Una firme decisión por Cristo
Al enfocar este tema, hay dos o tres obstáculos –dos o tres dificultades– en torno a él, que en lo posible quisiéramos eliminar para que el lector pueda considerarlo en su propio terreno y apreciarlo en su verdadero alcance.
En primer lugar, encontramos serias dificultades en el hecho de que muy pocos de nosotros nos hallamos en un estado de alma capaz de apreciar el tema o de soportar una palabra de exhortación sobre él. La mayoría de nosotros estamos más ocupados con el asunto de nuestra salvación personal, demasiado pendientes de cosas que nos afectan a nosotros mismos: nuestra paz, nuestra libertad, nuestro consuelo, nuestra liberación de la ira venidera, nuestros intereses en Cristo, Su nombre, Su Persona, Su causa, Su gloria.
Hay dos cosas que constituyen el fundamento de toda verdadera decisión por Cristo: una conciencia purificada por la sangre de Jesús, y un corazón que se inclina con reverente sumisión a la autoridad de su Palabra en todas las cosas. No es nuestra intención aquí detenernos en estos puntos; primero porque deseamos abordar inmediatamente el tema que nos hemos propuesto, y segundo porque ya hemos tratado en varias ocasiones el asunto de una conciencia sólidamente asentada en la paz del Evangelio y presentado al corazón las solemnes demandas de la Palabra de Dios. Aquí solo nos referimos a ello para recordar al lector que estas dos cosas constituyen los elementos absolutamente esenciales que forman la base de un corazón firmemente decidido por Cristo. Si mi conciencia no está en reposo, si tengo dudas en cuanto a mi salvación, si me perturba la idea de saber si soy o no un hijo de Dios, no puede haber ninguna decisión del corazón por Cristo. Debo saber que Cristo murió por mí antes de vivir por él, de manera inteligente y feliz.
Por otro lado, si hay alguna reserva en el corazón en cuanto a mi entera sujeción a Cristo como mi Señor; si mantengo alguna de las recámaras de mi corazón –aun la más pequeña– cerrada a la luz de su Palabra, ello seguramente impedirá mi decisión incondicional por Él en este mundo. En una palabra, debo saber que Cristo es mío y yo suyo, antes de que mi marcha aquí en la tierra esté caracterizada por una inflexible e inquebrantable decisión por él. Si el lector no está seguro en cuanto a esto, si todavía está sumergido en dudas y tinieblas, deténgase y vuélvase directamente a la cruz del Hijo de Dios, y escuche lo que el Espíritu Santo declara en cuanto a aquellos que ponen simplemente su confianza en ella: “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39). Sí, querido lector, estas son buenas nuevas para usted: todos pueden ser justificados de todo, por la fe en un Cristo crucificado y resucitado.
Pero vemos otro obstáculo que se interpone en nuestro tema. Mucho tememos que al hablar de decisión por Cristo, algunos de nuestros lectores vayan a suponer que estamos contendiendo a favor de una idea o conjunto de ideas propias, o que insistimos en algunos puntos de vista o principios particulares a los que vana y neciamente osamos aplicar el título de una firme decisión por Cristo. Todo esto lo rechazamos de la manera más rotunda. Las palabras que constituyen el título de este escrito, son la simple expresión de nuestra tesis. No bregamos por una mera adhesión a una secta, un partido o una denominación, o para que se abracen doctrinas o mandamientos de hombres (Mateo 15:9). Escribimos en la inmediata presencia de Aquel que escudriña los corazones y prueba los pensamientos más íntimos de los hijos de los hombres, y confesamos con toda claridad que nuestro único objetivo es insistir ante el lector cristiano en la necesidad de una firme decisión por Cristo. No escribiríamos una sola línea para engrosar las filas de un partido o para intentar captar adeptos a un determinado credo doctrinal o a una forma particular de política eclesiástica. Tenemos la firme convicción de que cuando Cristo tiene su debido lugar en el corazón, todo irá bien; pero cuando no lo tiene, no hay nada que vaya bien. Creemos además que nada sino una clara y firme decisión por Cristo es lo que puede preservar efectivamente el alma de las fatales influencias que obran sobre nosotros en la Iglesia profesante. La sana ortodoxia no puede preservarnos. Una escrupulosa atención a las formas religiosas no servirá de nada en la terrible lucha actual. Se trata –de eso estamos persuadidos– de una simple cuestión de tener a Cristo como nuestra vida y como nuestro objeto. ¡Que el Espíritu Santo nos permita sopesar correctamente el tema de una firme decisión por Cristo!
Es bueno tener presente que hay ciertas verdades importantes –ciertos principios inmutables– que subyacen en todas las dispensaciones de Dios a lo largo de los siglos, y que permanecen inalterables a pesar del fracaso, la insensatez y el pecado del hombre. De estas grandes verdades morales, de estos principios fundamentales, la fe echa mano, y en ellos encuentra su fuerza y sustento.
Las dispensaciones cambian y pasan; los hombres dan muestras de su infidelidad en las diversas posiciones de administración y responsabilidad en que fueron colocados; pero la Palabra del Señor permanece para siempre. Nunca cambia, nunca falla. “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos” (Salmo 119:89); y también: “Has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas” (Salmo 138:2). Nada puede afectar a la eterna verdad de Dios. Por tanto, lo que necesitamos es dar en todo tiempo a esa verdad su debido lugar en nuestros corazones; dejar que actúe en nuestra conciencia, que forme nuestro carácter y moldee nuestro camino.
