El Dios vivo y una fe viva - Josafat
Hay un hecho grandioso y sustancial que se destaca prominentemente en cada página de la Santa Biblia y del que tenemos ejemplos en cada etapa de la historia del pueblo de Dios; un hecho de inmensa importancia y de poder espiritual para todos los tiempos, pero especialmente en momentos de oscuridad, dificultad y desánimo, ocasionados por la baja condición espiritual de muchos que profesan estar del lado de Dios. El hecho es este: La fe siempre puede contar con Dios, y Dios siempre responde a la fe.
Tal es el hecho, y tal es nuestra tesis; y si el lector nos acompaña, por unos momentos, a fijarnos en 2 Crónicas 20, hallará un ejemplo muy hermoso e impresionante de esto.
Ese capítulo nos muestra al rey Josafat en un aprieto realmente grave; nos informa de un momento oscuro en su vida. “Aconteció que los hijos de Moab y de Amón, y con ellos otros de los amonitas, vinieron contra Josafat a la guerra. Y acudieron algunos y dieron aviso a Josafat” –pues la gente siempre se da prisa para dar malas noticias– “diciendo: Contra ti viene una gran multitud del otro lado del mar, y de Siria” (v. 1-2).
Aquí se presentaba una dificultad de naturaleza poco corriente. Estas huestes invasoras estaban formadas por descendientes de Lot y de Esaú; y este hecho podía hacer surgir en la mente de Josafat una multitud de pensamientos contradictorios y de preguntas difíciles. No eran egipcios ni asirios, respecto a los cuales no cabía ninguna cuestión; pero, tanto Esaú como Lot, tenían parentesco con Israel, y pendía en el aire la pregunta de hasta qué punto había que reconocer tal parentesco.
Y no solo eso. El estado práctico de toda la nación de Israel –la condición en que se hallaba entonces el pueblo de Dios–, era como para dar lugar a los recelos más serios. Israel no presentaba ya un frente compacto al enemigo invasor. Su unidad visible había desaparecido. En sus fortificaciones se había abierto una brecha tremenda. Diez tribus se habían desgarrado de las otras dos. La condición de las primeras era terrible, y la de las segundas se tambaleaba demasiado.
Así pues, las circunstancias del rey Josafat eran sumamente oscuras y desanimadoras; y en cuanto a él mismo y su vida práctica, acababa de levantarse de las consecuencias de una caída humillante, de forma que sus recuerdos serían tan tristes como sus actuales circunstancias.
Pero es precisamente aquí donde nuestro hecho grandioso y sustancial se presenta a los ojos de la fe y arroja un haz de luz sobre toda la escena. No hay duda de que las cosas parecían lúgubres, pero había que tener en cuenta a Dios, y la fe podía contar con él, pues es un recurso que nunca falla: una gran realidad en todo tiempo y en cualquier circunstancia. “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar; aunque bramen y se turben sus aguas, y tiemblen los montes a causa de su braveza. Del río sus corrientes alegran la ciudad de Dios, el santuario de las moradas del Altísimo. Dios está en medio de ella; no será conmovida. Dios la ayudará al clarear la mañana. Bramaron las naciones, titubearon los reinos; dio él su voz, se derritió la tierra. Jehová de los ejércitos está con nosotros; nuestro refugio es el Dios de Jacob” (Salmos 46:1-7).
Aquí estaba el recurso de Josafat el día de su aflicción; y a él se encomendó Josafat de inmediato con esa fe viva que nunca fracasa en sacar poder y bendición del Dios vivo y verdadero, para remediar todo lo que necesitemos en nuestro camino. “Entonces él tuvo temor; y Josafat humilló su rostro para consultar a Jehová, e hizo pregonar ayuno a todo Judá. Y se reunieron los de Judá para pedir socorro a Jehová; y también de todas las ciudades de Judá vinieron a pedir ayuda a Jehová. Entonces Josafat se puso en pie en la asamblea de Judá y de Jerusalén, en la casa de Jehová, delante del atrio nuevo; y dijo: Jehová Dios de nuestros padres, ¿no eres tú Dios en los cielos, y tienes dominio sobre todos los reinos de las naciones? ¿No está en tu mano tal fuerza y poder, que no hay quien te resista? Dios nuestro, ¿no echaste tú los moradores de esta tierra delante de tu pueblo Israel, y la diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre?” (v. 3-7).
Así es como respira la fe, la que permite al alma emplazarse sobre el terreno más elevado posible. No importaba qué asuntos podía haber sin arreglar entre Esaú y Jacob; no había ninguno entre Abraham y el Dios Todopoderoso. Dios había entregado la tierra a Abraham, su amigo. ¿Por cuánto tiempo? Para siempre. Con eso bastaba. “Irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Dios nunca revocará su llamamiento ni retirará un don. Este es un principio fundamental establecido; y sobre esto, la fe siempre se sostiene con firme decisión.
Quizás el enemigo proponga mil insinuaciones; y quizá se enrede el pobre corazón en mil razonamientos. Podría parecer una presunción y una arrogancia, de parte de Josafat, plantar su pie en una plataforma tan alta. Todo eso estaba suficientemente bien en los días de David, de Salomón o de Josué, cuando la unidad de la nación se mantenía sin rotura, y la bandera de Jehová se cernía enhiesta y triunfante sobre las doce tribus de Israel. Pero tristemente las cosas habían cambiado; y podía parecer inconveniente en las circunstancias de Josafat usar un lenguaje tan altivo o arrogarse el ocupar una posición tan elevada.
