Estudio sobre el libro del Deuteronomio I

Primera parte

Los diez mandamientos

Oír… aprender… guardar… practicar

Aquí empieza el segundo discurso de Moisés, que termina al final del capítulo 26.

“Llamó Moisés a todo Israel y les dijo: Oye, Israel, los estatutos y decretos que yo pronuncio hoy en vuestros oídos; aprendedlos, y guardadlos, para ponerlos por obra” (v. 1).

Fijémonos en estas cuatro palabras que caracterizan el libro de Deuteronomio y que son adecuadas para el pueblo del Señor, en cualquier tiempo y lugar: “oír”, “aprender”, “guardar”, “hacer” (poner por obra). Son palabras de un valor inestimable para todas las almas piadosas, para todos los que sinceramente desean andar por la senda estrecha de la justicia práctica, que es tan agradable a Dios y tan segura y dichosa para nosotros.

La primera de estas palabras pone al alma en la actitud más bendita en que uno puede encontrarse, es decir, la de oír. “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). “Escucharé lo que hablará Jehová Dios” (Salmo 85:8). “Oíd, y vivirá vuestra alma” (Isaías 55:3). Escuchar atentamente es la base para vivir una verdadera vida cristiana. Pone al alma en la única actitud que conviene a la criatura y es el secreto de toda paz y bendición.

Queremos recordar que cuando hablamos del alma en actitud de oír, se sobrentiende que se trata sencillamente de oír la Palabra de Dios. Israel debía prestar oídos a los “estatutos y decretos” de Jehová y no a otra cosa. No tenía que oír mandamientos, tradiciones o doctrinas de hombres, sino las mismas palabras del Dios vivo que les había redimido y sacado de la tierra de Egipto, un lugar de servidumbre, oscuridad y muerte.

Es preciso tener esto en cuenta para preservar al alma de caer en engaños y dificultades. Oímos hablar mucho de la obediencia y del consecuente deber moral de rendir nuestra propia voluntad, sometiéndonos a una autoridad eclesiástica. Todo eso suena muy bien y tiene gran peso en muchas personas verdaderamente religiosas y moralmente excelentes. Pero cuando los hombres nos hablen de obediencia, debemos preguntarles: «¿A qué se debe obedecer?»; cuando nos exhortan a subordinar nuestra voluntad, debemos preguntarles: «¿A quién debemos subordinarla?», y cuando nos hablen de someternos a la autoridad, debemos insistir en que nos digan la fuente o los fundamentos de esa autoridad.

Esto es muy importante para todos los miembros de la familia de la fe. Hay muchos verdaderamente sinceros que se sienten cómodos no teniendo que pensar por sí mismos; prefieren que su campo de acción y su línea de conducta estén trazadas de antemano por personas más competentes. Resulta muy cómodo tener la obra de cada día designada por alguna mano maestra. Alivia al corazón de muchísimas responsabilidades; además, el hecho de someterse voluntariamente a alguna autoridad tiene cierto aspecto de humildad.

Pero estamos obligados ante Dios a examinar cuidadosamente el fundamento de la autoridad a la que nos sometemos; de lo contrario podemos encontrarnos en una situación errónea. Tomemos por ejemplo al fraile o a la monja, o a cualquier miembro de una comunidad.1 El monje obedece a su abad; la monja a la madre abadesa; la «hermana» obedece a la «superiora»; pero la situación y la relación de cada uno de ellos es totalmente falsa. En el Nuevo Testamento no hay ni una palabra en favor de los monasterios, los conventos o las hermandades; por tanto, la enseñanza de la Santa Escritura es absolutamente contraria a este orden de cosas, que saca a los hombres y las mujeres del sitio y de las relaciones en que Dios los ha colocado y los agrupa en asociaciones que suprimen los afectos naturales y excluyen toda la obediencia cristiana verdadera.

Creemos conveniente llamar la atención del lector cristiano sobre este punto, ya que el enemigo está haciendo un gran esfuerzo para reavivar el sistema monástico en medio de nosotros bajo mil formas diferentes. Incluso se ha llegado a decir que la vida monástica es la única vida cristiana verdadera. Cuando se hacen afirmaciones tan monstruosas y estas son escuchadas sin protesta, debemos estudiar este asunto a la luz de la Escritura e invitar a los defensores y adictos del monaquismo a que nos muestren los fundamentos de ese sistema en la Palabra de Dios. Ahora bien, hay quienes hablan así, y muchos que los escuchan asintiendo, y esto en nuestros días en que la luz clara e intensa de nuestro glorioso cristianismo brilla en las páginas del Nuevo Testamento.

  • 1N. del Ed.: Se podría mencionar también la osadía de ciertos «pastores» autoproclamados, quienes exigen la obediencia de sus fieles, en vez de animarlos a ser obedientes a su único Pastor, el Señor Jesús.

Obediencia y servicio

Bendito sea Dios, somos exhortados a obedecer; a “oír” e inclinarnos con una santa sumisión a su autoridad. En cuanto a esto, también nos apartamos de los incrédulos y sus pretensiones altivas. La senda del cristiano piadoso y humilde se aleja tanto de la superstición como de la incredulidad: la noble respuesta de Pedro ante el concilio, en Hechos 5, presenta brevemente una contestación completa para las dos. “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). Podemos hacer frente a la incredulidad en todas sus facetas y bajo todas sus formas con esta sola frase: “Es necesario obedecer”. Y podemos responder a la superstición, no importa con qué manto se cubra, con la importantísima frase: “Es necesario obedecer a Dios”.

Con esto se expone, en la forma más sencilla, el deber de todos los cristianos verdaderos: deben obedecer a Dios. El incrédulo puede burlarse de un fraile o de una monja, y extrañarse de que un ser racional pueda someter su razón y entendimiento a la autoridad de un hombre como él, obedeciendo a reglas y prácticas absurdas, degradantes y contrarias a la naturaleza. El incrédulo se enorgullece de su supuesta libertad intelectual e imagina que su razón es para él una guía totalmente suficiente. No comprende que está más lejos de Dios que aquellos a quienes desprecia; ni se da cuenta de que mientras se enorgullece de su libertad, es esclavo de Satanás, el príncipe y dios de este mundo. El hombre ha sido creado para obedecer, para mirar hacia arriba, a alguien superior a él. El cristiano es santificado (puesto aparte) para obedecer a Jesucristo; para ejercer el mismo tipo de obediencia que nuestro Señor y Salvador manifestó para con su Padre Dios.

Esto es muy importante para todo el que realmente quiera saber lo que es la verdadera obediencia cristiana. Entender esto es el verdadero secreto para librarse de la terquedad del incrédulo y de la obediencia falsa de la superstición. Nunca puede ser correcto hacer nuestra propia voluntad, pero puede ser totalmente erróneo hacer la voluntad de un semejante nuestro; en cambio, siempre es justo hacer la voluntad de Dios. Esto es lo que Jesús vino a hacer; y lo que siempre hizo.

He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad 
(Hebreos 10:7).


El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón
(Salmo 40:8).

Por tanto, somos llamados y apartados para ejercer esta forma de obediencia, como nos enseña el apóstol Pedro en su primera epístola, donde habla de los creyentes como “elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2).

