La autoridad de las Escrituras

Títulos divinos

Es interesante, instructivo y edificante a la vez observar los diversos títulos con que Dios aparece en las Santas Escrituras, los cuales expresan ciertos caracteres y relaciones en que tuvo a bien revelarse a sí mismo al hombre. Estamos persuadidos de que el lector cristiano hallará un sólido provecho y un verdadero refresco espiritual con el estudio de este tema. En este breve artículo, no podemos sino ofrecer una o dos sugerencias al lector, dejando que él escudriñe las Escrituras por sí solo a fin de obtener un pleno entendimiento del verdadero significado y de la correcta aplicación de los diversos títulos.

En el primer capítulo del Génesis hallamos el primer gran título: “Dios” (Elohim).

En el principio creó Dios los cielos y la tierra
(Génesis 1:1).

Presenta a Dios en su inaccesible e incomprensible Deidad. “A Dios nadie le vio jamás” (Juan 1:18). Oímos su voz y vemos sus obras en la Creación. Pero en cuanto a Él mismo, nadie le vio ni le puede ver. “Habita en luz inaccesible” (1 Timoteo 6:16).

Pero en Génesis 2 se le añade otro título: “Jehová”. ¿A qué se debe esto? A que el hombre está ahora en el escenario, y Jehová expresa la relación de Dios con el hombre. ¡Preciosa verdad! Es imposible leer estos dos capítulos sin admirarse de la diferencia que hay entre los títulos de “Dios” y “Jehová Dios” –diferencia bella e instructiva a la vez–1 .

Génesis 7:16 presenta un interesante ejemplo: “Y los que vinieron, macho y hembra de toda carne vinieron, como le había mandado Dios; y Jehová le cerró la puerta”. Dios, en su gobierno, iba a destruir la raza humana y todo ser viviente. Pero Jehová, en su infinita gracia, encerró a Noé en el arca. Nótese la diferencia. Si el que escribió la historia hubiese sido un simple hombre, podría haber transpuesto los diferentes títulos divinos sin ver de qué se trataba. Pero no así el Espíritu Santo, el cual revela la bella cuestión de la relación de Jehová con Noé. Elohim iba a juzgar al mundo; pero, en su carácter de Jehová, tenía sus ojos puestos en su amado siervo Noé, a quien resguardó por Su gracia en el arca de la misericordia. ¡Qué perfecta es la Escritura! ¡Qué edificante y refrescante es seguir la huella de las glorias morales del divino Volumen!

Volvámonos a 1 Samuel 17, donde vemos el encuentro de David con Goliat. Valientemente le dice al gigante qué es lo que le iba a hacer tanto a él como al ejército de los filisteos, “y toda la tierra sabrá que hay Dios (Elohim) en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza; porque de Jehová es la batalla, y él os entregará en nuestras manos” (v. 46-47).

“Toda la tierra” sabría y reconocería la presencia de Dios en medio de Su pueblo. El mundo no podía saber nada de la preciosa relación que encerraba el título “Jehová”. Solo la congregación de Israel lo podía saber. Ellos no solo debían conocer Su presencia en medio de ellos, sino también Su bendito modo de obrar. Para el mundo Él era Elohim; para Su amado pueblo, Jehová.

¡Ojalá que estas exquisitas pinceladas de la inspirada pluma llenen de admiración nuestro corazón! ¡Las vivas profundidades, las glorias morales de esa inapreciable Revelación que nuestro Padre ha escrito en su gracia para nuestro consuelo y edificación! Debemos confesar que, para nosotros, es un deleite indecible detenernos en estas cosas y señalárselas al lector, en un tiempo de infidelidad como el presente, cuando la divina inspiración de las Escrituras es temerariamente cuestionada, en lugares donde menos lo esperaríamos. Pero tenemos algo mejor que hacer, precisamente hoy, que responder a los deleznables ataques de la infidelidad. Estamos plenamente persuadidos de que la salvaguardia más eficaz contra esos ataques radica en tener la Palabra de Cristo morando abundantemente en nosotros (Colosenses 3:16), en todo su poder formativo y vivo. A un corazón así lleno y fortalecido, los más poderosos y plausibles argumentos de todos los escritores infieles, no son sino como el suave golpeteo de la lluvia sobre la ventana.