¿Cuál es la respuesta de la fe a todo eso? Una muy sencilla, pero muy poderosa: Dios no cambia nunca. Es el mismo ayer, hoy y por siempre. ¿No le había regalado a Abraham la tierra de Canaán? ¿No la había otorgado a su descendencia para siempre? ¿No había ratificado el don con su palabra y su juramento –dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta–?
Pero entonces, ¿qué hacemos con la ley? ¿No efectuó ningún cambio? Absolutamente ninguno respecto al don y a la promesa de Dios. La gran transacción fijada y establecida para siempre entre el Dios Todopoderoso y su amigo Abraham precedió por cuatro siglos a la entrega de la ley. Así que ninguna cosa puede alterarla. No fue propuesta a Abraham ninguna condición legal. Todo fue de pura y absoluta gracia. Dios le regaló la tierra por promesa y no por ley, en ninguna forma o figura.
Ahora bien, esa promesa original fue el terreno en que Josafat tomó su posición; y estaba en lo cierto. Era lo único que tenía que hacer. No tenía ni la anchura de un cabello de base sólida en que apoyarse, fuera de estas palabras de oro: “La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre” (v. 7). O era esto o nada. Una fe viva siempre echa mano del Dios vivo. Nunca puede dejar de alcanzarlo, pues no se fija en los hombres ni en las circunstancias; no tiene en cuenta los cambios ni los azares de esta vida mortal; vive, se mueve y tiene su ser en la presencia del Dios vivo; se regocija en la luz de su bendita faz; lleva a cabo todos sus razonamientos sinceros dentro del santuario, y saca todas sus conclusiones felices de los hechos que ha descubierto en el santuario. No rebaja sus normas de acuerdo con la condición de las cosas que la rodean, sino que toma su posición, con denuedo y decisión, en el terreno más elevado.
Y este modo de obrar de la fe es siempre muy grato al corazón de Dios. El Dios vivo se deleita en una fe viva. Podemos estar completamente seguros de que, cuanto más audazmente la fe se apropia de Dios y sus promesas, tanto más lo aprecia Dios. Jamás debemos suponer que el Señor se satisfaga o sea glorificado con las obras de una mente legalista. No, sino que se goza en ser creído sin sombra de reserva o desconfianza; se deleita en que se cuente completamente con él y cuanto más profunda sea la necesidad, y más oscura la lobreguez circundante, tanto más glorificado es Dios por la fe que se apoya en él.
De ahí que podamos afirmar, con toda confianza, que la actitud y las expresiones de Josafat, en la escena que tenemos delante, estaban de completo acuerdo con el pensamiento de Dios. Hay una belleza especial en verle abrir, por decirlo así, el documento de donación y poner el dedo en aquella cláusula en virtud de la cual Israel es reconocido para siempre como el terrateniente ante Dios. No hay nada que pueda abolir esa cláusula o destruir ese documento. Ahí no cabe tachadura. Todo quedó bien ordenado y asegurado: “La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre”.
Este sí que era un fundamento sólido –el fundamento de Dios–, fundamento de la fe, que no puede ser sacudido jamás por el poder del enemigo. Es cierto que el enemigo podía haber traído a la memoria de Josafat su pecado, insensatez, fracaso y deslealtad. Más aún, podía haber sugerido a Josafat que el hecho mismo de la amenaza de invasión probaba que Israel había caído, porque si no hubiera sido así, no habría ni enemigo ni calamidad.
Pero también para esto la gracia había provisto una respuesta; una respuesta que la fe sabía bien cómo apropiársela. Josafat le menciona a Jehová la casa que Salomón había edificado a Su nombre: “Te han edificado en ella (la tierra) santuario a tu nombre, diciendo: Si mal viniere sobre nosotros, o espada de castigo, o pestilencia, o hambre, nos presentaremos delante de esta casa, y delante de ti (porque tu nombre está en esta casa), y a causa de nuestras tribulaciones clamaremos a ti, y tú nos oirás y salvarás. Ahora, pues, he aquí los hijos de Amón y de Moab, y los del monte de Seir, a cuya tierra no quisiste que pasase Israel cuando venía de la tierra de Egipto, sino que se apartase de ellos, y no los destruyese; he aquí ellos nos dan el pago viniendo a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión. ¡Oh Dios nuestro! ¿No los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos” (v. 8-12).
En verdad, aquí hay una fe viva tratando con el Dios vivo. No es una profesión vacía –no es un credo sin vida–, no es una teoría fría y sin eficacia. No es alguien que “dice que tiene fe” (Santiago 2:14). Tales cosas no podrán jamás tenerse en pie el día de la batalla. Pueden marchar bastante bien cuando todo está en calma; pero cuando hay que luchar con dificultades –cuando hay que encarar de frente al enemigo–, toda fe que es meramente de nombre, toda profesión de labios para fuera, demostrarán ser como hojas de otoño a punto de ser arrastradas por el viento. Nada podrá resistir la prueba de un conflicto real, excepto una fe viva y personal en un Dios Salvador vivo y personal. Esto es lo que se necesita. Solo esto puede sostener el corazón, venga lo que venga. La fe introduce a Dios en escena, y todo es fuerza, victoria y paz perfecta.