Dentro de mi corazón he atesorado tu palabra, para no pecar contra ti.
“No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Salmo 119:11, V. M.; Mateo 4:4). Aquí radica la verdadera seguridad. Aquí yace el verdadero secreto de una firme decisión por Cristo. Lo que Dios ha hablado debe gobernar nuestros corazones de la manera más absoluta, antes de que nuestra senda pueda catalogarse como una senda de clara y firme decisión. Puede que haya una tenaz adhesión a nuestras propias ideas, un obstinado apego a los prejuicios de la época, una ciega devoción a ciertas doctrinas y prácticas que descansan en bases tradicionales, ciertas opiniones que hemos recibido y que sostenemos sin habernos jamás preguntado si tienen algún sustento en las Santas Escrituras. Puede haber todo esto, y mucho más, y faltar una auténtica decisión por Cristo.
Creemos que lo mejor que podemos hacer es ofrecer a nuestros lectores uno o dos ejemplos tomados de las páginas de la historia inspirada que ilustrarán con mucha más fuerza y eficacia nuestro tema. En primer lugar, entonces, volvámonos al libro de Ester, y consideremos unos momentos la instructiva historia del judío Mardoqueo.
Mardoqueo el judío
Este notable hombre vivió en una época en que la economía judaica había fracasado por la infidelidad y desobediencia del pueblo judío. El gentil estaba en el poder. La relación entre Jehová e Israel ya no podía ser reconocida públicamente, y el fiel judío solo tuvo que colgar su arpa sobre los sauces y derramar sus lágrimas por el brillo empañado de sus días pasados (véase el Salmo 137). La simiente escogida estaba en el exilio. La ciudad y el templo donde sus padres adoraron, estaban en ruinas, y los utensilios de la casa de Jehová estaban en tierra extranjera. Tal era el estado exterior de las cosas en el tiempo que le tocó vivir a Mardoqueo. Pero, además, había un hombre, muy cercano al trono, que ocupaba nada menos que el segundo lugar del Imperio, que se sentaba al lado de la misma fuente de autoridad, que poseía riquezas principescas y que ejercía una influencia casi ilimitada. Ante este gran hombre –resulta extraño decirlo– el pobre exiliado judío rehusó con firme decisión inclinarse. Nada lo inducirá a rendir una sola señal de respeto al segundo hombre más poderoso del reino. Mardoqueo salvará la vida del rey Asuero (véase Ester 2:21-23), pero no se inclinará ante Amán (Ester 3:2).
¿Cuál era la razón de esto? ¿Se trataba de una ciega obstinación o de una valiente y enérgica decisión? Para responder a esto, debemos examinar la verdadera raíz o causa que llevó a Mardoqueo a actuar de esa manera. Si no había en la ley de Dios nada que justificara su conducta, entonces debemos concluir de inmediato que se trató de ciega obstinación, necio orgullo o, tal vez, envidia por aquel que estaba en el poder. Pero si, por otro lado, Mardoqueo contaba con la autoridad contenida en los cinco libros de Moisés para justificar su conducta en este asunto, entonces debemos concluir, sin titubeos, que su comportamiento es el fruto singular y exquisito de su fidelidad a la ley de Dios y de una inflexible decisión por Él y por su santa autoridad.
Esto marca toda la diferencia. Si solo se tratase de una cuestión de opinión privada –de una cuestión respecto de la cual cada uno puede legítimamente adoptar su propio punto de vista–, entonces semejante línea de conducta no puede considerarse sino como el más estúpido fanatismo y estrechez de miras. Hoy se oye hablar mucho de estrechez de miras, por un lado, y de magnanimidad, por otro. Pero, como exclamó un orador romano hace más de dos mil años atrás en la Curia Romana: «Padres conscriptos, desde hace mucho tiempo hemos perdido el verdadero nombre de las cosas», así también nosotros –en el seno de la Iglesia profesante, más de dos mil años después– podemos repetir con mucha más fuerza: «Desde hace mucho tiempo hemos perdido el verdadero nombre de las cosas». Porque ¿a qué llaman hoy los hombres fanatismo y mente estrecha? A la fiel obediencia y puesta en práctica de “Así dice el Señor”. Y ¿a qué llaman magnanimidad? A la disposición por sacrificar la verdad sobre el altar de la cortesía y la urbanidad.
Querido lector, tenga la plena seguridad de que esto es lo que ocurre ahora. No queremos ser agrios ni cínicos, ásperos ni melancólicos. Pero debemos decir la verdad. Desearíamos que la lengua calle, y que la pluma caiga de nuestras manos, antes que minimizar la pura y simple verdad por temor a espantar al lector o para evadir la burla del infiel. No podemos cerrar los ojos ante el solemne hecho de que la verdad de Dios está siendo pisoteada en el polvo, de que el Nombre de Jesús es despreciado y desechado. Basta con recorrer pueblos y ciudades para corroborar esta triste realidad. La verdad es rechazada con desdeñosa frialdad. El Nombre de Jesús es tenido en poca estima. Por otro lado, el hombre es exaltado, su razón endiosada y su voluntad complacida. ¿Dónde terminará todo esto? En “la negrura de las tinieblas para siempre” (Judas 1:13, V. M.).