Este es un gran privilegio y, al mismo tiempo, una responsabilidad. No debemos olvidar nunca que Dios nos ha elegido, y que el Espíritu Santo nos ha puesto aparte, no solo para ser rociados con la sangre de Jesucristo, sino también para obedecerle. Las palabras que acabamos de citar nos liberan de la propia voluntad, de la legalidad y de la superstición. ¡Bendita liberación!

Pero el lector piadoso podría querer llamar nuestra atención sobre la exhortación que se nos hace en Hebreos 13: “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (v. 17).

Palabras muy importantes, a las que podemos unir el pasaje de 1 Tesalonicenses: “Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra” (cap. 5:12-13). Y también el de 1 Corintios 16:15-16: “Hermanos, ya sabéis que la familia de Estéfanas es las primicias de Acaya, y que ellos se han dedicado al servicio de los santos. Os ruego que os sujetéis a personas como ellos, y a todos los que ayudan y trabajan”. A todo esto debemos añadir otro pasaje hermoso de 1 Pedro: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada: apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria” (cap. 5:1-4).

Se nos preguntará: «Los pasajes anteriores, ¿no establecen el principio de la obediencia a ciertos hombres? Si es así, ¿por qué hacer objeciones a la autoridad humana?». La respuesta es muy sencilla. Cuando Cristo concede un don espiritual –ya sea el de enseñar, dirigir o pastorear– es un deber y un privilegio de los cristianos reconocer y apreciar esos dones; no hacerlo sería renunciar a nuestras propias bendiciones. Pero debemos tener en cuenta que en todos esos casos, el don debe ser una realidad evidente, palpable, de buena fe. No es el hombre quien se atribuye cierto cargo o posición, ni el que es designado por sus compañeros para desempeñar algún ministerio. Todo esto es inútil; es una intrusión osada en un terreno sagrado, que atraerá tarde o temprano el juicio de Dios.

Todo ministerio verdadero es de Dios, y está fundado en la posesión de un don procedente de la Cabeza de la Iglesia; de modo que podemos decir: si no hay don, no hay ministerio. En todos los pasajes que acabamos de citar, vemos dones positivos poseídos y un trabajo real efectuado. Además, se ve amor verdadero hacia los corderos y las ovejas del rebaño de Cristo y una gracia y un poder divinos. La Palabra en Hebreos 13 dice: “Obedeced a vuestros pastores” (o “conductores”). Y es esencial que un verdadero guía o conductor vaya delante de nosotros en el camino. Sería el colmo de la locura que alguien se considerara guía sin conocer el camino y sin tener voluntad ni la capacidad para andar por él. ¿Quién pensaría en seguirle?

Así también, cuando el apóstol exhorta a los tesalonicenses a «reconocer» y «estimar» a ciertas personas, ¿en qué basa su exhortación?, ¿acaso en que simplemente se les había dado un título, un cargo o una posición? Nada de eso; Él basa su exhortación sobre el hecho de que aquellas personas les presidían “en el Señor”, y les amonestaban. Y, ¿por qué debían tenerlos “en mucha estima”? ¿Por su cargo o su título? No, sino “por causa de su obra”. ¿Por qué se exhortó a los corintios a que se sometieran a la casa de Estéfanas? No fue por un título o cargo que hubieran asumido, sino porque se habían “dedicado al servicio de los santos”; trabajaban en la obra. Habían recibido de Cristo el don y la gracia, tenían amor por su pueblo, y no se enorgullecían de su cargo sino que se entregaban a sí mismos para servir a Cristo.

Este es el verdadero principio o fundamento del ministerio. No es una autoridad humana, sino un don divino y un poder espiritual comunicados por Cristo a sus siervos, y ejercidos por estos con responsabilidad y gratitud ante él. Un hombre puede dedicarse a ser maestro o pastor, y ser designado por sus compañeros para desempeñar ese cargo, pero a menos que posea un don concedido por la Cabeza de la Iglesia (Efesios 5:23), todo será una mera falsedad, y su voz será la de un extraño al que las ovejas de Cristo no pueden reconocer.1

Por otra parte, no tenemos dificultad para reconocer y apreciar al maestro dotado por Dios, al pastor fiel e infatigable que vela por las almas, que las cuida como una nodriza tierna, capaz de decirles: “Ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor” (1 Tesalonicenses 3:8) ¿Cómo sabemos que un dentista es bueno? ¿Porque vemos su nombre grabado en una placa de bronce? No, sino por su trabajo. Un hombre puede llenarse la boca diciendo que es dentista, pero si solo es un operador inexperto, ¿quién querrá ponerse en sus manos?

Así sucede en todos los asuntos humanos y también en lo que concierne al ministerio. Si un hombre posee un don, es un ministro; si no lo tiene, cualquier nombramiento, autoridad y ordenación que el mundo pueda darle no podrán hacer de él un ministro de Cristo. Podrán hacerlo un ministro de religión; pero ministro de religión y ministro de Cristo son dos cosas totalmente distintas. El verdadero ministerio procede de Dios; descansa sobre la autoridad divina, y su finalidad es dirigir las almas a la presencia de Dios. El falso ministerio, por el contrario, tiene una fuente humana, descansa sobre una autoridad humana, y su objetivo es unir las almas a su ministerio. Esto marca la inmensa diferencia entre ambos; el primero conduce a Dios, el segundo aleja de Él; uno alimenta, nutre y refuerza la nueva vida, mientras que el otro dificulta su progreso y la sumerge en dudas y tinieblas. En otras palabras, podemos decir que el verdadero ministerio es de Dios, y guiado por Él y para Él, mientras el falso ministerio es del hombre y para el hombre. Al primero lo apreciamos en más de lo que podríamos expresar, al segundo lo rechazamos con toda la energía de nuestro ser moral.

Esperamos haber dicho lo suficiente respecto al tema de la obediencia debida a los que el Señor ha considerado aptos para la obra del ministerio. Estamos obligados, en cualquier caso, a juzgar por la Palabra de Dios y a asegurarnos de que es una realidad divina y no una impostura humana; un don positivo de la Cabeza de la Iglesia y no un título conferido por los hombres. En todos los casos en que haya realmente don y gracia, obedecer y someterse es un dulce privilegio porque vemos a Cristo en la persona y el ministerio de sus amados siervos.

  • 1Según el Nuevo Testamento, no fue por nombramiento humano que ciertos individuos fueron llamados a predicar el evangelio, enseñar en la asamblea de Dios o apacentar el rebaño de Cristo. Ancianos y diáconos fueron ordenados por los apóstoles o por sus delegados Timoteo y Tito; pero los evangelistas, los pastores y los maestros nunca fueron ordenados así. Debemos distinguir entre don y cargo local. Los ancianos y los diáconos podían poseer o no un don especial, pero este no tenía nada que ver con su cargo local. Si el lector quiere entender el tema del ministerio, estudie 1 Corintios 12-14 y Efesios 4:8-13. En 1 Corintios tenemos primeramente la base del verdadero ministerio en la Iglesia de Dios, que es, la designación divina: “Mas ahora Dios ha colocado los miembros…”. En segundo lugar, el motivo original: el “amor”, y en el tercero, el objeto: “para edificación” del cuerpo de Cristo. En Efesios 4 tenemos la fuente de todos los ministerios: un Señor resucitado que ascendió a los cielos. El objetivo: la perfección de los “santos para la obra del ministerio”. La duración: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (v. 13). En otras palabras, el ministerio, en todas sus ramas, es totalmente una institución divina; no es de hombre, ni por hombre, sino de Dios. En cada caso el Maestro debe preparar, llenar y nombrar el vaso o sujeto escogido por Él. No hay ninguna autoridad en la Escritura que apoye la creencia de que todos los hombres tienen derecho a ministrar en la Iglesia de Dios. Esa libertad para el hombre es radicalismo y no proviene de la Escritura. Lo que nos muestra el Nuevo Testamento es la libertad para que el Espíritu Santo ministre por medio de quien él quiera.