Esto ocurrió con el rey de Judá en los días de 2 Crónicas 20. “En nosotros no hay fuerza… No sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos”. Esta es la manera de ocupar el terreno de Dios, con los ojos fijos en el mismo Dios. Este es el secreto verdadero de la estabilidad y de la paz. El diablo no dejará piedra sin mover para sacarnos del verdadero terreno que, como cristianos, deberíamos ocupar en estos últimos días; y, en lo que respecta a nosotros, no tenemos ninguna fuerza contra él. Nuestro único recurso está en el Dios vivo. Si nuestros ojos están fijos en él, nada podrá hacernos daño. “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3).
¿Está usted en el terreno de Dios? ¿Puede pronunciar un “así dice Jehová” para la posición que usted ocupa en este momento? ¿Está conscientemente parado sobre el sólido cimiento de la santa Escritura? ¿Hay algo ambiguo o cuestionable en sus circunstancias o asociaciones? Le rogamos que sopese estas preguntas solemnemente en la presencia de Dios. Estamos pasando por circunstancias muy críticas. Los hombres toman partido por una causa u otra. Los diversos principios están actuando y se acercan a una confrontación. Nunca se ha necesitado tanto, como ahora, estar totalmente y sin equívocos del lado del Señor.
Josafat jamás habría podido enfrentarse con los amonitas, moabitas y edomitas, si no hubiese estado persuadido de que sus pies se asentaban en el mismo terreno que Dios había dado a Abraham. Si el enemigo hubiese podido sacudir su confianza respecto a esto, habría podido obtener sobre él una victoria fácil. Pero Josafat sabía dónde estaba y qué terreno pisaba; comprendía su situación y, por consiguiente, podía fijar confiadamente sus ojos en el Dios vivo. No abrigaba recelos en cuanto a su posición; no dijo, como dicen muchos hoy: «No estoy del todo seguro; pienso que puedo confiar; pero a veces vienen las nubes sobre mi alma y me hacen dudar de si realmente estoy en el terreno de Dios».
¡Ah, no! El rey de Judá no habría entendido tal lenguaje. Para él, todo estaba claro. Sus ojos descansaban en lo que Dios había dado al principio; estaba seguro de que pisaba el terreno verdadero del Israel de Dios; y aunque no todo Israel estaba allí con él, Dios estaba con él y eso le bastaba. Tenía una fe viva en el Dios vivo: lo único que puede tenerse en pie el día de la prueba.
Hay algo en la actitud y en las expresiones del rey de Judá en esa memorable ocasión, que merece mucho la profunda atención del lector. Sus pies estaban firmemente fijos en el terreno de Dios, y sus ojos estaban fijos en Dios mismo; además de esto, tenía un sentido profundo de su propia nada. No tenía ni sombra de duda respecto al hecho de estar en posesión de la heredad misma que Dios le había dado. Sabía que estaba en su debido lugar; no lo dudaba, ni aun lo esperaba, ¡lo sabía! Podía decir: “Sé a quien he creído, y estoy seguro” (2 Timoteo 1:12).
Esto es de la mayor importancia. No podemos hacer frente al enemigo si hay equívocos en nuestra posición. Si hay algún recelo secreto en cuanto a si estamos en nuestro debido lugar, si no podemos pronunciar un “así dice Jehová” por la posición que ocupamos, la senda que pisamos, las asociaciones que mantenemos o la obra en que estamos metidos, de seguro que seremos débiles en la hora del conflicto. No hay duda de que Satanás se aprovechará de la menor flaqueza que halle en el alma. Si queremos estar dispuestos a enfrentarnos con el enemigo, hemos de tener todo bien asegurado respecto a nuestra situación. Es menester que haya una plena confianza respecto a nuestra posición real delante de Dios; de lo contrario, el enemigo obtendrá una victoria fácil.
Es precisamente aquí donde se hace evidente tanta debilidad entre los hijos de Dios. Muy pocos, relativamente, tienen claridad, sanidad y firmeza en cuanto a su fundamento; muy pocos pueden, sin reservas, descansar sobre la base bendita de haber sido lavados en la sangre de Cristo y sellados con el Espíritu Santo. En algunos momentos, abrigan ciertas esperanzas acerca de ello. Cuando las cosas les marchan bien; cuando pasaron buenos momentos en el retiro de su aposento privado; cuando han disfrutado de una cercanía especial con Dios en la oración y en la lectura de la Palabra; cuando están sentados escuchando un ministerio de la Palabra lleno de claridad, fervor y poder, es posible que en tales momentos se atrevan a hablar confiadamente de sí mismos.
Pero las negras nubes no tardan en aglomerarse y sienten de nuevo la operación del pecado que mora en su interior; son afligidos por el desvarío de sus pensamientos; o quizá han sucumbido a alguna ligereza de espíritu o algún arranque de mal humor. Entonces comienzan a razonar acerca de sí mismos y a poner en duda si son o no, en realidad, hijos de Dios. Y de los razonamientos y perplejidades, muy pronto se deslizan hasta la incredulidad y se zambullen en la densa oscuridad de una desconfianza lindante con la desesperación.