Frente a todo esto, ¡qué refrescante es considerar la historia de Mardoqueo el judío! Está muy claro que él sabía poco, y menos aún le importaba, lo que pensaban los hombres acerca de la estrechez de miras. Él obedeció la palabra del Señor, y a esto debemos llamar verdadera amplitud de mente, verdadera grandeza de corazón. Porque, ¿qué es, después de todo, una mente estrecha? Nosotros sostenemos que una mente estrecha es una mente que rehúsa abrirse para recibir la verdad de Dios. Y ¿qué es un corazón ancho y liberal? Es un corazón ensanchado por la verdad y la gracia de Dios. No tenemos que dejarnos espantar y desviar del camino de la firme y simple decisión, a causa de los despectivos epítetos con que los hombres califican a ese camino. Es un camino de paz y pureza, un camino donde se disfruta la luz de una conciencia aprobadora, y sobre el cual los rayos del favor divino siempre brillan con luminoso esplendor.
Pero ¿por qué Mardoqueo rehusó inclinarse ante Amán? ¿Estaba en juego algún gran principio? ¿Se trataba simplemente de un capricho personal? ¿Contaba él con la autoridad de “Así dice el Señor” para rehusarse a hacer la más leve reverencia al orgulloso amalecita? Efectivamente; en el capítulo 17 del libro del Éxodo leemos: “Y Jehová dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro, y di a Josué que raeré del todo la memoria de Amalec de debajo del cielo. Y Moisés edificó un altar, y llamó su nombre Jehová-nisi; y dijo: Por cuanto la mano de Amalec se levantó contra el trono de Jehová, Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (v. 14-16).1
Aquí, pues, estaba la autoridad de Mardoqueo para no inclinarse ante Amán el agagueo. Un judío fiel no podía hacer reverencia a uno con quien Jehová estaba en guerra. El corazón podía haber alegado mil excusas y argüido mil razones. Podría haber hallado una vía de escape fácil con el argumento de que el sistema judío estaba en ruinas, y el amalecita en el poder, y que por lo tanto era absurdo y totalmente inútil mantener tan elevado terreno cuando la gloria de Israel se había apartado, y el amalecita ocupaba el lugar de autoridad. Podría haberse argumentado de la siguiente manera: «¿De qué sirve mantener el nivel dado por Dios cuando todo se ha derrumbado? El obstinado rechazo a inclinar la cabeza solo haría más notoria nuestra degradación. ¿No sería mejor conceder una simple inclinación de cabeza? Eso resolvería todo el asunto. Amán quedaría satisfecho, y tanto Mardoqueo como el pueblo estarían a salvo. No hay que ser obstinados. Hay que mostrarse amables. No hay que defender de manera tenaz cosas que no son esenciales. Además, debemos recordar que el mandamiento de Éxodo 17, solo debía resonar en los oídos de Josué, y solo tenía verdadera aplicación en sus días prósperos y brillantes. Nunca tuvo el propósito de dirigirse a los oídos de un exiliado, ni de aplicarse en los días de la desolación de Israel».
Todo esto, y mucho más, podía haber apremiado a Mardoqueo; pero, ¡ah!, la respuesta era simple: «Dios ha hablado. Esto me basta. Es cierto que somos un pueblo disperso; pero la palabra del Señor no está dispersa. Él no había anulado Su palabra respecto de Amalec, ni había hecho un tratado de paz con él. Jehová y Amalec están todavía en guerra, y tengo ante mí a Amalec en la persona de este arrogante agagueo. ¿Cómo puedo inclinarme ante aquel con quien Jehová está en guerra? ¿Cómo puedo rendir homenaje a un hombre a quien el fiel Samuel había cortado en pedazos delante de Jehová? (1 Samuel 15:33)». Pues bien, también podían haber apremiado a este fiel judío argumentos tales como: «Todos serán destruidos. Usted debe inclinarse o perecer». La respuesta es aún más sencilla: «Yo no tengo nada que ver con consecuencias. Ellas están en las manos de Dios. La obediencia es mi camino, los resultados están con Él. Es mejor morir con una buena conciencia que vivir con una mala. Es mejor ir al cielo con un corazón que no condena, que quedarse en la tierra con un corazón que me haría cobarde. Dios ha hablado. No puedo obrar de otro modo. ¡Que el Señor me ayude! Amén».
Podemos comprender cómo el enemigo atacaría a este fiel judío. Nada sino la gracia de Dios podía hacer que uno mantenga una conducta firme y decidida, en un momento en que todo, tanto adentro como alrededor de nosotros, está contra nosotros. Sabemos que es mejor padecer cualquier cosa por causa de nuestro Señor que negarlo o ir en contra de sus mandamientos; sin embargo, ¡qué pocos de nosotros estamos dispuestos a soportar el menor desprecio, la más insignificante mirada o actitud despectiva, por amor a Cristo! Y, quizás, pocas cosas sean más difíciles, para algunos de nosotros al menos, que soportar el vituperio a causa de estrechez de miras y fanatismo. Naturalmente nos gusta ser considerados liberales y de corazón grande; que los demás nos vean como personas de mente iluminada, de sano juicio, con una visión y criterio amplios. Pero debemos recordar que no tenemos ningún derecho de ser liberales en detrimento de nuestro Señor. Simplemente debemos obedecer.
Así sucedió con Mardoqueo. Se mantuvo firme como una roca y dejó que toda la corriente de dificultades y oposición lo arrollara. Propuso no inclinarse ante el amalecita, sin importarle las consecuencias. La obediencia era su camino. Los resultados estaban con Dios. Y ¡miremos los resultados! En un momento, la corriente cambió de dirección. El orgulloso amalecita cayó de su elevada posición, y el exiliado judío fue elevado desde el cilicio y las cenizas, y colocado junto al trono. La riqueza y dignidad de Amán fueron cambiadas por una horca; y el cilicio de Mardoqueo fue cambiado por ropas reales.