Discernimiento del creyente

Una mente espiritual no tiene dificultad para reconocer la gracia y el poder real. Podemos discernir fácilmente si un hombre procura alimentar nuestras almas con el pan de vida y guiarnos por los caminos de Dios, o si procura exaltarse a sí mismo y favorecer sus propios intereses. Los que viven cerca del Señor distinguen fácilmente entre el verdadero poder y la pretensión vana. Además, nunca veremos al ministro de Cristo verdadero haciendo ostentación de su autoridad o de su cargo; hace su obra y deja que ella hable por sí misma. En el caso del apóstol Pablo, le vemos una y otra vez refiriéndose a las pruebas evidentes de su ministerio, confirmado por la conversión y bendición de las almas. Cuando los pobres corintios, mal influenciados por algún falso maestro que se alababa a sí mismo, cuestionaron neciamente su apostolado, pudo decirles: “Pues buscáis una prueba de que habla Cristo en mí… examinaos a vosotros mismos” (2 Corintios 13:3, 5).

Esto era decisivo y terminante; ellos mismos eran las pruebas vivientes de su ministerio. Si este no provenía de Dios, ¿qué eran ellos y dónde estaban? Pero era de Dios y esto le daba gozo, consuelo y fuerza. Él era “apóstol (no de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos)” (Gálatas 1:1). Él se gloriaba del origen de su ministerio y, en cuanto a su carácter, no tenía más que apelar a pruebas totalmente suficientes para convencer a cualquier mente sana. En el caso de Pablo, podía decirse que no valían las palabras sino el poder.

Así debe ser, más o menos, en cada caso; necesitamos la realidad y el poder del Espíritu Santo; porque los títulos no son nada. Los hombres pueden dedicarse a expedir títulos y designar cargos; pero no tienen más autoridad para hacerlo que para nombrar almirantes de la armada o generales del ejército. Si viéramos a un hombre adoptando el estilo y el título de almirante o general sin el debido nombramiento, le tacharíamos de imbécil o loco. Este no es más que un débil ejemplo para demostrar la locura de ciertos hombres que se atribuyen el título de ministros de Cristo sin un don espiritual o de divina autoridad.

¿Se dirá que no debemos juzgar? Al contrario, estamos obligados a hacerlo. “Guardaos de los falsos profetas”. ¿Cómo podremos guardarnos de ellos si no juzgamos? Pero, ¿cómo debemos hacerlo? “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:15-16). ¿No puede el pueblo del Señor discernir la diferencia entre un hombre que se dirige a ellos con el poder del Espíritu, guiado por la Cabeza de la Iglesia, un santo siervo de Cristo, humilde, lleno de amor y de gracia, despojado de sí mismo, y otro que se presenta con un título otorgado por él mismo o por otros, pero que no tiene ni un rasgo celestial o divino en su ministerio ni en su vida? Por supuesto que sí puede; nadie podrá dudar de un hecho tan evidente.

Fijémonos en las siguientes palabras del apóstol Juan: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). ¿Cómo probaremos los espíritus, o cómo discerniremos entre los verdaderos y los falsos, si no podemos juzgar? El mismo apóstol, al escribir a la “señora elegida y a sus hijos”, les hace esta solemne amonestación:

Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice: ¡Bienvenido! participa en sus malas obras
(2 Juan 10-11).

¿No debía ella obrar de acuerdo con esta exhortación? Claro que sí, pero, ¿cómo podía hacerlo si no debemos juzgar? ¿Y de qué debía preocuparse? ¿Debía asegurarse de que los que venían a su casa eran ordenados, autorizados o licenciados por algún hombre o corporación humana? Nada de esto; la única e importante cuestión era la doctrina. Si aquellos hombres exponían la verdadera doctrina de Cristo, debía recibirlos en su casa; si no, tenía que cerrar la puerta con mano firme, sin importar quiénes fueran ni de dónde vinieran. Aunque estuviesen provistos de todas las credenciales que el hombre puede otorgar, si no llevaban la verdad, debía rechazarlos decididamente. Podía parecer muy rudo, de mente estrecha y fanática, pero no importaba. Debía obrar según la verdad; su puerta y su corazón debían ser lo bastante amplios para admitir a todos los que trajesen a Cristo, pero estrechos para los demás. ¿Debía hacer cumplidos a costa de su Señor o enorgullecerse recibiendo en su casa y a su mesa a los que enseñaban un falso Cristo? Solo pensar en esto es algo horrible.

Finalmente vemos que en Apocalipsis 2 se alaba a la iglesia de Éfeso por haber probado a los que decían ser apóstoles y no lo eran. ¿Cómo pudo ser esto si no debemos juzgar? Es evidente que se aplican en un sentido equivocado las palabras de nuestro Señor en Mateo 7:1: “No juzguéis, para que no seáis juzgados”, y también las del apóstol Pablo en 1 Corintios 4:5: “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo”. Es imposible que la Escritura se contradiga, por lo tanto, sea cual fuere el verdadero significado de la amonestación “no juzguéis”, que dijo nuestro Señor, o “no juzguéis nada”, según el apóstol, sabemos que estas frases no se oponen al deber solemne de todos los cristianos de juzgar acerca del don, la doctrina y la vida de todo el que ocupe el puesto de predicador, maestro o pastor en la Iglesia de Dios.

Las frases “no juzguéis” y “no juzguéis nada” sencillamente nos prohíben juzgar acerca de los motivos o causas ocultas de la acción de los demás. No debemos preocuparnos por ello; no podemos penetrar bajo la superficie y, gracias a Dios, tampoco somos llamados a hacerlo; incluso nos está terminantemente prohibido. No podemos indagar en las intenciones del corazón de otro; esto es únicamente prerrogativa de Dios. Pero decir que no debemos juzgar la doctrina, el don y la conducta de los predicadores, maestros y pastores de la Iglesia de Dios, es contradecir la Santa Escritura y desconocer los instintos de la naturaleza divina implantada en nosotros por el Espíritu Santo.

Desde ahora, por tanto, podemos insistir con luz nueva y con decisión en nuestro tema de la obediencia cristiana. Está muy claro que el reconocimiento de todos los verdaderos ministerios en la Iglesia y la sumisión a todos aquellos a quienes nuestro Señor Jesucristo ha capacitado para ser pastores, maestros y guías entre nosotros, nunca puede estar en contradicción con el gran principio expuesto en la respuesta de Pedro al concilio:

Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres
(Hechos 5:29).