Todo esto es muy triste. Deshonra a Dios y, al mismo tiempo, destruye la paz del alma; en tal condición, no cabe duda de que no pueden hacer ningún progreso. ¿Cómo se puede comenzar una carrera sin despejar antes el punto de salida? ¿Cómo levantar un edificio sin echar antes los cimientos? Por el mismo principio, ¿cómo puede uno crecer en la vida divina, si está siempre inclinado a dudar de si tiene o no esa vida?
Pero es posible que algún lector pregunte: «¿Cómo puedo asegurarme de que estoy en el terreno de Dios, de que estoy lavado en la sangre de Cristo y sellado con el Espíritu Santo?». A esto respondemos: ¿Cómo sabe usted que es un pecador perdido? ¿Es porque lo siente así? ¿La base de su fe es un mero sentimiento? Si es así, no es una fe verdadera, porque la verdadera fe se basa únicamente en el testimonio de la Sagrada Escritura.
No hay duda de que esta fe viva solo puede ejercitarse por medio de la energía que el Espíritu Santo otorga en gracia; pero ahora estamos hablando del verdadero terreno de la fe, de la autoridad, la base en que se asienta, y esta es sencillamente la Sagrada Escritura, que, como nos dice el inspirado apóstol, puede hacernos sabios para la salvación, y que hasta un niño puede conocer, independientemente de la iglesia, el clero, los Padres de la Iglesia, los doctores, los concilios, los seminarios y de cualquier otra intervención humana (2 Timoteo 3:15-17).
“Abraham creyó a Dios”. Esta era una fe divina; no fue cosa de sentimientos. En realidad, si Abraham se hubiese guiado por sus sentimientos, habría sido escéptico en vez de creyente, pues ¿qué fundamento podía hallar en sí mismo? ¿“Su cuerpo, que estaba ya como muerto”? ¡Pobre cimiento, de seguro, donde descansar su fe en la promesa de una descendencia innumerable! Pero se nos dice:
No se debilitó en la fe al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto
(Romanos 4:19).
¿Qué, pues, consideró? Consideró la palabra del Dios vivo, y en ella descansó. Esto es fe. Nótese lo que añade el apóstol: “Tampoco dudó, por incredulidad” (pues la incredulidad es siempre una vacilación), “de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia” (v. 20-22).
Pero el angustiado lector podrá decir: «¡Ah!, ¿y qué tiene que ver todo eso con mi caso? Yo no soy un Abraham, no puedo esperar una revelación especial de Dios. ¿Cómo puedo saber que Dios me ha hablado? ¿Cómo puedo poseer esa fe preciosa?». Querido amigo, fíjese en lo que el apóstol dice a continuación: “Y no solamente con respecto a él se escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a” –¿a quiénes? ¿A los que sentimos, los que nos damos cuenta, a los que experimentamos algo en nosotros mismos? ¡No!, sino– “a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (v. 23-25).
Todo esto está lleno de sólido consuelo y de la más rica consolación, pues nos asegura que disponemos de la misma base y autoridad que tenía Abraham para apoyarse, pero con muchísima más luz arrojada sobre esa base, puesto que Abraham fue llamado a creer en una promesa, mientras que nosotros tenemos el privilegio de creer en un hecho consumado. Él hubo de mirar hacia adelante, a lo que tenía que ser llevado a cabo; nosotros miramos hacia atrás, a lo que ya está hecho, hacia una redención cumplida, atestiguada por el hecho de un Salvador resucitado y glorificado a la diestra de la Majestad en las alturas.
Pero respecto a la base o autoridad sobre la cual somos llamados a apoyarnos, es la misma en nuestro caso que en el de Abraham y el de todos los verdaderos creyentes de todas las épocas: es la Palabra de Dios, las Sagradas Escrituras. No existe ningún otro fundamento de la fe que no sea este; y la fe que se apoya en cualquier otro fundamento, no es de ningún modo la fe verdadera. Una fe que se apoye en la tradición humana, en la autoridad de la Iglesia o de los llamados concilios generales, en el clero o en hombres eruditos, no es fe divina, sino mera superstición; es una fe fundada “en la sabiduría de los hombres”, no “en el poder de Dios” (1 Corintios 2:5).
No hay pluma humana ni lengua mortal que pueda dar demasiado valor o importancia a este gran principio: el de una fe viva. Su valor en los momentos actuales es sencillamente indecible. Creemos que es el antídoto divino contra la mayoría, si no todos, de los principales errores, males e influjos hostiles del tiempo en que vivimos. Se produce en torno nuestro un sacudimiento tremendo. Las mentes están agitadas. Las fuerzas perturbadoras extendidas por doquier. Se resquebrajan los cimientos. Las antiguas instituciones, a las que se aferra la mente humana como la hiedra a la encina, se bambolean por todos los lados; muchas, de hecho, se han caído; y miles de almas que han procurado hallar refugio en ellas, no encuentran su lugar y se ven asustadas, sin saber a qué lado dirigirse. Hay quienes dicen: “¡Los ladrillos han caído, mas de piedra labrada volveremos a edificar!” (Isaías 9:10, V. M.). Pero otros se hallan en total perplejidad. La mayoría, enteramente desasosegados.