Ahora bien, puede que no siempre suceda que la recompensa a la simple obediencia sea tan rápida y notable como en el caso de Mardoqueo. Y, además, podemos decir que no somos Mardoqueo, ni estamos colocados en su posición. Pero el principio se aplica sin importar quiénes seamos y dónde estemos. Cada uno de nosotros, por insignificantes o desconocidos que seamos, tiene una esfera de actividad en la cual nuestra influencia se hace sentir para bien o para mal. Y, además, independientemente de nuestras circunstancias y de los resultados manifiestos de nuestra conducta, somos llamados a obedecer implícitamente la palabra del Señor, a atesorar su palabra en nuestros corazones (Salmo 119:11), a negarnos, con firme decisión, a hacer o decir algo que la palabra del Dios vivo condena. “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” (Génesis 39:9). Este debería ser nuestro lenguaje, ya sea que se trate de un niño tentado a robar un caramelo, o del más trascendental paso en el mal que uno pueda ser tentado a dar. La fuerza y la seguridad moral de la posición de Mardoqueo radican en el hecho de que él tenía como autoridad la Palabra de Dios. De no haber sido así, su conducta no habría tenido el menor sentido. Haber rechazado la expresión habitual de respeto a uno que estaba en eminencia, sin un motivo verdaderamente significativo, solo podría ser considerado como la obstinación más absurda. Pero tan pronto como interponemos un “Así dice el Señor”, el asunto cambia completamente. “La palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:25). Los testimonios divinos no se desvanecen ni cambian con los tiempos y las edades. El cielo y la tierra pasarán, pero ni una jota ni una tilde de lo que nuestro Dios ha hablado pasará jamás (Mateo 5:18). Por eso, lo que resonó en los oídos de Josué, cuando salió victorioso bajo la bandera de Jehová (véase Éxodo 17:8-16), tuvo por objeto gobernar la conducta de Mardoqueo, por más que estuviera vestido de cilicio como exiliado en la ciudad de Susa. Pasaron siglos y generaciones; transcurrieron los días de los Jueces y de los Reyes; pero el mandamiento del Señor en lo concerniente a Amalec no había perdido –ni podía perder– en lo más mínimo su fuerza. “Jehová tendrá guerra con Amalec de generación en generación” (Éxodo 17:16), no simplemente en los días de Josué, ni en los días de los Jueces, ni en los días de los Reyes, sino “de generación en generación”. Tal era el testimonio, el imperecedero e inmutable testimonio escrito, de Dios, y el simple, sólido e incuestionable fundamento de la conducta de Mardoqueo.
Y permítasenos decir aquí unas palabras en cuanto a la inmensa importancia de una entera sumisión a la palabra de Dios. Vivimos en un tiempo claramente caracterizado por el dominio de la voluntad propia. La razón del hombre, su voluntad y sus propios intereses, cooperan con tremendo éxito para ignorar la autoridad de las Santas Escrituras. Mientras las declaraciones de la palabra de Dios concuerden con la razón del hombre, mientras no vayan en contra de su voluntad y no se opongan a sus intereses, él puede entonces tolerarlas, e incluso citarlas con una medida de respeto, o, al menos, con satisfacción; pero desde el momento que se vuelve una cuestión de Escritura versus razón, voluntad o intereses personales, la Escritura es o bien silenciosamente ignorada o despectivamente rechazada. Este es un rasgo muy característico y solemne del tiempo que vivimos. Todos los creyentes deben ser conscientes de esto, y estar apostados en su atalaya. Tememos que muy pocos sean realmente conscientes del verdadero estado de la atmósfera moral que envuelve el mundo religioso. No nos referimos tanto aquí a los temerarios ataques de los escritores incrédulos. Ya hemos hecho alusión a ellos en otra parte2 . Lo que ahora tenemos ante nosotros es más bien la fría indiferencia por parte de la profesión cristiana hacia la Escritura; el escaso poder que la pura verdad ejerce sobre la conciencia; la manera en que el filo de la Escritura es embotado o soslayado. Usted cita un pasaje tras otro del inspirado Volumen, pero parece como el suave golpeteo de la lluvia sobre la ventana; la razón está operando, la voluntad domina, el propio interés está en juego, las opiniones humanas prevalecen, la verdad de Dios es prácticamente, si no explícitamente, dejada de lado.
Todo esto es muy serio. Sabemos de pocas cosas más peligrosas que la familiaridad intelectual con la letra de la Escritura cuando el espíritu de ella no gobierna la conciencia, no forma el carácter ni moldea la marcha. Necesitamos temblar a la palabra de Dios (Isaías 66:2), inclinarnos, en reverente sumisión, a su santa autoridad en todas las cosas. Una sola línea de la Escritura debería ser suficiente para nuestras almas, sobre cualquier punto, aun cuando, para llevarla a la práctica, hayamos de obrar en oposición directa a las opiniones de los hombres más respetables y de los mejores que pueda haber. Que el Señor levante muchos testigos fieles y sinceros en estos postreros días, hombres como el fiel Mardoqueo, quien hubiera preferido ser colgado en una horca antes que inclinarse ante un amalecita.
