Orar...

Características de la oración

Orar es hablar con Dios. Puede suceder que un hombre inconverso ore y Dios le responda (Jonás 1:14). Pero, en un sentido más profundo, orar es la expresión de la nueva vida que Dios da al que confía en él. La prueba de la conversión de Pablo fue: “He aquí, él ora” (Hechos 9:11). Así, la oración expresa una relación personal con Dios, un hecho de fe, de confianza en Dios. Ella no es, pues, una obra meritoria. No se trata de hablar mucho (Mateo 6:7) sino de acercarnos a Dios con respeto y amor.

La oración cristiana en ningún caso es un acto mágico, una clase de «mantra» que debamos repetir sin cesar para tener poder. Una práctica tal es totalmente ajena a la Palabra de Dios y se parece más bien a las costumbres de las religiones paganas. Orar tampoco es un acto de misticismo en el cual uno busca penetrar en su vida interior para alcanzar ciertas «cimas». Eso sería el «yo» contemplando al «yo». No, la oración nos pone en presencia de Dios. El creyente que ora no está solo, está con su Dios. No se mira a sí mismo sino que mira a su Dios.

Su objetivo

Oramos primeramente para que Dios sea glorificado. Cuando por la fe nos acercamos verdaderamente a Dios, el deseo de honrarlo crece en nosotros. Entonces, ligados a ese deseo, oramos para discernir y cumplir la voluntad de Dios. Orando aprendemos, no a imponer nuestro pensamiento a Dios, sino a someternos a él. Por medio de la oración buscamos lo que Dios desea y lo aceptamos para hacerlo. “Hágase tu voluntad”, nos enseña a decir Jesús en el modelo de oración que dio a sus discípulos (Mateo 6:10). Él mostró el ejemplo supremo aceptando morir en la cruz (Mateo 26:42).

Ligados al deseo de glorificar a Dios, también oramos para ser fortalecidos en el combate cristiano (Colosenses 4:12), un combate por el Evangelio, por el bien de la Iglesia y de todos los hombres (2 Tesalonicenses 3:1; 2 Corintios 11:28).

Oramos porque tenemos necesidad de Dios, para acercarnos a él y buscar su rostro (Hebreos 4:16; Salmo 27:8). “Buscar su rostro” no es concentrarse tratando de imaginarse el rostro de Dios; Dios es espíritu. Eso sería idolatría (Éxodo 20:4). Tampoco es tratar de experimentar sentimientos maravillosos, lo que en definitiva no sería sino buscarse a sí mismo. Tampoco es esperar visiones o manifestaciones de orden espiritual. ¡No! “Buscar su rostro” es, por la fe, buscar la presencia de Dios, pensar en el Señor, entregarnos a él. Nuestra oración es un deseo de acercarnos a Dios, una sed de su comunión (Salmo 42:2). Esta sed y este deseo son dados por Dios.

Sus resultados

Dios responde de dos maneras a la oración de sus hijos. Primero les da su paz y los libra de la angustia (Filipenses 4:7; 1 Samuel 1:15, 18; Salmo 34:17). Podemos echar sobre él toda nuestra carga porque él tiene cuidado de nosotros (1 Pedro 5:7). Luego, Dios nos concede lo que le pedimos si nuestra petición es conforme a su voluntad (1 Juan 5:14). A veces, para fortalecer nuestra fe, no nos responde inmediatamente. Por eso nos es necesario perseverar en la oración. Por último, si nuestra petición no es conforme a su voluntad, Dios nos dirá “no” y nos aclarará esta respuesta, siempre fortaleciendo nuestra fe (2 Corintios 12:9).

¿A quién debemos orar?

Cuando oramos es importante saber a quién nos dirigimos.

Cristo descendió del cielo para darnos a conocer a Dios como nuestro Padre (Lucas 11:2; Mateo 11:27; Juan 17:26). Desde entonces podemos dirigirnos a Dios como un hijo habla a su padre, en una comunión íntima y feliz.

Lo hacemos con respeto y humildad, pero con la seguridad de ser escuchados, aunque nuestra voz sea un simple balbuceo. Oramos al Padre en el nombre del Señor Jesús y por el Espíritu Santo (Juan 16:23; Judas 20).

También oramos al Señor Jesús (2 Corintios 12:8; Hechos 7:59). Él es ese amigo más unido que un hermano (Proverbios 18:24), que simpatiza con todas las angustias de los suyos (Isaías 63:9).

El Nuevo Testamento no da ningún ejemplo ni exhortación a orar al Espíritu Santo. En cambio, pone en estrecha relación la oración y el Espíritu Santo. Éste es quien da a los creyentes la libertad para invocar a Dios como Padre, la certeza de ser hijos de Dios (Romanos 8:16). Él los ayuda (Romanos 8:26) y los sostiene en su vida de oración. El Espíritu Santo les encarece las diversas necesidades, hace brotar la alabanza hacia Dios, da las palabras para expresarla (1 Corintios 2:12-13) e intercede por ellos conforme a la voluntad de Dios (Romanos 8:27).