El objetivo de todos los verdaderos siervos de Cristo siempre será dirigir a los que sirven por la senda de la obediencia a la Palabra de Dios. Este capítulo, como todo el libro de Deuteronomio, nos muestra claramente como procuró Moisés con diligencia enseñar en la congregación de Israel la necesidad de obedecer a todos los estatutos y juicios de Dios. No procuró ninguna autoridad para sí mismo, ni tampoco se adueñó de la heredad de Dios. Su gran tema fue la obediencia. Este era el punto principal de todos sus discursos; obediencia, no a él, sino al Señor de ellos y suyo. Creía acertadamente que este era el secreto de su felicidad, de su seguridad moral, de su dignidad y de su fuerza. Él sabía que un pueblo obediente debía ser, necesariamente, un pueblo invencible e invulnerable. Ningún arma fraguada contra ellos podía prosperar mientras fueran gobernados por la Palabra de Dios. En resumen: sabía que la obligación de Israel era obedecer a Jehová, así como el deseo de Jehová era bendecir a Israel. Todo lo que debían hacer era oír, aprender, guardar y hacer la voluntad de Dios (v. 1); solo de esta manera podían contar con Dios y estar seguros de que él sería su escudo, su fuerza, su salvaguardia, su refugio, su recurso, sí, todo para ellos. El verdadero camino para el Israel de Dios era la senda de la obediencia, sobre la que la luz del rostro de Dios brilla siempre como señal de aprobación. Todo el que, por gracia, anda por esa senda encontrará en Dios un guía, una gloria y un defensor.

Esto es suficiente y no tenemos nada que ver con las consecuencias. Podemos confiar totalmente en Aquel a quien pertenecemos y a quien debemos servir. “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado” (Proverbios 18:10). Si hacemos su voluntad, experimentaremos que su Nombre es nuestra torre fuerte. Pero si no andamos por la senda de la justicia práctica, si hacemos nuestra propia voluntad, si descuidamos la Palabra de Dios, entonces será inútil pensar que el Nombre del Señor sea una torre fuerte para nosotros. Este será más bien un reproche que nos hará juzgar nuestros caminos y volver a la senda de justicia que habíamos abandonado.

Bendito sea el nombre de Dios, su gracia siempre será manifestada en toda su plenitud y bondad si le confesamos nuestra caída y nuestro desvío; pero esto es una cosa totalmente distinta. Debemos decir, como el salmista: “De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. Jah, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado” (Salmo 130:1-4). Así pues, un alma que clama a Dios desde lo profundo y obtiene el perdón es una cosa, y la que mira a Dios en la senda de la justicia práctica es otra cosa muy distinta. Debemos distinguir cuidadosamente entre las dos. Confesar nuestros pecados y hallar el perdón no debe confundirse nunca con el andar en justicia y contar con Dios. Ambas cosas son ciertas, pero son distintas.

Dos pactos

Volvamos a nuestro capítulo.

En el versículo 2, Moisés recuerda al pueblo la relación en que están con Jehová gracias a un pacto. Dice él: “Jehová nuestro Dios hizo pacto con nosotros en Horeb. No con nuestros padres hizo Jehová este pacto, sino con nosotros todos los que estamos aquí hoy vivos. Cara a cara habló Jehová con vosotros en el monte de en medio del fuego. Yo estaba entonces entre Jehová y vosotros, para declararos la palabra de Jehová; porque vosotros tuvisteis temor del fuego, y no subisteis al monte” (v. 2-5).

Es importante distinguir y comprender a fondo la diferencia entre el pacto hecho en Horeb y el pacto hecho con Abraham, Isaac y Jacob, porque son esencialmente distintos. El primero fue un pacto de obras, por el que el pueblo se comprometía a hacer todo lo que el Señor les había mandado. El otro fue un pacto de pura gracia, por el cual Dios se obligaba a sí mismo con juramento a hacer todo lo que había prometido.

El lenguaje humano es incapaz de expresar la inmensa diferencia entre esos dos pactos; son totalmente diferentes en sus fundamentos, en su carácter, en sus acompañamientos y en sus resultados prácticos. El pacto de Horeb dependía de la supuesta competencia humana para cumplir sus términos, y este hecho era más que suficiente para explicar su fracaso total. El pacto hecho con Abraham descansaba sobre la capacidad divina para cumplir sus términos, y por esto no había posibilidad de que fracasara.

La ley

En nuestro estudio sobre el libro del Éxodo, capítulo 20, procuramos mostrar cuál había sido el propósito de Dios al dar la ley, y la absoluta imposibilidad del hombre para alcanzar la vida o la justificación por medio de guardar esa ley. Por eso remitimos al lector a lo que escribimos allí sobre este tema.

Parece extraño que entre los cristianos profesantes haya tanta confusión de ideas con respecto a una cuestión establecida con tanta claridad por el Espíritu Santo. Si solo se tratara de la cuestión de la divina autoridad de Éxodo 20 o de Deuteronomio 5, como porciones inspiradas de la Biblia, no diríamos ni una palabra. Esos capítulos son tan inspirados como Juan 17 o Romanos 8.

Pero esta no es la cuestión. Todos los verdaderos cristianos saben que “toda la Escritura es inspirada por Dios” (1 Timoteo 3:16). Además, se alegran al tener la seguridad de que “las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y por la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Romanos 15:4). Finalmente, creen que la moralidad de la ley es de aplicación permanente y universal. El asesinato, el adulterio, el robo, el falso testimonio, la codicia, son maldad siempre y en todas partes. Honrar a nuestros padres es justo en cualquier tiempo y lugar. En Efesios 4:28 leemos: “El que hurtaba, no hurte más”. En el capítulo 6 también dice: “Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra” (v. 2-3).

Todo esto está establecido por Dios con tanta claridad, que no hay discusión posible. Pero cuando miramos la ley, como fundamento de nuestra relación con Dios, entramos en un área de pensamientos totalmente diferente. La Escritura nos enseña en muchos puntos y del modo más claro que, como cristianos e hijos de Dios, no estamos sobre ese terreno. El judío sí lo estaba, pero no podía estar allí con Dios, porque era un lugar de muerte y condenación. “Porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare al monte, será apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando” (Hebreos 12:20-21). El judío se encontró con que la ley era una cama sobre la que no se podía tender, con mantas con las que no podía abrigarse (Isaías 28:20).

En cuanto al gentil, jamás estuvo colocado bajo la ley. Se declara expresamente al principio de la epístola a los Romanos que estaba “sin ley”. “Porque cuando los gentiles que no tienen ley…” (cap. 2:14). Y además: “Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados” (cap. 2:12).

Aquí se pone a las dos clases en un contraste agudo e intenso en lo que se refiere a la posición dispensacional. El judío, bajo la ley, y el gentil, sin ley; nada puede ser más distinto. El gentil fue colocado bajo gobierno, en la persona de Noé, pero jamás bajo la ley. Si alguien duda de esto, que cite por lo menos una línea de la Escritura que pruebe que en alguna ocasión Dios haya colocado a los gentiles bajo la ley; que escudriñe y vea; de nada sirve argüir, razonar y objetar; es vano decir: «Nosotros pensamos» esto o aquello. La cuestión es: ¿Qué dice la Escritura? Si dice que los gentiles fueron puestos bajo la ley, que se cite el pasaje. Nosotros sabemos que no dice esto, sino todo lo contrario. Describe la condición y posición del gentil como “sin ley”, como “no teniendo ley”.