Ofreceremos al lector una sola ilustración más del Antiguo Testamento sobre nuestro tema. La encontramos en la historia de Josafat (2 Crónicas 18:31). “Cuando los capitanes de los carros vieron a Josafat, dijeron: Este es el rey de Israel. Y lo rodearon para pelear; mas Josafat clamó, y Jehová lo ayudó, y los apartó Dios (Elohim) de él”.

Esto es profundamente conmovedor. Josafat se había colocado en una posición totalmente falsa. Se había unido con uno de los reyes más impíos de Israel. Había llegado a decir al malvado rey Acab: “Yo soy como tú; y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra” (2 Crónicas 18:3). No ha de asombrarnos, pues, si los capitanes sirios lo confundieron con Acab. Solo le tomaron la palabra. Pero cuando fue reducido hasta el punto más bajo –cuando descendió hasta el mismo valle de “sombra de muerte”–, entonces “clamó”, y ese clamor subió hasta los siempre atentos oídos de gracia de Jehová, quien dijo: “Invócame en el día de la angustia: Te libraré” (Salmo 50:15). ¡Preciosa gracia!

Notemos la bella precisión en el uso y aplicación de los títulos divinos –pues esa es nuestra tesis–: “Josafat clamó, y Jehová lo ayudó;” y ¿qué pasó luego? Un mero autor humano lo habría puesto seguramente de la siguiente manera: «Jehová lo ayudó, y los apartó». Pero no dice exactamente así: Jehová no tenía nada que ver con sirios incircuncisos. Sus ojos estaban sobre su querido, aunque descarriado, siervo; Su corazón se inclinaba por él; Sus brazos eternos lo rodeaban. No había ningún vínculo entre Jehová y los sirios; sino que “los apartó Dios (Elohim)” –a quienes ellos no conocían– “de él”.

¿Quién puede dejar de ver la belleza y perfección de todo esto? ¿No queda claro que el sello de la mano divina resulta visible en los tres pasajes que hemos considerado? En efecto, y así lo vemos de principio a fin en cada una de las cláusulas del texto sagrado. Nadie vaya a suponer que queremos ocupar a nuestros lectores con cosas curiosas, interesantes distinciones o críticas eruditas. Nada puede estar más lejos de nuestros pensamientos, y no escribiríamos una sola línea con este propósito. Dios es nuestro testigo de que escribimos estas líneas con el gran objetivo de profundizar en el corazón de nuestros lectores el sentido de la preciosidad, hermosura y excelencia de las Santas Escrituras dadas por Dios para la ayuda, guía y bendición de su pueblo en este mundo de tinieblas. Si logramos este objetivo, habremos obtenido un galardón completo.

No podemos concluir este artículo sin hacer referencia a las preciosas páginas del Nuevo Testamento. Le pedimos al lector que se vuelva a Romanos 15, donde se nos presenta a Dios bajo tres diferentes títulos, cada uno de los cuales se encuentra en perfecta y bella armonía con el asunto que nos ocupa. En los primeros versículos del capítulo, que en realidad pertenecen al capítulo 14, el inspirado apóstol urge en nosotros la necesidad de paciencia, tolerancia y consideración los unos por los otros.

