La autoridad de las Escrituras

Lucas 24

Un Salvador resucitado

El período durante el cual nuestro adorable Señor estuvo en la tumba debió ser un momento oscuro y desconcertante para muchos de los “que esperaban la redención en Jerusalén” (Lucas 2:38). Demandaba una fe tranquila, clara y vigorosa para levantar el corazón por encima de las espesas nubes que se acumulaban por entonces en el horizonte del pueblo de Dios, y no parece que muchos tuvieran esa fe en ese momento de prueba.

Podemos considerar a los dos discípulos que viajaron juntos a Emaús como ejemplo de la condición de muchos, por no decir de todos, los amados santos de Dios durante los tres días y tres noches que nuestro amado Señor estuvo en el corazón de la tierra (Mateo 12:40). Estaban totalmente desconcertados, sin saber qué hacer. “E iban hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido. Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos. Mas los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen” (Lucas 24:14-16).

Sus mentes estaban llenas de pensamientos acerca de las circunstancias que los rodeaban. Toda esperanza parecía haberse disipado. Las expectativas que abrigaban se desvanecieron. Toda la escena estaba cubierta por la oscura sombra de la muerte, y sus pobres corazones estaban tristes.

Pero notemos cómo las palabras de amonestación y aliento del Salvador resucitado retumban en sus alicaídos espíritus:

[Jesús] les dijo: ¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?
(Lucas 24:17).

Seguramente esta era una razonable e importante pregunta para esos queridos discípulos; una pregunta cuyo principal objetivo era hacerles entrar en razón, como decimos. Era justamente lo que precisaban en ese momento, ocupados, como estaban, en las circunstancias en vez de descansar en la eterna e inmutable verdad de Dios. Las Escrituras eran suficientemente claras y simples si hubieran escuchado su voz. Pero en vez de escuchar solamente el claro testimonio del Espíritu eterno en la Palabra, dejaron que sus mentes queden expuestas a la acción e influencia de las circunstancias externas. En vez de mantenerse con pie firme sobre la roca eterna de la revelación divina, luchaban en medio de las olas del tempestuoso océano de la vida. En una palabra, en cuanto a su mente, habían caído por un momento bajo el poder de la muerte, y no ha de asombrarnos el hecho de que sus corazones y sus pláticas estuvieran llenas de tristeza y penumbra.

Y ¿no sucede a veces que nosotros también caemos del mismo modo bajo el poder de las cosas visibles y temporales, en vez de vivir por la fe a la luz de las cosas que no se ven y que son eternas? Sí, nosotros, que profesamos conocer y creer en un Salvador resucitado, que creemos que hemos muerto y resucitado con él, que tenemos el Espíritu Santo que mora en nosotros, ¿no nos debilitamos y nos dejamos abatir a veces? Y, en esos momentos, ¿no necesitamos las palabras de amonestación y aliento de un Salvador resucitado? ¿Acaso ese precioso y adorable Salvador no tiene a menudo la ocasión de hacer la pregunta a nuestros corazones: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?” (Lucas 24:17)? ¿Acaso no sucede a menudo que cuando nos reunimos o cuando andamos por el camino, nuestras “pláticas” son cualquier cosa menos lo que deberían ser? Puede que estemos tristemente preocupados por las deprimentes circunstancias que nos rodean: por el tiempo, las perspectivas del país, el estado de la economía, nuestra pobre salud, las dificultades para conseguir lo suficiente para vivir, por todo, en definitiva, menos por lo más excelente.

En efecto, tan ocupados estamos con estas cosas, que nuestros ojos espirituales “están velados”, y no reconocemos a aquella bendita Persona que, en su fiel y tierno amor, está a nuestro lado, y que tiene que mover y reprender nuestro errante corazón con su penetrante y poderosa pregunta: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?”.

Pensemos en esto. Demanda realmente nuestra consideración. Somos demasiado propensos a dejar que nuestras mentes caigan bajo el poder y la presión de las circunstancias, en vez de vivir en el poder de la fe. Vivimos ocupados de cuanto nos rodea en vez de poner “la mira en las cosas de arriba” (Colosenses 3:2), en aquellas benditas y brillantes realidades que son nuestras en Cristo.