En Hechos 10 vemos a Dios abriendo el reino de los cielos a los gentiles. Luego, en el capítulo 14:27, les abre la puerta de la fe y les manda su salvación (cap. 28:28). Pero en el santo Libro no existe ningún pasaje en el que conste que los gentiles están bajo la ley.

Examinemos esta importante cuestión a la luz de las Escrituras, poniendo a un lado nuestros pensamientos preconcebidos. Sabemos que muchos consideran nuestras afirmaciones sobre este asunto como algo nuevo, o aún más, como una herejía formal, pero esto no influirá en nosotros. Nuestro deseo es ser enseñados única y exclusivamente por la Escritura. Las opiniones, los mandamientos y las doctrinas de hombres no pesan en nuestro ánimo. Los dogmas de las diferentes escuelas teológicas deben estimarse en lo que valen, pero nosotros nos guiamos por la Escritura. Que se nos muestre en ella que los gentiles fueron puestos bajo la ley en alguna ocasión, y entonces nos inclinaremos inmediatamente; pero, como no podemos encontrar algo así en la Biblia, rechazamos por completo esa idea, y deseamos que el lector lo haga también. La palabra inmutable de la Escritura al describir la situación del judío es: “bajo la ley”; y al definir la situación del gentil dice: “sin ley”; está absolutamente claro[

1 Le pedimos al lector por un momento que ponga su atención en el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles y verá cómo fue tratada por los apóstoles y por toda la iglesia de Jerusalén la primera tentativa de poner a los gentiles convertidos bajo la ley. La cuestión se suscitó en Antioquía; pero Dios, en su infinita bondad y sabiduría, dispuso que no se resolviera allí, sino que Pablo y Bernabé subiesen a Jerusalén para discutirla y dejarla definitivamente establecida por la voz unánime de los doce apóstoles y de toda la Iglesia.

¡Cómo hemos de bendecir a Dios por esto! Desde luego, podemos comprender que la decisión de una asamblea local como la de Antioquía, aun aprobada por Pablo y Bernabé, no hubiera tenido el mismo peso y autoridad que la dada por los doce apóstoles reunidos en concilio en Jerusalén. Pero el Señor, bendito sea su Nombre, tuvo cuidado de que el enemigo quedara completamente confundido, y que a los maestros de la ley se les hiciera saber de un modo claro y definitivo que no era la voluntad de Dios que los cristianos fueran colocados bajo la ley.

El tema es tan importante que no podemos dejar de citar algunas palabras pronunciadas por el concilio más importante que jamás se haya reunido.

“Entonces algunos que venían de Judea enseñaban a los hermanos: Si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos”. ¡Qué condición terriblemente desalentadora! ¡Qué fúnebre sonido para los oídos de los que habían sido convertidos a través del mensaje maravilloso de Pablo en la sinagoga de Antioquía! “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él”, sin circuncisión u obras de la ley de ninguna clase, “se os anuncia remisión de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree… Cuando salieron ellos de la sinagoga de los judíos, los gentiles les rogaron que el siguiente día de reposo les hablasen de estas cosas” (Hechos 15:1; 13:38-39, 42).

Este fue el mensaje glorioso transmitido a los gentiles por boca del apóstol Pablo; un mensaje de salvación libre, completa, inmediata y perfecta; la remisión absoluta de pecados y la justificación perfecta por la fe en nuestro Señor Jesucristo. Pero, según las enseñanzas de “algunos que venían de Judea”, todo esto no bastaba. Sostenían que Cristo no era suficiente sin la circuncisión y la ley de Moisés. Imponían a los gentiles, que nunca habían oído hablar de Moisés, añadir la circuncisión y el cumplimiento de la ley a Cristo y a su gloriosa salvación.

¡Cómo debió de haber sufrido Pablo al ver a sus amados gentiles sujetos a una enseñanza tan errónea! No vio en esto nada menos que la completa derrota del cristianismo. Si la circuncisión debía añadirse a la cruz de Cristo, si la ley de Moisés debía ser complementaria de la gracia de Dios, todo estaba perdido.

Pero bendito sea para siempre el Dios de toda gracia, quien suscitó una noble oposición para rechazar esta enseñanza tan funesta. Cuando el enemigo se presentó como una marea, el Espíritu de Dios levantó una bandera contra él. “Como Pablo y Bernabé tuviesen una discusión y contienda no pequeña con ellos, se dispuso que subiesen Pablo y Bernabé a Jerusalén, y algunos otros de ellos, a los apóstoles y los ancianos, para tratar esta cuestión. Ellos, pues, habiendo sido encaminados por la iglesia, pasaron por Fenicia y Samaria, contando”, no la circuncisión, sino “la conversión de los gentiles; y causaban gran gozo a todos los hermanos” (cap. 15:2-3).

Los hermanos estaban en la corriente de la mente de Cristo y en dulce comunión con Dios; por eso se regocijaron al oír de la conversión y salvación de los gentiles. Podemos estar seguros de que no les habría producido ningún gozo saber que se había puesto al cuello de aquellos amados discípulos que acababan de ser llevados a la gloriosa libertad del Evangelio, el pesado yugo de la circuncisión y de la ley de Moisés. Pero, al oír de su conversión a Dios, de su salvación por Cristo, de que habían recibido el sello del Espíritu Santo, sus corazones se llenaron de alegría.

“Y llegados a Jerusalén, fueron recibidos por la iglesia y los apóstoles y los ancianos, y refirieron todas las cosas que Dios había hecho con ellos. Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (cap. 15:4-5).

¿Quién decía: “Es necesario”? No era Dios, evidentemente, pues él, en su infinita gracia, les había abierto la puerta de la fe, sin la circuncisión ni ningún mandamiento de Moisés. No era Dios, eran “algunos” que presumían hablar de esas cosas como necesarias; hombres que han perturbado la Iglesia de Dios desde aquellos tiempos hasta nuestros días; hombres que quieren

ser doctores de la ley, sin entender ni lo que hablan ni lo que afirman 
(1 Timoteo 1:7).

Ellos no tienen ni la más remota idea de lo aborrecible que es su enseñanza a los ojos del Dios de toda gracia, el Padre de misericordias.

  • 1El lector preguntará, tal vez, sobre qué base serán juzgados los gentiles si no están bajo la ley. En Romanos 1:20 se nos enseña claramente que el testimonio de la creación les deja sin excusa. Luego, en el capítulo 2:14-15, son considerados desde el punto de vista de la conciencia. “Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia”. Finalmente, en cuanto a las naciones que han llegado a ser cristianas de profesión, serán juzgadas desde el punto de vista de esa confesión.

La ley: un yugo imposible de llevar

Pero, gracias a Dios, Hechos 15 nos proporciona la evidencia más poderosa del pensamiento divino sobre tal cuestión. Prueba claramente que el deseo de colocar a los creyentes bajo la ley no era de Dios.

“Y se reunieron los apóstoles y los ancianos para conocer de este asunto. Y después de mucha discusión”, –qué pronto comenzó– “Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca”, no la ley de Moisés o la circuncisión, sino “la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar?” (cap. 15:6-10).