Para otra ilustración de nuestro tema, rogaremos al lector que se remita al capítulo 6 del libro de Daniel. Hay un encanto y un interés especial en la historia de estos ejemplos vivos que nos presentan las Escrituras. Nos relatan cómo hombres sujetos a pasiones semejantes a las nuestras (Santiago 5:17), en días pasados, obraron conforme a la verdad de Dios. Nos demuestran que en toda época hubo hombres que apreciaron la verdad y reverenciaron la palabra del Dios viviente de tal manera que prefirieron enfrentar la muerte en sus formas más espantosas, antes que apartarse el ancho de un cabello de la estrecha línea establecida por la voz autorizada de su Amo y Señor. Es siempre saludable ser puestos en contacto con tales hombres, pero más particularmente en un tiempo como el presente, cuando hay tanta relajación y profesión hueca e indiferente; tanta teoría sin realidad práctica; cuando a cada uno se le permite seguir su propio camino y sostener su propia opinión, siempre que no interfiera con las opiniones de su prójimo; cuando los mandamientos de Dios parecen tener tan poco peso, tan poco poder sobre el corazón y la conciencia. La tradición tendrá quien la oiga, y la opinión pública quien la respete; en fin, cualquier cosa menos las simples y positivas declaraciones de la palabra de Dios, tendrá un lugar en los pensamientos y las opiniones de los hombres. En tales circunstancias, lo repetimos, es saludable y edificante a la vez reflexionar sobre la historia de hombres como Mardoqueo el judío y Daniel el profeta, y muchos otros, a cuyos ojos una sola línea de las Escrituras tenía infinitamente más valor que todos los pensamientos de los hombres, los decretos de los gobernadores y los estatutos de los reyes, y que declararon claramente que no tenían absolutamente nada que ver con consecuencias cuando se trataba de la palabra del Señor. La sumisión absoluta al mandamiento divino es lo único que conviene a la criatura.
No es cuestión, notémoslo bien, de que cualquier hombre o cualquier número de hombres tengan derecho a demandar sumisión a sus decisiones o decretos; esto debe ser rechazado con toda la fuerza. Ningún hombre tiene derecho a imponer sus opiniones a su semejante. Esto está demasiado claro, y debemos bendecir a Dios por el inestimable privilegio de libertad civil y religiosa del que gozamos bajo este gobierno. Pero lo que queremos ahora es insistir en una firme decisión por Cristo y un sometimiento implícito a su autoridad, independientemente de todo, y de todas las consecuencias. Esto es lo que más ardientemente deseamos para nosotros y para todo el pueblo de Dios en estos postreros días. Suspiramos por ese estado de alma, esa actitud de corazón, esa calidad de conciencia, que nos llevará a inclinarnos con implícita sumisión a los mandamientos de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Sin duda nos encontraremos con dificultades, tropiezos e influencias hostiles. Puede argüirse, por ejemplo, que «es muy difícil para uno, hoy día, saber lo que es realmente verdadero y correcto. Hay muchas opiniones y maneras de ver las cosas; buenos hombres tienen diferencias de opinión sobre los temas más simples y claros, y, sin embargo, todos profesan reconocer que la Biblia es la única norma de apelación. Además, todos declaran que su único deseo es hacer lo correcto y servir al Señor en su época y generación. ¿Cómo, pues, uno va a saber lo que es verdadero o falso, cuando ve a los mejores de los hombres situados en lados opuestos del mismo asunto?».
La respuesta a todo esto es muy simple. “La lumbrera del cuerpo es el ojo; si, pues, tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz” (Mateo 6:22, V. M.). Pero seguramente mi ojo no es sencillo si miro a los hombres, y razono sobre lo que veo en ellos. Un ojo sencillo descansa simplemente en el Señor y su palabra. Los hombres discrepan, sin duda; han discrepado y siempre lo harán; pero yo debo escuchar la voz de mi Señor y hacer su voluntad. Su palabra debe ser mi luz y mi autoridad, el cinto de mis lomos en acción, la fuerza de mi corazón en el servicio, mi única autoridad para moverme a uno y a otro lado, el fundamento inquebrantable de todos mis caminos. Si yo intentara moldear mi camino según los pensamientos de los hombres, ¿dónde estaría? ¡Cuán incierto e insatisfactorio sería mi rumbo! Gracias a Dios, él lo ha hecho todo llano, tan simple que “el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Isaías 35:8); y todo lo que necesito es un ojo sencillo, una voluntad sumisa, un espíritu dócil, ser conducido rectamente. Si realmente quiero ser guiado rectamente, mi Dios seguramente me guiará; pero si miro a los hombres, si soy gobernado por motivos mezclados, si busco mis propios objetivos e intereses, si busco complacer a mis semejantes, entonces, indudablemente, mi cuerpo estará lleno de oscuridad, densas nubes se asentarán sobre mi sendero, y la incertidumbre caracterizará todas mis idas y venidas.
Lector cristiano, piense en estas cosas. Piense profundamente en ellas. Tenga la plena seguridad de que ellas reclaman justamente su atención. ¿Tiene usted el ferviente deseo de seguir a su Señor? ¿Realmente apunta a algo más allá de la mera profesión hueca, la fría ortodoxia o la religiosidad mecánica? ¿Suspira usted por la realidad, la profundidad, la energía, el fervor y la devoción incondicional? Entonces haga de Cristo su único objeto, de Su palabra su regla y de Su gloria su objetivo. ¡Ojalá que esto sea una realidad tanto en el escritor como en el lector de estas líneas! ¡Ay, cómo hemos fallado en estas cosas! ¡Solo Dios lo sabe! Pero, bendito sea su Nombre, él es “amplio en perdonar” y “da mayor gracia” (Isaías 55:7; Santiago 4:6), de modo que podemos contar con él para restaurar nuestras almas, reavivar Su obra en nuestros corazones y concedernos la gracia de andar más cerca de él, de una manera que jamás antes habíamos conocido. ¡Que el bendito Espíritu tenga a bien usar nuestra meditación sobre el interesante relato del profeta Daniel para promover estos objetivos!
