Orar...

Las diferentes formas de oración

Es importante considerar cómo oramos, pero también el contenido de nuestras oraciones. Una vida de oración equilibrada comporta diferentes facetas. En primer lugar:

La alabanza y la adoración

Centrarse sólo en Dios

Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre
(Hebreos 13:15).

Nada tiene más valor para Dios que la adoración y la alabanza que le brindan sus hijos. El Padre busca adoradores (Juan 4:23). Éste será nuestro privilegio durante la eternidad, y podemos gozarlo desde ahora aquí en la tierra.

No obstante, un solo pecado en la conciencia nos hace incapaces de adorar a Dios como conviene.

Alabar a Dios es expresar nuestra admiración delante de lo que él es y hace. Cuando comenzamos a comprender cuán grande y bueno es Dios, cuán maravillosa es su gloria, nuestra boca se llena de alabanza (Salmo 71:8). La alabanza está unida al gozo, un gozo celestial que viene de Dios y permite loarlo, incluso en las circunstancias adversas (Hechos 16:25; Mateo 11:25).

La alabanza y la adoración están muy relacionadas. En la alabanza recordamos más bien los hechos y los beneficios, mientras que en la adoración nos inclinamos ante Dios por lo que él es, por sus atributos y cualidades. Nos olvidamos de nosotros mismos y somos cautivados por Dios y por la revelación de él mismo en Cristo. Experimentamos un gozo inefable y glorioso. Algunos motivos de adoración y alabanza son la grandeza y la majestad de Dios visibles en la creación; su gloria en la obra de la redención, sus designios eternos y bienhechores hacia los creyentes; la vida del Señor Jesús, su gloria moral, su amor, sus sufrimientos, su muerte, su resurrección, su glorificación a la diestra del Padre.

La adoración, como la alabanza, es personal y colectiva a la vez, porque todo verdadero cristiano forma parte de la Iglesia, la esposa de Cristo. La iglesia es la que en particular adora durante el culto, cuando los cristianos están reunidos alrededor del Señor Jesús. La adoración es una respuesta de amor que brota de nuestros corazones, por el Espíritu Santo, en la meditación del amor de Dios. Ella pone a Dios en el centro de nuestra vida.

La espera en Dios

Abrir nuestro corazón a Dios

Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová
(Lamentaciones 3:25-26).

Esperar en Dios es esperar todo de él: el alimento como la vivienda, el consejo como la protección. Es saber que sólo él puede colmar nuestras necesidades y darnos el ánimo, el gozo y la esperanza renovada.

Luego, es hacer silencio en nosotros y alrededor de nosotros a fin de estar disponibles para Dios (Mateo 6:6) y abrirnos a su amor. Entrar en su presencia requiere tiempo y recogimiento (Eclesiastés 5:2). Esta espera silenciosa nos aleja de las conversaciones y preocupaciones materiales. Por eso es bueno que pasemos los primeros momentos de nuestra oración en el silencio, para que nuestros pensamientos se dirijan hacia Dios.

La confesión y la humillación

Hablar a Dios de nuestros pecados

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).

Cuando oramos y leemos la Palabra de Dios, ciertos pecados pueden venir a nuestra memoria. Para ello tenemos un recurso: la confesión. Es el hecho de estar de acuerdo con Dios sobre nuestra culpabilidad y expresárselo por medio de palabras. Pero es necesario ser precisos en esto. Al acercarnos a Dios con el fin de la confesión, nuestros pensamientos se vuelven a la cruz de Cristo donde su preciosa sangre fue vertida.

Tan pronto como tomamos conciencia de que una acción cometida ha desagradado a Dios, debemos confesárselo y dejar de hacerla (Proverbios 28:13). La confesión es la parte más humillante de nuestra vida de oración. Por eso a veces nos gustaría corregirnos antes de presentarnos ante Dios. ¡Pero esto es desconocer la gracia! Acudamos a Dios tal cual somos, y luego humillémonos profundamente ante él. Él es fiel y justo para purificarnos de toda iniquidad (1 Juan 1:9). El reposo de nuestra alma y la paz con el Señor son la consecuencia: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1). La confesión también debe ser hecha a las personas a quienes hemos ofendido, restituyendo el daño causado dentro de lo posible (Levítico 5:5; Números 5:7). La confesión hecha a un hermano (Santiago 5:16) puede ser una verdadera ayuda para prevenir una nueva falta moral.

La humillación (1 Pedro 5:6), cercana a la confesión, es más bien un estado de alma que consiste en inclinarnos ante Dios, reconociendo nuestras faltas y aceptando humildemente las consecuencias. Humillándonos, juzgamos tanto el mal como a nosotros mismos, para así tener la misma apreciación que Dios. La humillación no debe conducirnos al desánimo sino a confiar en la sola gracia de Dios (2 Samuel 16:12).

La petición

Hablar a Dios de nuestras necesidades

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús
(Filipenses 4:6-7).

Esta forma de oración es sin duda la más practicada. Entre las peticiones podemos distinguir: la súplica ante una necesidad urgente, o la petición que expone sus necesidades a Dios (Salmo 140:6; Daniel 9:17-18).