Note bien esto, lector. La ley había resultado ser un yugo insoportable para los que estaban bajo ella, es decir, para los judíos; y, además, observe que el poner este yugo sobre la cerviz de los gentiles cristianos era nada menos que tentar a Dios. ¡Ojalá que quienes enseñan la ley en todos los ámbitos de la cristiandad puedan abrir los ojos a este gran hecho! Y no solo esto, sino que a todo el amado pueblo del Señor le sea dado comprender que el propósito de ponerles bajo la ley, está en oposición verdadera con la voluntad de Dios. “Antes creemos” –continúa el apóstol– “que por la gracia del Señor Jesús” –y no por la ley– “seremos salvos, de igual modo que ellos” (cap. 15:11).

Esto es extraordinariamente hermoso viniendo de la boca del apóstol que fue enviado a predicar el Evangelio a los de la circuncisión. No dice: «Serán salvos como nosotros», sino: “Seremos salvos como ellos”. El judío consiente en descender de su elevada posición dispensacional, y ser salvo de la misma manera que el gentil incircunciso. Seguramente esas nobles expresiones sonaron con fuerza aturdidora en los oídos de los partidarios de la ley, a los que no les quedó ni un apoyo sobre el cual sostenerse.

“Entonces toda la multitud calló, y oyeron a Bernabé y a Pablo, que contaban cuán grandes señales y maravillas había hecho Dios por medio de ellos entre los gentiles” (v. 12). El Espíritu ha creído conveniente no decirnos lo que Pablo y Bernabé dijeron en aquella memorable ocasión, y ahí advertimos su sabiduría. Evidentemente, su objetivo fue dar preeminencia a Pedro y a Jacobo, cuyas palabras necesariamente debían pesar más en el ánimo de los partidarios de la ley que las pronunciadas por el apóstol de los gentiles y su compañero.

“Y cuando ellos callaron, Jacobo respondió diciendo: Varones hermanos, oídme. Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre. Y con esto concuerdan las palabras de los profetas” –cita abundante evidencia del Antiguo Testamento para derribar a los judaizantes–, “como está escrito: Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles” –sin la más mínima alusión a la circuncisión, o a la ley de Moisés–, “sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos. Por lo cual yo juzgo que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios” (v. 13-19).

Aquí, pues, tenemos esta gran cuestión resuelta definitivamente por el Espíritu Santo, los doce apóstoles y toda la Iglesia. No deja de impresionarnos el hecho de que en este importante concilio nadie habló de una manera más enérgica, clara y decidida que Pedro y Santiago; Pedro, el apóstol de la circuncisión, y Santiago, el que se dirigió de un modo especial a las doce tribus, y cuya posición y ministerio darían más peso a sus palabras en la mente de los que aún estaban bajo la influencia del judaísmo o de la ley. Esos dos apóstoles expresaron clara y decididamente que los gentiles convertidos no debían ser “inquietados” ni agobiados con la ley. Demostraron, en sus poderosos discursos, que el colocar a los gentiles cristianos bajo la ley era, directamente, contraria a la Palabra, a la voluntad y a los caminos de Dios.

¿Quién no verá en esto la maravillosa sabiduría de Dios? Las palabras de Pablo y Bernabé no constan por escrito. Se nos dice simplemente que repitieron las cosas que Dios había hecho entre los gentiles; era obvio que se mostraran completamente opuestos a la intención de colocar a los gentiles bajo la ley. Pero ver a Pedro y a Jacobo tan decididos debió de ejercer gran influencia sobre todos.

Si el lector quiere tener una clara visión de los pensamientos de Pablo sobre la cuestión de la ley, debe estudiar la epístola a los Gálatas. Allí, bajo la inspiración del Espíritu Santo y con palabras fervientes y poder persuasivo, Pablo derrama su corazón ante los gentiles convertidos. Es sorprendente que alguien pueda leer esta maravillosa epístola y continuar creyendo que los cristianos están bajo la ley. El apóstol apenas había escrito la breve introducción de su carta cuando abordó el tema del que su amoroso corazón, aunque dolorido y apenado, estaba rebosando. “Estoy maravillado –dice– de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gálatas 1:6-9).

Que los maestros de la ley mediten bien estas palabras. ¿Parecen fuertes y severas? Recordemos que son las palabras de Dios el Espíritu Santo. Sí, Dios lanza su anatema aterradora a todo aquel que intente añadir la ley de Moisés al Evangelio de Cristo; a todo el que busque colocar a los cristianos bajo la ley.

Algunos, no obstante, tratan de resolver esa cuestión diciéndonos que ellos no aceptan la ley como medio para la justificación, sino como una regla de vida. Pero podríamos preguntarles quién nos ha dado autoridad para decidir cómo debemos cumplir la ley. ¿Estamos o no estamos bajo la ley? Si estamos bajo ella, la cuestión no es saber cómo consideramos la ley, sino cómo ella nos considera a nosotros.

En esto estriba toda la diferencia. La ley no conoce esas distinciones por las que contienden algunos teólogos. Si estamos bajo la ley, sea por lo que fuere, estamos bajo la maldición, pues está escrito:

Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas
(Gálatas 3:10).

Decir que he nacido de nuevo, que soy cristiano, no resuelve la cuestión, porque, ¿qué tiene que ver la ley en el asunto del nuevo nacimiento o del cristianismo? Absolutamente nada. La ley se dirige al hombre como un ser responsable, y al que exige obediencia perfecta, y pronuncia su maldición contra todo el que le falle.

Además, de nada sirve decir que, aunque nosotros hayamos fracasado en guardar la ley, Cristo la ha cumplido en nuestro lugar. La ley no sabe nada de esto. Su lenguaje es: “El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (Gálatas 3:12).

Y la maldición es pronunciada, no solamente sobre el hombre que ha fallado en cumplir la ley, sino que, como si fuera para sentar ese principio de la manera más clara posible, se nos dice: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). Es decir, todos los que quieran colocarse bajo la ley, los que descansan en ese principio, los que dependan de las obras de la ley están necesariamente bajo maldición. Así podemos ver la terrible contradicción en que incurren todos los cristianos que sostienen la idea de estar bajo la ley como regla de vida, y sin embargo, no estar bajo la maldición. Ofende a las exposiciones más claras de la Sagrada Escritura. Bendito sea el Dios de toda gracia, el cristiano no está bajo la maldición. Pero, ¿por qué no? ¿Porque la ley ha perdido su poder, su majestad, su dignidad o su santa fuerza? De ningún modo; decir eso sería menospreciar la ley. Pero decir que un «hombre» puede estar bajo la ley y a la vez no estar bajo maldición, equivale a decir que cumple perfectamente la ley, o que la ley está derogada y nula. ¿Quién se atrevería a decir algo así?

Pero, ¿cómo es posible que el cristiano no esté bajo la maldición? Pues porque no está bajo la ley. ¿Y cómo ha sido liberado de la ley? ¿Porque otro la cumplió en su lugar? No; repetimos que en toda la economía legal no hay nada que permita concebir la idea de la obediencia a la ley por medio de un sustituto. ¿Entonces cómo? La respuesta, en toda su fuerza moral, en su totalidad y belleza es: “Porque yo mediante (la) ley morí a (la) ley, a fin de vivir para Dios” (Gálatas 2:19, N.T. Griego-Español de F. Lacueva)1 .