Y no es esto todo; hay una clase numerosa, formada en su mayor parte por los que no están tan preocupados por la condición y el destino de las instituciones religiosas ni de los sistemas eclesiásticos, como por la condición y el destino de su alma inmortal: son los que no se turban por cosas como «la iglesia ancha, alta o baja», «la iglesia estatal», o «la iglesia libre», sino solo por esta gran cuestión: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Hechos 16:30). ¿Qué tenemos que decir a estos últimos? ¿Cuál es la verdadera necesidad de su alma? Sencillamente esta: «Una fe viva en el Dios vivo». Esto es lo que necesitan todos los que están turbados por lo que ven fuera o sienten dentro. Nuestros recursos inagotables están en el Dios vivo y en su Hijo Jesucristo, según nos es revelado por el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras.
Aquí está el verdadero lugar de reposo de la fe y a eso invitamos, con la mayor seriedad, urgencia y solemnidad, al lector angustiado. En otras palabras, le rogamos que se apoye por entero en la Palabra de Dios, la Santa Biblia. Ahí tenemos la autoridad para todo lo que necesitamos saber, creer y hacer.
¿Estamos angustiados por nuestra salvación eterna? Oigamos estas palabras:
Por tanto, Jehová el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure
(Isaías 28:16).
Estas preciosas palabras, tan llenas de poder tranquilizador, son citadas por el inspirado apóstol Pedro en el Nuevo Testamento: “Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado” (1 Pedro 2:6).
¡Qué sólido consuelo! ¡Qué reposo tan profundo y asegurado para el alma angustiada! Dios ha puesto el fundamento; y ese fundamento es nada menos que su Hijo eterno, el Hijo que ha morado desde la eternidad en el seno del Padre. Este fundamento es, en todo respecto, suficiente para sostener el peso entero de los consejos y propósitos del eterno Tres en Uno; para satisfacer todas las demandas de la naturaleza, el carácter y el trono de Dios.
Al ser así ese fundamento, por fuerza ha de ser también suficiente para satisfacer todas las necesidades de un alma angustiada, sean cuales sean tales necesidades. Si Cristo es suficiente para Dios, por fuerza ha de ser suficiente para el hombre –para cualquier hombre–, para el lector. La porción misma que acabamos de citar prueba que es suficiente. Cristo es el fundamento de Dios, puesto por sus propias manos, la base y el centro de ese sistema glorioso de la gracia regia y victoriosa, implícita en la palabra “Sion” (Hebreos 12:22-24). Él es la piedra preciosa, probada, angular, de Dios, ese Salvador adorable que bajó hasta las aguas oscuras de la muerte, que llevó sobre sí el pesado juicio y la ira terrible de Dios contra el pecado, que privó de su aguijón a la muerte y de su victoria al sepulcro, que destruyó al que tenía el imperio de la muerte: arrebató de las garras del enemigo esa arma tremenda con la que le había armado el pecado, e hizo de ella el instrumento mismo de su derrota y confusión eterna. Y después de llevar a cabo todo esto, fue recibido en gloria y está sentado a la diestra de la Majestad en los cielos.
Tal es el fundamento puesto por Dios, y hacia ese fundamento, él, en gracia, llama la atención de todo el que realmente sienta la necesidad de algo divinamente sólido sobre lo cual edificar, en vista de la superficialidad e inconsistencia de las cosas de este mundo, y con la perspectiva de las serias realidades de la eternidad. Se le invita ahora, lector, a edificar sobre ese fundamento. Tenga por seguro que es para usted, tan positiva y claramente como si oyese una voz del cielo que le habla personalmente. La palabra del Dios vivo se dirige a “toda la creación que está debajo del cielo”; todo “el que quiera” es invitado a venir (Colosenses 1:23; Apocalipsis 22:17).
El Libro inspirado ha sido puesto en manos de usted y abierto delante de sus ojos; ¿y para qué piensa que está ahí? ¿Para mofarse de usted o excitar su apetito por cosas que no ha de obtener? ¡Oh, no! No es así como obra Dios. ¿Envía él su sol y su lluvia para burlarse y no satisfacer nuestra hambre, o para darnos alegría y refrigerio? ¿Puede usted poner en duda las enseñanzas que le ofrece el Libro de la Creación? De seguro que no; sin embargo, podría haber algún fundamento para tales dudas, puesto que, desde que ese maravilloso volumen de la creación fue compuesto, ha entrado el pecado y ha echado sus negras manchas sobre él.
Pero, a pesar del pecado en todas sus formas y consecuencias, y del poder y la malicia de Satanás, Dios ha hablado, haciendo que su voz se oiga en este mundo oscuro y pecador. ¿Y qué ha dicho? “He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra” (Isaías 28:16). Esto es algo totalmente nuevo. Es como si nuestro bendito Dios, lleno de amor y de gracia, nos hubiera dicho: «Aquí he comenzado algo nuevo. He puesto un fundamento sobre la base de la redención, que no puede echarse a perder por nada del mundo: ni por el pecado, ni por Satanás, ni por ninguna otra cosa. Yo pongo el fundamento y empeño mi palabra de que todo el que crea –todo el que se entregue, con fe confiada, como un niño, sin reservas, a mi fundamento–, todo el que descanse en mi Cristo y se satisfaga con mi piedra angular, preciosa y probada, nunca, ¡nunca! será confundido ni avergonzado, no quedará jamás decepcionado, jamás se perderá, por toda la eternidad».