Las peticiones respondidas son una fuente de gozo (Juan 16:24) porque nos hacen tomar conciencia de que Dios nos ama. Nuestras peticiones deben ser precisas, humildes y confiadas. No debemos pedir para gastar en nuestros deleites (Santiago 4:3), sino para vivir la verdadera «pobreza» que recibe todo de Dios y experimenta que todo es gracia de su parte.

El lamento (la congoja o la queja) evoca el dolor que exponemos al Señor (1 Samuel 1:10-16, V. M.; Salmo 55:2, V. M., Salmo 102, título). El suspiro (o gemido) expresa los sentimientos de aquel que está abatido. El gemido es escuchado por Dios como una oración (Romanos 8:26); también puede ser un ardiente deseo, una aspiración profunda (Salmo 119: 131). El clamor (o grito) es el llamado urgente de aquel que ya no tiene ningún recurso y cuya única esperanza es que Dios lo socorra (Jonás 2:1-2; Salmo 18:6; 102:1-2). Nos constreñimos pensando en el grito del Señor Jesús en la cruz (Salmo 22:2; 40:1).

Los agradecimientos

Dar gracias a Dios

Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias
(Colosenses 4:2).

El agradecimiento está íntimamente ligado a la petición. Cuando el Señor nos responde, ¿le agradecemos? Los agradecimientos deberían formar la base de nuestras oraciones, e incluso de toda nuestra vida (Colosenses 2:7; Daniel 6:10). “Dando siempre gracias por todo” (Efesios 5:20). Es una actitud interior, una vida constantemente impregnada de reconocimiento hacia Dios, y en consecuencia de alabanza. Ésta fue la parte del Señor Jesús como hombre en la tierra. Él recibía todo del Padre, hasta las palabras que pronunciaba (Juan 8:28). Sin cesar hacía subir hacia su Padre su amor y agradecimiento (Juan 11:41; Marcos 8:6).

Él es “el Dios de toda gracia” (1 Pedro 5:10). Acogiendo esta declaración de la Escritura, enfocamos nuestra vida de manera muy diferente. Donde no veíamos sino un suceso sin interés ni valor, ahora se revela la atención amante del corazón de Dios. Los días desgranan las maravillas de Dios y cada una de ellas nos atrae hacia él, humildemente y con amor. Debemos dar gracias cuando Dios nos responde, agradecerle por todas las bendiciones recibidas. Incluso en medio de las dificultades y del sufrimiento podemos aprender a agradecerle a Dios su amor que nunca cambia y que se manifiesta sobremanera durante el tiempo de nuestros problemas o vicisitudes.

La intercesión

Hablar a Dios de los demás

Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres
(1 Timoteo 2:1).

La intercesión ha sido llamada el amor que se arrodilla. Ella es una forma directa y práctica de vivir y afirmar nuestro amor por nuestros hermanos (1 Juan 5:16). El cristiano que intercede coopera con la obra de Dios. Se olvida de sí mismo y piensa en los otros. La intercesión es un combate que exige perseverancia (Colosenses 4:12).

Interceder por un hermano que ha pecado no significa minimizar su falta ni tener piedad de él. Siempre debemos aborrecer el mal (Romanos 12:9). Se trata de comer el sacrificio por el pecado en lugar santo (Levítico 10:17), es decir, humillarse ante Dios por la ofensa que se le ha hecho por ese pecado.

El que intercede por su hermano lo hace por amor. Lo hace sabiendo que “él también está rodeado de debilidad” (Hebreos 5:2). No puede ser un acto altivo. La intercesión es hija de la misericordia y está inspirada por el ejemplo de nuestro gran Sumo Sacerdote, Jesús, el Hijo de Dios (Hebreos 5:10; 8:1).

Condiciones favorables para la oración

La sobriedad y el ayuno: privarse para estar más disponible para Dios

Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto
(Mateo 6:6).

Nuestras oraciones requieren condiciones favorables: el silencio interior pero también el silencio exterior, la intimidad y la soledad (Lucas 6:12; Marcos 1:35). El estado de tranquilidad interior, de espera y dependencia nos conduce a elevar nuestros pensamientos hacia Dios. También podemos experimentarlo durante los momentos de insomnio, los períodos de enfermedad, los contratiempos, etc.

Sepamos detenernos verdaderamente para orar. Aprendamos a poner límites en el empleo de nuestro tiempo y reservar momentos para orientar nuestros pensamientos hacia Dios. La sobriedad va a la par con la oración. ¿Cómo manifestar realmente nuestra dependencia del Padre si estamos llenos de las preocupaciones del mundo? Nos conviene una permanente actitud moderada. A veces, un tiempo de ayuno resulta útil (Hechos 13:2) cuando corresponde a una necesidad interior de someter el alma a Dios. Sin embargo, se corre el riesgo de hacer del ayuno un medio para envanecerse. “No mostrar a los hombres que ayunas”, exhorta Mateo 6:16-18. El ayuno tampoco es una obra para ganar el favor de Dios. Finalmente, por el ayuno, podríamos caer en el ascetismo (Colosenses 2:20-23).

El ayuno permite estar más disponible para “las cosas de arriba” (Colosenses 3:1). El cristiano puede sentir la necesidad de ayunar cuando atraviesa tentaciones particulares (Mateo 4:2), a fin de buscar la presencia de Dios. También puede ayunar cuando tiene que tomar una decisión, o para facilitar la oración en ciertas pruebas particularmente difíciles (Lucas 6:12; Hechos 13:2; Marcos 9:29).