- 1Es sumamente interesante notar que ni el mejor Amigo de los judíos, ni su peor enemigo es alguna vez formalmente mencionado en el Libro de Ester; pero la fe podía reconocer tanto a uno como a otro.
- 2Al hacer referencia a los escritores incrédulos o infieles, debemos recordar que los más peligrosos son los que se llaman cristianos. En otro tiempo, cuando oíamos la palabra incrédulo, pensábamos en seguida en Tomás Paine o en Voltaire; ahora, lamentablemente, hemos de pensar en los llamados ministros y maestros de la Iglesia profesante. ¡Terrible hecho! (Estudios sobre el libro del Deuteronomio, Introducción)
Daniel el profeta
“Pareció bien a Darío constituir sobre el reino ciento veinte sátrapas, que gobernasen en todo el reino. Y sobre ellos tres gobernadores, de los cuales Daniel era uno, a quienes estos sátrapas diesen cuenta, para que el rey no fuese perjudicado. Pero Daniel mismo era superior a estos sátrapas y gobernadores, porque había en él un espíritu superior; y el rey pensó en ponerlo sobre todo el reino. Entonces los gobernadores y sátrapas buscaban ocasión para acusar a Daniel en lo relacionado al reino; mas no podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio ni falta fue hallado en él” (Daniel 6:1-4).
¡Qué testimonio! ¡Qué refrescante para el corazón! ¡“Ningún vicio ni falta”! Ni sus más acérrimos enemigos podían señalar una sola falta en su carácter, o algún defecto en su marcha práctica. Realmente se trataba de un carácter raro y admirable; era un testimonio brillante para el Dios de Israel, en los oscuros días del cautiverio babilónico; una prueba irrefutable del hecho de que independientemente de dónde estemos situados, de las circunstancias en que nos hallemos, de lo desfavorable que sea nuestra posición o de cuán oscuro sea el tiempo que nos toca vivir, es nuestro feliz privilegio comportarnos de tal modo, en todos los detalles de la vida diaria, que no demos “al adversario ninguna ocasión de maledicencia” (1 Timoteo 5:14).
¡Qué triste cuando vemos lo contrario! ¡Qué humillante cuando a aquellos que hacen una alta profesión se los encuentra siempre en falta en los asuntos más comunes de la vida doméstica y comercial! Hay pocas cosas que desalientan más el corazón que oír –como lamentablemente se hace tan a menudo– que los cristianos, así llamados, son las peores personas con las que se puede tener algún trato; que son patrones malos, empleados malos o comerciantes malos; que no se dedican bien a su negocio, que cobran precios más altos y peores valores que aquellos que no hacen ninguna profesión. Esto es más deplorable cuando se dan justas razones para tales declaraciones.
La gente del mundo está siempre lista a encontrar algún motivo de acusación contra los que profesan el Nombre de Jesús. Además, no debemos olvidar que «toda cuestión tiene dos caras», y que, a menudo, se debe dejar un amplio margen para la exageración, la tergiversación y las falsas impresiones. No obstante, en todo oficio en que se desempeñe y en todas las relaciones de la vida, el creyente tiene el deber de andar de manera tal que “ningún vicio ni falta” pueda hallarse en él. No debemos excusarnos de nuestras obligaciones naturales. Debemos cumplir, escrupulosamente, con las obligaciones de nuestro empleo o actividad comercial, independientemente de cuál sea. Una conducta poco cuidadosa, una apariencia desaliñada y descuidada, prácticas profesionales o comerciales sin principios, de parte de un creyente, provoca un daño serio a la causa de Cristo y una deshonra a su santo nombre. Por otra parte, diligencia, seriedad, puntualidad y fidelidad, dan gloria a ese Nombre. Este debe ser siempre el objetivo del creyente. No debe procurar conducirse bien en su familia y en el oficio que desempeña en esta vida con miras a sus propios intereses, su propia reputación o su propio progreso. Es verdad que ser recto y diligente en todos sus caminos, promoverá sus intereses, afianzará su reputación y favorecerá su progreso; pero ninguna de estas cosas debería ser jamás su motivo. Él siempre debe ser gobernado por una sola cosa: agradar y honrar a su Amo y Señor. La norma que el Espíritu Santo ha puesto ante nosotros en cuanto a todas estas cosas, está en esta porción de la epístola a los Filipenses: “Para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:15). No deberíamos contentarnos con nada menos que esto.
No podían hallar ocasión alguna o falta, porque él era fiel, y ningún vicio ni falta fue hallado en él
(Daniel 6:4).
¡Qué noble testimonio! ¡Ojalá que esto se suscite más en nuestros días, por la conducta, los hábitos, el carácter y los caminos de todos aquellos que profesan ser cristianos y que así se llaman a sí mismos!