Ahora, pues, si es verdad –y la Palabra lo afirma– que estamos muertos para la ley, ¿cómo puede ser la ley una regla de vida para nosotros? Demostró ser únicamente una regla de muerte, maldición y condenación para los que estaban bajo ella. ¿Puede ser otra cosa para nosotros? ¿Produjo un fruto de justicia en la historia de algún hijo de Adán? Oigamos la respuesta del apóstol: “Porque mientras estábamos en la carne”, es decir, cuando aún no habíamos nacido de nuevo, “las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte” (Romanos 7:5). Aquí la expresión “en la carne” no significa «en el cuerpo», sino simplemente el estado del hombre y de la mujer no convertidos que están obligados a cumplir la ley. Ahora, pues, en ese estado, todo lo que se ha producido han sido “frutos para muerte”, “pasiones pecaminosas”; no la vida, ni la justicia, ni la santidad, nada para Dios, nada justo. 2

  • 1La omisión del artículo «la» añade inmensa fuerza, plenitud y claridad al pasaje. ¡Qué cláusula tan admirable! Anula una gran cantidad de teología humana. Deja a la ley en su propia esfera, pero libera completamente al creyente de su poder condenatorio, fuera de su alcance mediante la muerte. “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”, lo que nunca podríamos hacer si estuviéramos bajo la ley. “Porque mientras estábamos en la carne” –frase en correlación con “bajo la ley”–, “las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte”. ¡Obsérvese la triste combinación! “La ley”, “en la carne”, “las pasiones pecaminosas”, “fruto para muerte”. ¿Puede haber algo destacado con más fuerza? Pero esta cuestión tiene otro lado, gracias a Dios; su lado brillante y bendito es: “Pero ahora estamos libres de la ley”. ¿Cómo? ¿Porque otro la cumplió en nuestro lugar? De ningún modo, sino “por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra”. ¡Qué perfecta y hermosa es la concordancia entre Romanos 7 (v. 4-6) y Gálatas 2 (v. 19)! “Porque yo por (la) ley soy muerto para (la) ley, a fin de vivir para Dios”.
  • 2Debemos recordar que, aunque los gentiles nunca hayan sido puestos bajo la ley por los planes dispensacionales de Dios, en realidad todos los profesantes bautizados se colocan en ese terreno. Por eso hay una inmensa diferencia entre la cristiandad y los paganos en cuanto a la cuestión de la ley. En la cristiandad, miles de personas no convertidas piden cada semana a Dios que incline sus corazones a guardar la ley. Ciertamente ellas están en una posición muy diferente de la de los paganos, quienes nunca han oído hablar de la ley, ni de la Biblia.

Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí

¿En qué situación estamos ahora como cristianos? Oigamos la respuesta: “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne” –aquí la palabra significa el cuerpo– “lo vivo”, ¿de qué modo?, ¿por la ley como regla de vida?; ni una insinuación sobre esto, sino “en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:19-20).

Esto, y no otra cosa, es el cristianismo. ¿Lo comprendemos, captamos bien su sentido y su alcance, poseemos su poder? Hay dos males de los cuales somos liberados totalmente por la preciosa muerte de Cristo: la legalidad, por un lado, y el libertinaje, por el otro. En vez de estos dos terribles males, nos introduce en la santa libertad de la gracia; libertad para servir a Dios, para hacer morir lo terrenal en nosotros, para renunciar “a la impiedad y a los deseos mundanos”, para vivir “sobria, justa y piadosamente”, para golpear nuestro cuerpo, y ponerlo en servidumbre (Colosenses 3:5; Tito 2:12; 1 Corintios 9:27).

Meditemos profundamente en las palabras: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”. El viejo «yo» muerto, crucificado, enterrado y el nuevo «yo» vivo en Cristo. No nos equivoquemos en esto, porque es terrible y muy peligroso que el viejo «yo» ocupe el lugar correspondiente al nuevo «yo» o, en otras palabras, que las gloriosas doctrinas del cristianismo sean adoptadas por un hombre en la carne, que el pueblo inconverso hable de estar liberado de la ley y convierta la gracia de Dios en licencia. Preferimos mil veces más la legalidad que el libertinaje. Contra este debemos estar en guardia, pues está aumentando y preparando el camino para la marea desoladora de incredulidad que dentro de no mucho tiempo se extenderá por todos los ámbitos de la cristiandad.

Hablar de estar liberados de la ley sin haber muerto a ella y sin vivir para Dios, no es cristianismo, sino abusiva libertad de la que todas las almas piadosas deben alejarse con un horror santo. Si estamos muertos a la ley, también estamos muertos al pecado; de ahí que no debamos hacer nuestra voluntad (que no es más que otro nombre para designar al pecado), sino la voluntad de Dios, que es la verdadera santidad práctica.

Además, no perdamos de vista que si estamos muertos a la ley, también lo estamos al presente siglo malo, y estamos unidos a un Cristo resucitado, ascendido al cielo y glorificado. Por lo tanto, no somos del mundo, como tampoco lo era Cristo. El esfuerzo por lograr una posición en el mundo equivale a negar que estamos muertos a la ley, ya que es imposible estar vivos para este y muertos para aquella. La muerte de Cristo nos ha liberado de la ley, del poder del pecado, del presente siglo malo y del temor a la muerte. Pero, todas estas cosas están en dependencia recíproca, y no podemos estar liberados de una de ellas sin estarlo de todas las demás. Afirmar nuestra liberación de la ley y seguir una vida carnal, de licencia y mundanería es uno de los más negros y mortales males de los últimos días.

El cristiano está llamado a demostrar, en su vida diaria, que la gracia puede producir resultados que la ley jamás pudo conseguir. Una de las glorias morales del cristianismo es capacitar al hombre para abandonar el «yo» y vivir para otros. La ley nunca pudo hacer esto; el hombre se ocupaba de sí mismo. Bajo sus reglas cada hombre tenía que obrar lo mejor que pudiera y si procuraba amar al prójimo, lo hacía a fin de labrarse una justicia para sí mismo. Bajo la gracia todo está invertido del modo más glorioso. El «yo» está puesto a un lado como cosa crucificada, muerta y enterrada; el viejo «yo» ha desaparecido, y el nuevo «yo» está ante Dios con todo el valor y la perfección de Cristo. Él es nuestra vida, nuestra justicia, nuestra santidad, nuestra finalidad, nuestro modelo, nuestro todo. Él está en nosotros y nosotros en él; nuestra vida práctica debe consistir en manifestar a Cristo reproducido en nosotros por el poder del Espíritu Santo. De ahí que seamos exhortados a amar no solo a nuestro prójimo, sino también a nuestros enemigos; no para labrarnos una justicia, porque ya hemos sido hechos justicia de Dios en Cristo; sino sencillamente porque rebosa la vida que poseemos y esta vida es Cristo. El cristiano debe vivir para Cristo; no es un judío “bajo la ley”, o un gentil “sin ley”, sino un hombre “en Cristo”, subsistiendo en la gracia, llamado a observar la misma obediencia que manifestó Cristo.

