera predicación a los gentiles, Pablo les dice: “Conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel” (Hechos 13:23). En primer lugar, Jesús había venido como Salvador del pueblo terrenal (Mateo 1:21), pero fue rechazado. Isaías lo había anunciado: “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Isaías 49:6). El profeta preveía ya que el Salvador debería decir: “Por demás he trabajado, en vano y sin provecho he consumido mis fuerzas”. La respuesta de Dios daba a su venida un alcance infinitamente más grande. Los hombres de Sicar así lo habían reconocido: “Sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo”. Juan, en su primera epístola, dirigido por el Espíritu Santo, confirmará:

El Padre ha enviado al Hijo, el Salvador del mundo
(1 Juan 4:14).

Él es “nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13). Aguardamos la esperanza bienaventurada: “Esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya” (Filipenses 3:20-21).

El Señor

El niño ha nacido en Belén; el ángel anuncia a los pastores: “Os doy nuevas de gran gozo… os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador”. El niño, envuelto en pañales en el pesebre era la “señal” para ellos. ¿Quién era él? Un Salvador, como también “Cristo el Señor” (Lucas 2:11). Y Filipenses 2 confirma: “Jesucristo es el Señor”.

Siete veces, en la epístola a los Romanos, él es llamado nuestro Señor Jesucristo. Pero, cuando María de Magdala llora en el sepulcro, dice: “Se han llevado a mi Señor”. Tomás dirá: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:13, 28). Y en la intimidad de la comunión de que gozaba, el apóstol consideró como pérdida todos sus privilegios judíos “por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Filipenses 3:8).

“Si (tú) confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).

Y cada creyente es llamado a contemplar a cara descubierta la gloria del Señor, para ser transformado de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor (2 Corintios 3:18).

El Nazareo

Es el nombre menospreciado. Como lo dijo Natanael: “¿De Nazaret puede salir algo de bueno?” (Juan 1:46). La cruz tenía un rótulo: “Jesús nazareno, Rey de los judíos”, apelativo elegido para hacerlo objeto de burla y para contradecir a los judíos, quienes habían proclamado no tener más rey que César.

Pero, después de la resurrección, el nombre del menospreciado es rehabilitado. Los dos discípulos hablan de “Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra” (Lucas 24:19). En su discurso a los israelitas, Pedro le llama: “Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros… al cual Dios levantó” (Hechos 2:22-24). Y desde la gloria, Jesús dice a Saulo: “Yo soy Jesús de Nazaret” (He­chos 22:8).

El Rey

El Salmo 2 había hablado del rey ungido en Sion, contra el cual los reyes de la tierra y los príncipes consultaban unidos (v. 2). Jesús testifica la buena confesión de ello ante Poncio Pilato, quien le dice: “¿Luego, eres tú rey?” Jesús le responde: “Tú dices que yo soy rey” (Juan 18:37).

Rey otrora rechazado y menospreciado, él aparecerá un día a los que le traspasaron. Todo ojo verá a Jesús, quien tendrá un nombre escrito sobre su vestidura: “Rey de reyes y Señor de señores” (Apocalipsis 1:7; 19:16).    

El misterio de su Persona

Todos estos nombres le revelan a nuestros corazones y le hacen más precioso a nuestros afectos; él lleva muchos otros aún; no obstante, sigue siendo en su persona ese insondable misterio: solo el Padre conoce a fondo al Hijo (Mateo 11:27). Incluso en el día de su gloria, cuando es llamado con varios nombres (“fiel, verdadero, juez, la Palabra de Dios, Rey de reyes y Señor de señores”), sin embargo lleva “un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo” (Apocalipsis 19:12).

Por eso, con toda reverencia y sumisión a la Palabra, sin quitarle ni añadirle nada, seremos conducidos por el Espíritu de Dios –teniendo los ojos de nuestra alma abiertos– para considerar la maravillosa persona de Jesús, el Hijo amado del Padre.