Y ¿cuál es el resultado? ¿Mejoramos nuestras circunstancias o nuestras perspectivas preocupándonos por ellas con un aire sombrío? ¡En lo más mínimo! ¿Qué, pues? Simplemente nos hacemos desdichados a nosotros y nuestras pláticas se tornan desalentadoras; y lo peor de todo es que deshonramos la causa de Cristo.

Los cristianos olvidan lo importante que es su temperamento, su porte, su apariencia y su conducta en la vida diaria. Olvidamos que la gloria del Señor está íntimamente ligada a nuestro comportamiento de cada día. Todos sabemos que, en la vida social, juzgamos el carácter del jefe de una casa por lo que vemos en sus hijos y criados. Si los hijos lucen miserables y abatidos, podemos inferir que su padre es de genio áspero, severo y arbitrario con ellos. Si vemos a los criados agobiados y molidos, consideramos al patrón duro de corazón y opresor. En pocas palabras, por lo general usted puede hacer una estimación medianamente razonable del jefe de una casa por el tono, espíritu, estilo y conducta de los miembros de su casa.

¡Con cuánta más seriedad y fervor, pues, deberíamos, como miembros de la casa de Dios, dar una correcta impresión de lo que Él es, por nuestro temperamento, espíritu, estilo y conducta! Si los hombres del mundo –aquellos con quienes tenemos trato a diario en los detalles prácticos de la vida– ven en nosotros personas agrias, malhumoradas, abatidas; si nos oyen quejándonos de esto y de aquello; si nos ven ocupados en nuestros propios asuntos, codiciando, rapiñando y realizando los más ventajosos negocios como cualquier otro comerciante; si nos ven oprimiendo a nuestros empleados con trabajos pesados, bajos salarios y viandas miserables, ¿qué estimación pueden formarse de Aquel a quien llamamos nuestro Padre y Amo en el cielo?

No menospreciemos ni demos la espalda a estas simples palabras. Podemos estar seguros de que las necesitamos en un tiempo como el presente de tanta profesión. Hoy se hace mucho uso meramente intelectual de la verdad de Dios, que no alcanza la conciencia, no toca el corazón, ni afecta la vida. Sabemos que hemos muerto y resucitado; pero cuando ocurre algo que nos afecta en nuestras personas, en nuestras relaciones o nuestros intereses, en seguida demostramos el poco poder que esa preciosa verdad tiene sobre nosotros.

Que el Señor nos conceda la gracia de aplicar fervientemente nuestros corazones a estas cosas, de modo que pueda reflejarse más fielmente en nuestra marcha diaria un auténtico cristianismo, que glorifique a nuestro Dios y Padre de gracia, y a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, y que también permita que aquellos con quienes tratamos a diario puedan ver en nosotros un fiel reflejo de lo que es realmente la religión pura en su acción sobre toda nuestra marcha y carácter.

Todos podemos experimentar más la presencia de un Salvador resucitado, y hallar allí una victoriosa respuesta a todas las oscuras sugerencias del enemigo, los deprimentes razonamientos de nuestros corazones y las fatales influencias de las circunstancias que nos rodean. ¡Que Dios, en su infinita gracia, nos conceda estas cosas, por amor a Jesús!

Es imposible leer esta encantadora porción del Libro inspirado (Lucas 24) sin dejar de sentirnos conmovidos ante lo que podríamos aventurarnos a llamar el poder de reunión de la voz y presencia de un Salvador resucitado. Vemos a los queridos discípulos dispersos acá y allá, llenos de dudas y perplejidad, temor y desaliento, algunos corriendo al sepulcro, otros viniendo de él; unos yendo a Emaús, y otros amontonados en Jerusalén, en varios estados y condiciones.