Querido lector, ¿todavía está usted perplejo? Solemnemente le aseguramos que no vemos ni sombra de motivo alguno por el que haya de dudar aún. Si hubiera algún otro problema que resolver, alguna otra condición que cumplir o algún obstáculo que remover, habría motivo para que estuviese perplejo. Si hubiera un solo prerrequisito que tuviese que cumplir –si fuera cuestión de sentimientos o experiencia, o de alguna otra cosa que usted pudiera hacer, sentir o ser–, habría entonces realmente motivo justo para que pudiese demorarse. Pero no hay nada de eso. Están el Cristo de Dios y la Palabra de Dios, y entonces, ¿qué? El “que en él creyere, no será avergonzado” (Romanos 10:11).
En otras palabras, se trata sencillamente de «una fe viva en el Dios vivo». Se trata de tomar a Dios por su palabra; de creer lo que él dice, porque lo dice él. Se trata de entregar el alma a la palabra de Aquel que no puede mentir. Lo que hizo Abraham cuando creyó a Dios y le fue contado por justicia. Lo que hizo Josafat cuando plantó firmemente sus pies sobre aquellas palabras inmortales: “La diste a la descendencia de Abraham tu amigo para siempre”. Y es también lo que hicieron los patriarcas, los profetas, los apóstoles y los santos de todas las épocas, cuando descansaron, para el tiempo y para la eternidad, sobre esa Palabra que “para siempre, oh Jehová, permanece… en los cielos” (Salmo 119:89), y vivieron de ese modo en paz, y murieron con la esperanza de una resurrección gloriosa. Es descansar con calma y dulzura en la roca inconmovible de la Sagrada Escritura, probando así la virtud divina y sustentadora de aquello que nunca le ha fallado a nadie que haya confiado en ella, y no le fallará ni puede fallarle jamás.
¡Oh, la bendición inefable de tener tal fundamento en un mundo como este, donde todo está marcado por la muerte, el deterioro y el cambio! Donde los lazos más estimados de la amistad quedan rotos en un abrir y cerrar de ojos por la mano cruel de la muerte; donde todo lo que parece más estable, a los ojos de la naturaleza, está expuesto a ser barrido en un momento por la encrespada marea de una revolución popular; donde no hay absolutamente nada que pueda servir de soporte al corazón y animarnos a decir: «He hallado ahora un reposo permanente». ¡Qué merced, en tales circunstancias, es tener «una fe viva en el Dios vivo»!
No se avergonzarán los que esperan en mí
(Isaías 49:23).
Tal es la grandiosa declaración del Dios vivo; una declaración hecha realidad en la experiencia de todos los que han sido fortalecidos por la gracia para ejercitar la fe viva. Pero entonces hemos de recordar lo mucho que está implicado en esas tres palabras: “esperan en mí”. La espera debe ser un hecho real. No nos servirá decir que esperamos en Dios, si, en realidad, nuestros ojos miran de soslayo hacia algún apoyo humano y ponen su confianza en una criatura. Debemos estar absolutamente recluidos con Dios. Debemos acabar definitivamente tanto con el yo como con las circunstancias que lo rodean, para probar plenamente lo que es la vida de fe y lo que son los recursos de Dios. Dios y la criatura nunca pueden ocupar una misma plataforma. Tiene que estar solamente Dios. “Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación. Es mi refugio, no resbalaré” (Salmo 62:5-6).
Así ocurrió con Josafat en la escena que se nos narra en 2 Crónicas 20. Dependía enteramente de Dios. Para él, era o Dios o nada. “En nosotros no hay fuerza”. Entonces, ¿qué?, “a ti volvemos nuestros ojos”. Con eso bastaba. Bien le vino a Josafat no tener ni un solo átomo de fuerza, ni un solo rayo de luz de conocimiento natural, porque así estaba en la mejor actitud y en la mejor condición posible para probar lo que Dios era. Habría sido una pérdida incalculable para él poder disponer de la menor partícula de fuerza o sabiduría humana, ya que eso habría demostrado ser solo un obstáculo para apoyarse únicamente en el brazo y el consejo del Dios Todopoderoso. Si el ojo de la fe se fija en el Dios vivo, si Dios llena todo el ámbito de la visión del alma, ¿para qué queremos entonces nuestra fuerza o nuestro conocimiento? ¿Quién pensaría en descansar en lo humano, cuando puede tener lo divino? ¿Quién se apoyaría “en un brazo de carne” (Jeremías 17:5, V. M.), cuando puede apoyarse en el brazo del Dios vivo?
¿Está usted ahora en algún aprieto, en alguna prueba, necesidad o dificultad? Si es así, permítanos rogarle que mire sencilla y únicamente al Dios vivo. Quite completamente sus ojos de la criatura: “Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz” (Isaías 2:22). Deje que su fe eche mano ahora de la fuerza del mismo Dios. Ponga su caso enteramente en Su mano omnipotente. Eche sobre él su carga, cualquiera que fuera, sin reservas. Él quiere y puede llevarla, usted solo tiene que confiar plenamente en él. Le gusta que se confíe en Él y se complace en servir. Su mayor gozo –bendito sea su nombre–, es dar una respuesta rápida y completa al llamado de la fe. Vale la pena tener una carga encima, para conocer la bendición de echarla sobre él. Así lo halló el rey de Judá en el día de su apuro, y así lo hallará también el lector ahora. Dios no falla nunca a un corazón confiado: “No se avergonzarán los que esperan en mí” (Isaías 49:23). ¡Preciosas palabras! Notemos cómo se cumplen en el relato que tenemos delante.