Pero había un punto en el que los enemigos de Daniel vieron una ocasión para atraparlo. “Entonces dijeron aquellos hombres: No hallaremos contra este Daniel ocasión alguna para acusarle, si no la hallamos contra él en relación con la ley de su Dios” (Daniel 6:5). He aquí algo que podría servir de pretexto para arruinar a este querido y honrado siervo de Dios. Parece que Daniel tenía la costumbre de orar tres veces por día, con su ventana abierta hacia Jerusalén. Este hecho era conocido, y rápidamente se lo aprovechó. “Entonces estos gobernadores y sátrapas se juntaron delante del rey, y le dijeron así: ¡Rey Darío, para siempre vive! Todos los gobernadores del reino, magistrados, sátrapas, príncipes y capitanes han acordado por consejo que promulgues un edicto real y lo confirmes, que cualquiera que en el espacio de treinta días demande petición de cualquier dios u hombre fuera de ti, oh rey, sea echado en el foso de los leones. Ahora, oh rey, confirma el edicto y fírmalo, para que no pueda ser revocado, conforme a la ley de Media y de Persia, la cual no puede ser abrogada. Firmó, pues, el rey Darío el edicto y la prohibición” (Daniel 6:6-9).
He aquí, pues, una trampa sutil, una profunda trama urdida contra el intachable e inofensivo Daniel. ¿Qué debía hacer Daniel ante todo esto? ¿No habría pensado que lo correcto era bajar el nivel? Ahora bien, si el nivel era algo suyo, seguramente podía haberlo bajado, y tal vez es lo que debía haber hecho. Pero si era algo divino, si su conducta estaba basada en la verdad de Dios, entonces claramente su deber era mantenerlo tan alto como siempre, independientemente de estatutos, decretos y documentos firmados y rubricados. Toda la cuestión dependía de esto. Así como en el caso de Mardoqueo el judío la cuestión dependía de una sola cosa –de si tenía autorización divina para rehusar inclinarse ante Amán–, así también, en el caso de Daniel, la cuestión era si tenía autoridad divina para orar en dirección a Jerusalén. Seguramente esto parecía extraño y singular. Muchos podrían haberle dicho: «¿Por qué persistir en esta práctica? ¿Qué necesidad tiene de abrir su ventana y orar hacia Jerusalén, de tal manera pública? ¿No podía esperar hasta que cayese la cortina negra de la noche, y la puerta de su cámara se haya cerrado, y luego derramar su corazón delante de su Dios? Esto sería prudente, juicioso y conveniente. Y seguramente que su Dios no exige esto de usted. Él no tiene en cuenta el tiempo, el lugar o la actitud. Toda ocasión y todo lugar es lo mismo para Él. ¿Es usted sabio, tiene razón, en proseguir tal línea de acción, en tales circunstancias? Todo estaba muy bien antes de que se firmase este decreto, cuando podía orar en el momento que quisiera y cuando bien le parecía; pero seguir ahora así parecería como la más culpable presunción y ciega obstinación; es como ir en busca del martirio».
Todo esto, y mucho más, que podemos concebir fácilmente, pudo haber sido sugerido a la mente del fiel judío; pero, no obstante eso, subsiste la gran pregunta: “¿Qué dice la Escritura?” (Romanos 4:3). ¿Había alguna razón divina para que Daniel orara hacia Jerusalén? ¡Sin duda que sí! En primer lugar, Jehová había dicho a Salomón, con respecto al templo en Jerusalén: “Mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre” (2 Crónicas 7:16). Jerusalén era el centro de Dios. Lo era, lo es y lo será siempre. Es verdad que estaba en ruinas; que el templo estaba en ruinas; pero la palabra de Dios no estaba en ruinas, y esta es una simple pero sólida razón para la fe. El rey Salomón, en la dedicación del templo, cientos de años antes de los tiempos de Daniel, había dicho: “Si pecaren contra ti, (pues no hay hombre que no peque,) y te enojares contra ellos, y los entregares delante de sus enemigos, para que los que los tomaren los lleven cautivos a tierra de enemigos, lejos o cerca, y ellos volvieren en sí en la tierra donde fueren llevados cautivos; si se convirtieren, y oraren a ti en la tierra de su cautividad, y dijeren: Pecamos, hemos hecho inicuamente, impíamente hemos hecho; si se convirtieren a ti de todo su corazón y de toda su alma en la tierra de su cautividad, donde los hubieren llevado cautivos, y oraren hacia la tierra que tú diste a sus padres, hacia la ciudad que tu elegiste, y hacia la casa que he edificado a tu nombre; tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada, su oración y su ruego, y ampararás su causa, y perdonarás a tu pueblo que pecó contra ti” (2 Crónicas 6:36-39).
Ahora bien, esto era precisamente lo que Daniel hacía. Sobre ese fundamento había puesto sus pies. Era un exiliado cautivo, pero su corazón estaba en Jerusalén, y sus ojos siguieron a su corazón. Si bien no podía cantar los cánticos de Sion, al menos podía exhalar sus oraciones hacia el monte de Sion. Aunque su arpa estaba colgada sobre los sauces en Babilonia, sus tiernos afectos estaban vueltos hacia la ciudad de Dios, que ahora está reducida a un montón de ruinas, pero que dentro de poco será convertida en una joya de excelencia eterna, en el gozo de toda la tierra (Isaías 60:15). A Daniel no le importó que un decreto firmado por el mayor monarca de la tierra le prohibiera orar hacia la ciudad de sus padres y al Dios de sus padres. No le importó que el foso de los leones abriera su boca para recibirlo, y las mandíbulas de los leones estuviesen listas para devorarlo. Como su hermano Mardoqueo, nada tenía que ver con consecuencias. Mardoqueo hubiera preferido ser colgado de la horca antes que inclinarse ante Amán, y Daniel prefería descender al foso de los leones antes que dejar de orar a Jehová. Estos, ciertamente, eran los hombres ilustres –los gigantes espirituales– de otros tiempos. Eran hombres de buena pasta, hombres verdaderos, francos y cabales, cuyos corazones y conciencias fueron plenamente gobernados por la palabra de Dios. El mundo podrá tacharlos de fanáticos y tontos; pero, ¡cuánto suspira el corazón por esos fanáticos y tontos, en estos días de falsa liberalidad y sabiduría!