Pero la voz y la presencia experimentada de Jesús reunían, reconfortaban y animaban a todos, y congregaban a todos alrededor de su propia Persona bendita en adoración, amor y alabanza. Había un indescriptible poder en Su presencia para satisfacer cualquier estado del corazón y la mente. Así fue, así es, y así será siempre. ¡Bendito y loado sea su precioso Nombre! Hay poder en la presencia de un Salvador resucitado para resolver nuestras dificultades, disipar nuestras incertidumbres, calmar nuestros temores, aliviar nuestras cargas, secar nuestras lágrimas, satisfacer cada una de nuestras necesidades, calmar nuestros espíritus y saciar todos los anhelos de nuestro corazón.

Jesús, tú bastas para todo
Llenas la mente y el corazón
Tu vida calma el alma ansiosa
Tu amor disipa su temor.

Los dos discípulos que iban camino a Emaús probaron algo de esto, a juzgar por las encendidas palabras que intercambiaban entre sí.

¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?
(Lucas 24:32).

En efecto, aquí radicaba el profundo y precioso secreto: El Señor Jesús “nos hablaba” y “nos abría las Escrituras”. ¡Qué plácidos momentos! ¡Qué sublime comunión! ¡Qué amoroso ministerio! Un Salvador resucitado que reúne sus corazones por Sus maravillosas palabras y poderosa exposición de las Escrituras.

¿Cuál fue el efecto, el resultado necesario? Los dos viajeros en seguida volvieron a Jerusalén para buscar a sus hermanos. No podía ser de otra manera. Si perdemos de vista al Salvador resucitado seguramente nos alejaremos de nuestros hermanos, y nos volcaremos a nuestros propios intereses; seguiremos nuestro propio camino y caeremos en la indiferencia fría, muerta y egoísta. Por otra parte, desde el momento que entramos realmente en la presencia de Cristo, cuando oímos su voz y sentimos el dulzor y poder de su amor, cuando nuestros corazones son sometidos a la poderosa influencia moral de Su precioso y amoroso ministerio, entonces seremos guiados con un verdadero afecto e interés hacia todos nuestros hermanos con el vivo deseo de encontrar nuestro lugar en medio de ellos para comunicarles el profundo gozo que llena nuestras almas. Podemos establecer como principio fundamental, como axioma espiritual, que es absolutamente imposible respirar la atmósfera de la presencia de un Salvador resucitado y permanecer en una condición aislada, independiente o fragmentaria. Su querida presencia derrite necesariamente el corazón haciéndolo fluir como una fuente de afecto y bendición hacia todos aquellos que le pertenecen.

Pero prosigamos con nuestro capítulo.

“Y levantándose en la misma hora” de la noche –demostrando así que no tenían grandes negocios en Emaús, o lo supremo que era el bendito objeto que ahora tenían ante ellos– “volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan. Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros. Entonces, espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu” (v. 33-37).

Ellos también necesitaban las palabras de amonestación y aliento de un Salvador resucitado para despertar sus sentidos, calmar sus miedos y levantar su ánimo caído. Necesitaban comprender el poder de su presencia como el Resucitado. Acababan de declarar a sus dos hermanos de Emaús que “Ha resucitado el Señor verdaderamente”; sin embargo, cuando su Señor resucitado les apareció, ellos no le conocieron, y él tuvo que desafiar sus corazones con estas palabras conmovedoras: “¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. Y como todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos” (v. 38-43).

¡Qué tierno amor! ¡Qué misericordiosa condescendencia hacia sus debilidades y necesidades! ¡Qué compasiva penetración en todos sus sentimientos, a pesar de la insensatez e incredulidad de ellos! ¡Misericordioso Salvador! ¿Quién no habría de amarte? ¿Quién no habría de confiar en ti? ¡Que el corazón entero pueda estar lleno de ti! ¡Que la vida entera esté dedicada, con todo el corazón, a tu bendito servicio! ¡Que todas nuestras energías estén puestas en tu causa! ¡Que todo lo que tenemos, y todo lo que amamos, sea puesto sobre tu altar como “culto racional”! ¡Que el Espíritu eterno obre en nosotros para la realización de estos grandes y añorados objetivos!