Tan pronto como Josafat se puso enteramente en las manos del Señor, vino a sus oídos, con claridad y poder, la respuesta divina: “Oíd, Judá todo, y vosotros moradores de Jerusalén, y tú, rey Josafat. Jehová os dice así: No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios… No habrá para que peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros. Oh Judá y Jerusalén, no temáis ni desmayéis; salid mañana contra ellos, porque Jehová estará con vosotros” (2 Crónicas 20:15-17).
¡Qué respuesta! “No es vuestra la guerra, sino de Dios”. Seguramente que no podía caber ninguna duda respecto al resultado de tal guerra. Josafat había puesto todo el asunto en manos de Dios, y Dios lo tomó e hizo que fuese enteramente asunto suyo. Así ocurre siempre. La fe pone en manos de Dios la dificultad, la prueba y la carga, y deja que él actúe. Con eso basta, pues Dios nunca rehúsa responder al llamado de la fe; más aún, se deleita en responder. Josafat había puesto el caso entre Dios y el enemigo, pues había dicho: Vienen “a arrojarnos de la heredad que tú nos diste en posesión”.
No podía haber nada más sencillo. Dios le había dado a Israel la tierra y podía guardarlos en ella, a pesar de diez mil enemigos. Así es como razona la fe. La misma Mano que los había colocado en la tierra, podía guardarlos allí; era sencillamente asunto del poder divino: “¡Oh Dios nuestro! ¿No los juzgarás tú? Porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros; no sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos”.
Es un punto admirable en la historia de cualquier alma cuando llega a decir: “En mí no hay fuerza”. Eso es el precursor seguro de la liberación divina. Cuando una persona es llevada a descubrir su total impotencia, la palabra divina es: “Estad quedos, y ved” la salvación de Dios (Éxodo 14:13, RV 1909). No se necesita «fuerza» para estar «quietos». Ni se necesita ningún esfuerzo para ver “la salvación” de Dios. Esto es también valedero respecto al pecador, cuando viene a Cristo por primera vez; e igualmente es valedero respecto al cristiano en todo el curso de su vida, de principio a fin. La gran dificultad está en perder enteramente la confianza en nuestras fuerzas. Una vez allí, todo está resuelto.
Quizás haya que luchar y ejercitarse antes de que tengamos que decir: «¡No tengo fuerzas!». Pero, en el momento en que pisamos ese terreno, la palabra es: “Estad quietos y ved la salvación de Jehová”. El esfuerzo del hombre, en cualquier forma o figura, solo sirve para levantar una barrera entre él y la salvación de Dios. Si Dios ha tomado a su cargo el caso, bien podemos estar quietos. ¿Y no lo ha hecho? Sí, sea bendito su santo nombre, él ha tomado a su cargo todo lo que nos concierne respecto al tiempo y a la eternidad; de ahí que solo necesitemos dejar que él actúe por nosotros en todas las cosas. Es nuestro feliz privilegio dejar que él vaya delante de nosotros, mientras vamos detrás, como dice el poeta, «en admiración, amor y alabanza».
Así ocurrió en esta interesante e instructiva escena que hemos contemplado: “Entonces Josafat se inclinó rostro a tierra, y asimismo todo Judá y los moradores de Jerusalén se postraron delante de Jehová, y adoraron a Jehová. Y se levantaron los levitas de los hijos de Coat y de los hijos de Coré, para alabar a Jehová el Dios de Israel con fuerte y alta voz” (2 Crónicas 20:18-19).
Aquí tenemos la genuina actitud y la ocupación adecuada del creyente. Josafat retiró su vista de aquella “grande multitud” que venía contra él (2 Crónicas 20:12), y fijó sus ojos en el Dios vivo. Jehová acudió y se interpuso entre su pueblo y el enemigo, justamente como lo hizo el día del éxodo, junto al mar Rojo, para que se fijasen en él, en vez de mirar las dificultades.
Este es el secreto de la victoria en todo tiempo y en todas las circunstancias. Esto es lo que llena de alabanza y gratitud el corazón y hace inclinar la cabeza en adoración llena de asombro. Hay algo muy hermoso en la actitud de Josafat y de la congregación en este caso. Es evidente que estaban impresionados con el pensamiento de que no tenían nada que hacer, sino alabar a Dios. Y estaban en lo cierto. ¿No les había dicho él: “No toca a vosotros pelear”? (2 Crónicas 20:17, V. M.). ¿Qué tenían que hacer entonces? ¿Qué les quedaba? Nada, sino la alabanza. Jehová salía delante de ellos a pelear; solo tenían que ir detrás de él en adoración reverente.
“Y cuando se levantaron por la mañana, salieron al desierto de Tecoa. Y mientras ellos salían, Josafat, estando en pie, dijo: Oídme, Judá y moradores de Jerusalén. Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados” (2 Crónicas 20:20).
Es sumamente importante que la Palabra de Dios tenga siempre su lugar prominente en el corazón del cristiano. Dios ha hablado y nos ha dado su Palabra; nuestro deber es apoyarnos en ella con toda firmeza. No necesitamos más, porque la Palabra divina es ampliamente suficiente para dar al alma confianza, paz y estabilidad. No es preciso que los hombres nos den pruebas para demostrar la verdad de la Palabra de Dios, pues esa Palabra lleva consigo sus propias pruebas. Pensar que necesitamos testimonios humanos para demostrar que la Palabra de Dios es verdadera equivale a insinuar que la palabra del hombre es más válida, más fiable y más autoritativa que la Palabra de Dios. Si necesitamos una voz de hombre que nos interprete, ratifique y ponga al alcance de la mano la revelación de Dios, nos quedamos prácticamente privados de tal revelación.