Y ¿a quién nos encomienda para hallar el poder necesario para responder a aquellas santas y necesarias exhortaciones? Al “Dios de la paciencia y de la consolación” (Romanos 15:5). Pablo presenta a Dios en el mismo carácter en que lo necesitamos. Nuestra pequeña reserva de paciencia pronto se agotará cuando tengamos que toparnos con todo tipo de personajes que se cruzan por nuestro camino, incluso en nuestras relaciones con nuestros hermanos. Constantemente nuestra paciencia y tolerancia es puesta a prueba. Y seguramente otros también necesitan ejercitar la paciencia y tolerancia para con nosotros. ¿Dónde obtendremos los recursos necesarios para satisfacer todas estas demandas? En el inagotable tesoro: “el Dios de la paciencia y de la consolación”. Nuestros pobres y pequeños manantiales pronto se secarán si no fueran abastecidos continuamente por la inagotable Fuente divina. El peso de una pluma vencería nuestra paciencia; ¡cuánto más las diez mil cosas que debemos de enfrentar, aun en la Iglesia de Dios!

De ahí la necesidad de la bella oración del apóstol:

Pero el Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios
(Romanos 15:5-7).

Aquí radica el gran secreto, el divino poder para recibirnos los unos a los otros y para andar juntos en santo amor, paciencia celestial y tierna compasión. No hay otro camino: solo con una habitual comunión con el Dios de la paciencia y de la consolación seremos capaces de elevarnos por encima de los innumerables obstáculos a la confianza y a la comunión que continuamente se nos presentan, y de andar en ferviente amor a todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo con sinceridad.

Pero debemos concluir este artículo, por lo que solo daremos un vistazo a los demás títulos divinos que se presentan en este capítulo. Cuando el apóstol habla de la gloria futura, su corazón se vuelve en seguida a Dios en el carácter que convenía al tema que está bajo su consideración. “Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15:13). Si tuviéramos la esperanza de gloria ardiendo en nuestra alma –y ciertamente es algo que necesitamos– deberíamos volver nuestros ojos hacia “el Dios de esperanza”.

¡Qué notable y sorprendente es la aplicación de los títulos divinos, adondequiera que nos volvamos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento! Según el carácter de nuestras necesidades, Dios se presenta a nuestro corazón de la manera más adecuada para satisfacerlas. Así, por ejemplo, al final del capítulo, cuando el apóstol vuelve sus ojos hacia Judea y a las dificultades y peligros que lo aguardaban, su corazón prorrumpe: ¡“El Dios de paz”! (Romanos 16:20). ¡Precioso recurso ante los diversos ejercicios, ansiedades, pesares y preocupaciones!

En una palabra, para cualquier cosa que necesitemos, solo debemos volvernos con simple fe a Dios, y hallar todo en él. Dios –bendito sea por siempre su Nombre– es la única gran respuesta que satisface plenamente todas nuestras necesidades, desde el punto de partida hasta la meta de nuestra carrera cristiana. ¡Que tengamos una fe sencilla que recurra a él!

  • 1Presentamos aquí los diversos títulos divinos que aparecen en las Escrituras. El lector, si es conducido por Dios a hacerlo, puede examinar por sí mismo los pasajes en que aparecen, y ver la manera en que se aplican. “Elohim”: Dios; “Jehová” (N. del T.: en la versión Reina-Valera 1960 se lo deja sin traducir). “Adonai”: Señor. Así se lo traduce, por ejemplo, en el Salmo 16:2, donde claramente se distingue de Jehová. Adonai, o Adon, quiere decir “Gobernante” o “Soberano”, de la raíz “Dan”: juzgar. Más adelante, en Génesis 14:22, aparece “Elyon”: el Dios Altísimo. Este es su título milenario. Y en Génesis 17:1 tenemos “Shaddai”: el Todopoderoso. “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). En el Salmo 91:1-2 hallamos una muy bella aplicación: “El que habita al abrigo del Elyon, morará bajo la sombra del Shaddai. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Elohim, en quien confiaré”. Todo esto está lleno de preciosa instrucción, y esperamos que el lector sea animado a seguir el estudio por sí mismo. Casi ni hace falta agregar que para el inefable título y relación de “Padre”, debemos dirigirnos al Nuevo Testamento.