Podría habérseles dicho a Mardoqueo y Daniel que estaban contendiendo por simples detalles menores, por cosas totalmente indistintas y no esenciales. Este es un argumento bastante usado; pero, ¡ah! no tiene ningún valor para un corazón honesto y piadoso. No hay nada más detestable, a juicio de toda persona que ama verdaderamente a Jesús, que el principio que pretende clasificar la norma divina en cosas esenciales y cosas no esenciales. Lo podríamos describir simplemente así: «Todo lo que concierne a mi salvación es esencial; todo lo que meramente afecta la gloria de Cristo es no esencial». ¡Qué terrible es esto! Lector, ¿no considera esto como algo totalmente despreciable? ¿Aceptaremos la salvación como el fruto de la muerte de nuestro Señor, y estimaremos todo lo que concierne a él como no esencial? Dios no lo permita. Antes bien, invirtamos totalmente el asunto y consideremos todo lo que atañe al honor y la gloria del Nombre de Jesús, a la verdad de Su palabra y a la integridad de Su causa, como vital, esencial y fundamental; y todo lo que meramente concierne a nosotros mismos como no esencial e indistinto. ¡Que Dios nos conceda este sentir! ¡Que nada que tenga por fundamento la Palabra del Dios viviente lo consideremos trivial!
Así ocurrió con aquellos hombres devotos a cuya historia hemos dado una mirada. Ni Mardoqueo inclinó su cabeza, ni Daniel cerró su ventana. ¡Hombres bienaventurados! ¡Sea bendecido el Señor por ellos, y por el registro inspirado de sus actos! Mardoqueo hubiera preferido dar su vida antes que apartarse de la verdad de Dios, y lo mismo Daniel, antes que apartarse del centro de Dios. Jehová había dicho que tendría “guerra con Amalec de generación en generación”, y por eso Mardoqueo no se inclinaría ante Amán. Jehová había dicho de Jerusalén: “Mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre”, por lo que Daniel no dejaría de orar hacia ese centro bendito.
La palabra del Señor permanece para siempre,
y la fe se apoya sobre ese imperecedero fundamento. Hay una frescura eterna en cada palabra que proviene del Señor. Su verdad es válida en todas las generaciones; su lustre jamás puede ser empañado, su luz extinguida ni su filo embotado. ¡Alabado sea Su santo nombre!
Pero veamos un momento el resultado de la fidelidad de Daniel. El rey había quedado sumido en la más profunda tristeza cuando descubrió su error. “Le pesó en gran manera” (Daniel 6:14). Y era comprensible, pues había caído en una trampa; pero Daniel estaba en buenas manos. En todo le iba bien. “Torre de fortaleza es el nombre de Jehová; a ella corre el justo, y está en salvo” (Proverbios 18:10, V. M.). No importa si se trata del foso de un león en Babilonia o de una prisión en Filipos, la fe y una buena conciencia pueden hacer a un hombre feliz en cualquiera de las dos circunstancias. Nos preguntamos si Daniel pasó alguna vez una noche más feliz en esta tierra, que la noche que pasó en el foso de los leones. Él estaba allí para Dios, y Dios estaba allí con él. Estaba allí con una conciencia aprobadora y con un corazón que no lo condenaba. Podía alzar la mirada desde el fondo mismo de ese foso y dirigirla directamente al cielo; en efecto, para su feliz espíritu, ese foso era el cielo en la tierra. ¿Quién no preferiría ser Daniel en el foso a Darío en el palacio? El primero estaba feliz en Dios, el otro, profundamente afligido. Darío quería que todos hicieran oraciones a él; Daniel no oraría a nadie sino a Dios. Darío estaba sujeto a su precipitado decreto; Daniel solo estaba sujeto a la palabra del Dios vivo. ¡Qué contraste!
Y fijémonos qué gran honra recibió Daniel al final. Estuvo públicamente identificado con el único Dios vivo y verdadero. “¡Oh Daniel” –exclamó el rey– “siervo del Dios vivo!” (Daniel 6:20, V. M.). Él se ganó ciertamente este título. Era, incuestionablemente, un devoto y decidido siervo de Dios. Había visto echar a sus tres hermanos en un horno de fuego ardiendo por adorar solamente al Dios verdadero, y él mismo había sido echado en el foso de los leones por orar solamente a Él; pero el Señor se les apareció tanto a ellos como a él, y les dio un glorioso triunfo. Les permitió experimentar esa preciosa promesa que había hecho en otro tiempo a sus padres: que ellos serían la cabeza y sus enemigos la cola (Deuteronomio 28:13, 44); que ellos estarían arriba y sus enemigos debajo. Nada podría ser más sorprendente ni ilustrar más vivamente el valor que Dios atribuye a una firme decisión y sincera devoción, sin importar dónde, cuándo o quién lo manifieste.
¡Ojalá que haya corazones ardientes en estos día de tibieza! ¡Que el Señor reavive su obra!