Llamamos seriamente la atención del lector sobre este punto, pues tiene que ver con la integridad de la Santa Biblia. La gran cuestión es: ¿Es la Palabra de Dios suficiente o no lo es? ¿Necesitamos realmente la autoridad de un hombre para asegurarnos de que Dios ha hablado? ¡Lejos de nosotros tal pensamiento! Eso equivaldría a poner la palabra del hombre por encima de la Palabra de Dios, despojándonos así del único fundamento sólido donde apoyar nuestra alma.
Esto es precisamente lo que el diablo ha intentado desde el principio y continúa intentando hoy. Quiere remover de debajo de nuestros pies la sólida roca de la revelación divina y darnos, en vez de ella, el cimiento de arena de la autoridad humana. Por eso urgimos tan seriamente a nuestros lectores a que se persuadan de la necesidad de ceñirse a la Palabra de Dios con una fe sencilla y sin reservas, pues ese es realmente el secreto verdadero de la estabilidad y de la paz. Si no nos basta con la Palabra de Dios, sin interferencias humanas, nos quedamos sin ninguna base firme para la confianza de nuestra alma; más aún, nos quedamos flotando a la deriva en las tempestuosas y sucias aguas del escepticismo, hasta hundirnos en la duda y en la incertidumbre más oscura: ¡somos miserables en extremo!
Pero, gracias a Dios, no es así.
Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados.
He aquí el lugar de reposo de la fe en todas las épocas: La Palabra eterna de Dios, firmemente establecida para siempre en el cielo, la que Dios ha engrandecido conforme a su santo nombre y se presenta con toda su dignidad y suficiencia divina ante los ojos de la fe. Rechacemos totalmente la idea de que haya algo en la autoridad humana, en las demostraciones o en los sentimientos humanos, que sea necesario para hacer que el testimonio de Dios tenga su peso debido en la balanza del alma.
Concédanos usted solo esto: que Dios ha hablado, y le aseguraremos con toda franqueza que no se necesita ninguna otra cosa para cimentar una fe genuina. Si queremos estar firmes y prosperar, debemos simplemente creer en Jehová nuestro Dios. Esto fue lo que hizo que Josafat inclinara su cabeza en santa adoración; esto fue lo que hizo que alabase a Dios por la victoria antes de asestar al enemigo un solo golpe, y esto fue también lo que le condujo al “valle de Beraca” (bendición) y le proporcionó un botín mucho mayor que el que podía transportar.
Y ahora tenemos el informe animador: “Y habido consejo con el pueblo, puso a algunos que cantasen y alabasen a Jehová, vestidos de ornamentos sagrados, mientras salía la gente armada, y que dijesen: Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre” (v. 21). ¡Qué vanguardia tan extraña para un ejército! ¡Una compañía de cantores! Tal es la estrategia de la fe para preparar una batalla.
“Y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, Jehová puso contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir, las emboscadas de ellos mismos que venían contra Judá, y se mataron los unos a los otros” (v. 22). ¡Con solo pensar en el Señor poniendo emboscadas! ¡Pensar en él metiéndose en asuntos de tácticas militares! ¡Qué maravilloso! Dios hará cualquier cosa que su pueblo necesite, si este confía en él y se entrega absolutamente en sus manos.
“Y luego que vino Judá a la torre del desierto, miraron hacia la multitud, y he aquí yacían ellos en tierra muertos, pues ninguno había escapado” (v. 24). Tal fue el final de aquella “grande multitud”, de aquel enemigo tan formidable. Todos se desvanecieron ante la presencia del Dios de Israel. Sí, y aunque hubieran sido un millón de veces más numerosos y formidables, el resultado habría sido el mismo, porque contra el Dios vivo, contra una fe viva, nada pueden las circunstancias. Cuando Dios llena la visión del alma, se desvanecen las dificultades, y los labios gozosos estallan en cánticos de alabanza.
“Viniendo entonces Josafat y su pueblo a despojarlos” (pues eso fue todo lo que tuvieron que hacer) “hallaron entre los cadáveres muchas riquezas, así vestidos como alhajas preciosas, que tomaron para sí, tantos, que no los podían llevar; tres días estuvieron recogiendo el botín, porque era mucho. Y al cuarto día se juntaron en el valle de Beraca; porque allí bendijeron a Jehová” (v. 26).
Tal tiene que ser siempre el resultado de una fe viva en el Dios vivo. Han pasado más de dos mil quinientos años desde que ocurrió el suceso que hemos estado meditando; pero el relato conserva el mismo frescor de siempre. Ningún cambio se ha operado en el Dios vivo ni en la fe viva que siempre echa mano de la fuerza de Dios y se apoya en su fidelidad. Tan cierto es hoy como lo fue en los días de Josafat, que los que creen en Jehová nuestro Dios estarán seguros y serán prosperados. Serán revestidos de fuerza, coronados de victoria, provistos de botín y llenos de cánticos de alabanza. ¡Ojalá, pues, que siempre podamos, por el poder del Espíritu Santo, ejercitar una fe viva en el Dios vivo!