Pero antes de concluir este breve artículo, hay un punto de especial interés y valor sobre el cual debemos llamar la atención: la manera en que el Salvador resucitado honra la Palabra escrita. Él reprendió a los dos viajeros por ser tardos de corazón para creer las Escrituras. “Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (v. 27).

Lo mismo vemos en su entrevista con los once y con el resto en Jerusalén. Tan pronto como reveló Su identidad ante ellos, procuró conducir sus almas a la misma autoridad divina: a las Sagradas Escrituras. “Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras; y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (v. 44-47).

Todo esto es de la mayor importancia para nuestro tiempo. Estamos convencidos de que el corazón de los cristianos profesantes de todas partes necesita ser despertado ante las demandas supremas de la Palabra de Dios, su absoluta autoridad sobre la conciencia, su poder formativo, su plena influencia sobre toda la marcha, carácter y conducta.

Es de temer, y mucho, que la Biblia esté perdiendo rápidamente su lugar divino en los corazones de los que profesan tenerla como regla divina de fe y práctica. Siempre hemos oído la tan a menudo repetida consigna: «la Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes». ¡Ay!, si este lema fuese, como dice, siempre cierto, tememos que la verdad que comunica sea más que cuestionable en este momento. Muy pocos, comparativamente, incluso los que ocupan una alta posición en su profesión, parecen admitir –y menos todavía reconocer prácticamente–, que en todas las cosas –⁠ya sea en cuanto a fe o a práctica–, en todos los detalles prácticos de la vida, de la Iglesia, de la familia, del negocio y de nuestra marcha privada de cada día, debemos ser gobernados absolutamente por esa preceptiva, poderosa y gloriosa sentencia: “Escrito está” (Mateo 4:4, 7, 10), una sentencia sumamente acrecentada en valor y realzada en su gloria moral por el elocuente hecho de haber sido utilizada tres veces por nuestro adorable Señor al comienzo de su ministerio público, durante su conflicto con el adversario, y que resonó en los oídos de Sus amados cuando estaba por ascender al cielo.

En efecto, mi querido lector cristiano, “Escrito está” era una de las sentencias predilectas de nuestro divino Maestro y Señor. Él siempre obedeció la Palabra. Se sometió incondicionalmente y de corazón a su santa autoridad en todas las cosas. Vivió de ella y por ella desde el principio hasta el fin. Siempre anduvo conforme a ella y nunca actuó sin ella. No discutía ni cuestionaba, no suponía ni deducía, no le añadía ni le quitaba ni la calificaba en modo alguno: solo obedeció. Sí; Él, el Hijo eterno del Padre, que es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, hecho hombre, vivió de las Escrituras y anduvo regido por ellas continuamente. Ellas constituían el alimento de su alma, la sustancia y la base de su maravilloso ministerio, la autoridad divina de su camino perfecto.

En todo esto él fue nuestro gran Ejemplo. ¡Ojalá que sigamos sus benditas pisadas! ¡Que sometamos nuestros caminos, nuestros hábitos, nuestras asociaciones, a nosotros mismos y cuanto nos rodea, a la prueba de la Santa Escritura, y rechacemos, con inquebrantable decisión, sin importar qué se proponga o quien lo haga, todo lo que no soporte aquella luz escrutadora!

Estamos plenamente convencidos de que en cientos de miles de casos el objetivo primordial debe ser cambiar la actitud del corazón hacia la Palabra de Dios, reconocer plenamente la autoridad absoluta de la Palabra de Dios y someterse a ella. Es una positiva pérdida de tiempo y esfuerzo argumentar y discutir con hombres que no dan a la Escritura el mismo lugar que le dio nuestro Señor Jesucristo. Y cuando un hombre le da este lugar, no se necesita ningún argumento. Lo que realmente se necesita es hacer de la Palabra de Dios la base de nuestra paz personal y la autoridad de nuestra senda individual. ¡Que todos podamos hacerlo así!