Rogamos que el lector cristiano estudie atentamente el capítulo 15 de Hechos y la epístola a los Gálatas. Empápese de las benditas enseñanzas de esas porciones; si lo hace, estamos seguros de que llegará a comprender claramente la gran cuestión de la ley. Verá que el cristiano no está bajo la ley, en ningún concepto; que su vida, su justicia y su santidad están sobre una base o un principio totalmente distinto; que colocar al cristiano bajo la ley es negar el mismo fundamento del cristianismo y contradecir las exposiciones más claras de la Palabra. De Gálatas 3 aprenderá que el hecho de ponernos bajo la ley equivale a renunciar a Cristo, al Espíritu Santo, a la fe y a las promesas.

Esas terribles consecuencias son claramente expuestas en este capítulo; y por cierto, cuando contemplamos el estado de la iglesia profesante, no podemos menos que notar cuán terriblemente se manifiestan esos resultados. ¡Que Dios abra los ojos de todos los cristianos a la verdad de estas cosas y los conduzca a estudiar las Escrituras y someterse a su santa autoridad en todo! Esta es la necesidad particular de nuestros tiempos; no estudiamos bastante la Escritura, no nos dejamos guiar por ella, ni nos damos cuenta de la absoluta necesidad de comprobar todo a la luz de la Escritura y rechazar lo que no puede sostenerse ante ella. Toleramos muchas cosas que no tienen fundamento alguno en la Palabra; es más, que se oponen completamente a ella.

¿Cuál será el fin de esto? Temblamos al pensarlo. Sabemos que nuestro Señor Jesucristo vendrá pronto y tomará a su amado pueblo, comprado con su sangre, para llevarlo al hogar, al sitio preparado en la casa del Padre, a fin de estar para siempre con él en la inefable bendición de aquella gloriosa morada. Pero, ¿qué será de los que se queden? ¿Qué será de esa inmensa masa de profesantes bautizados, pero mundanos? Estas preguntas deben ser consideradas en la misma presencia de Dios, a fin de tener la respuesta verdadera y divina. Que el lector las considere delante de Dios, con un espíritu humilde y dispuesto a aprender, y el Espíritu Santo le dará la luz necesaria para comprenderlas.

Los diez mandamientos

Hemos procurado demostrar, mediante la Escritura, la gloriosa verdad de que los creyentes no están bajo la ley, sino bajo la gracia. Ahora continuaremos nuestro estudio del capítulo 5 de Deuteronomio. En él tenemos los diez mandamientos, pero no exactamente como en el capítulo 20 de Éxodo. Hay algunos rasgos característicos que exigen la atención del lector.

En Éxodo 20 se narra la historia, en Deuteronomio 5 tenemos no solo la historia sino el comentario. En Deuteronomio el legislador presenta motivos morales y hace llamamientos que estarían fuera de lugar en Éxodo; expone hechos y comentarios con su aplicación práctica. No hay ningún fundamento para imaginar que Deuteronomio 5 sea una repetición literal de Éxodo 20; por eso los argumentos que los incrédulos fundan en esa aparente divergencia quedan reducidos a polvo.

Comparemos, por ejemplo, ambos capítulos en lo referente al día de reposo. En Éxodo leemos: “Acuérdate del día de reposo (sábado) para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó” (v. 8-11).

En Deuteronomio 5 leemos: “Guardarás el día de reposo para santificarlo, como Jehová tu Dios te ha mandado. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo a Jehová tu Dios; ninguna obra harás tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ningún animal tuyo, ni el extranjero que está dentro de tus puertas, para que descanse tu siervo y tu sierva como tú. Acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto, y que Jehová tu Dios te sacó de allá con mano fuerte y brazo extendido; por lo cual Jehová tu Dios te ha mandado que guardes el día de reposo” (v. 12-15).

Ahora bien, el lector podrá ver inmediatamente la diferencia entre los dos pasajes. En Éxodo 20 el mandato de guardar el día de reposo se funda en la creación. En Deuteronomio 5 está basado en la redención, sin aludir para nada a la creación. Los puntos de diferencia nacen del carácter de cada uno de estos dos libros y son perfectamente claros para la mente espiritual.

Con respecto a la institución del día de reposo debemos recordar que descansa totalmente sobre la autoridad directa de la Palabra de Dios. Otros mandamientos prescriben distintos deberes morales. Todo el mundo sabe que matar o robar es malo; pero, en cuanto a observar el día de reposo, nadie podría advertir en esto un deber, si no hubiera sido señalado distintamente por la autoridad divina; de ahí su inmensa importancia e interés. Tanto en Deuteronomio como en Éxodo está al lado de todos esos grandes deberes morales que son universalmente reconocidos por la conciencia humana.

Y no solo esto, también encontramos en otras partes de la Escritura que el día de reposo es puesto aparte y presentado especialmente como un precioso vínculo entre Jehová e Israel, como un sello de su pacto con ellos y como una señal de consagración a Dios. Todo el mundo podía reconocer el mal moral que había en el hecho de robar o matar, pero solo aquellos que amaban a Jehová y su Palabra guardaban el día de reposo.

El día de reposo (o sábado)

En el capítulo 16 de Éxodo, en conexión con el envío del maná, leemos: “En el sexto día recogieron doble porción de comida, dos gomeres para cada uno; y todos los príncipes de la congregación vinieron y se lo hicieron saber a Moisés. Y él les dijo: Esto es lo que ha dicho Jehová: Mañana es el santo día de reposo, el reposo consagrado a Jehová; lo que habéis de cocer, cocedlo hoy, y lo que habéis de cocinar, cocinadlo; y todo lo que os sobrare, guardadlo para mañana… Y dijo Moisés: Comedlo hoy, porque hoy es día de reposo para Jehová; hoy no hallaréis en el campo. Seis días lo recogeréis; mas el séptimo día es día de reposo; en él no se hallará. Y aconteció” –¡qué poco apreciaban el privilegio de guardar el sábado de Jehová!– “que algunos del pueblo salieron en el séptimo día a recoger, y no hallaron. Y Jehová dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo no querréis guardar mis mandamientos y mis leyes?”. Su negligencia respecto a guardar el sábado demostraba que su condición moral era mala; demostraba que andaban lejos de obedecer los mandamientos del Señor. El día de reposo era la gran piedra de toque, la medida y sonda del estado real de sus corazones respecto a Jehová. “Mirad que Jehová os dio el día de reposo, y por eso en el sexto día os da pan para dos días. Estése, pues, cada uno en su lugar, y nadie salga de él en el séptimo día. Así el pueblo reposó el séptimo día” (v. 22-30). Y encontraron descanso y comida en el santo día de reposo.

Al final de Éxodo 31 tenemos otro pasaje que prueba la importancia que Jehová daba al día de reposo. A Moisés se le había dado una completa descripción del tabernáculo y de sus pertenencias, y estaba por recibir las dos tablas del testimonio de manos de Jehová, pero, como si se quisiera dar a entender el lugar destacado que ocupaba el día de reposo para Jehová, leemos lo siguiente: “Habló además Jehová a Moisés, diciendo: Tú hablarás a los hijos de Israel, diciendo: En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico. Así que guardaréis el día de reposo, porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá; porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella persona será cortada de en medio de su pueblo. Seis días se trabajará, mas el día séptimo es día de reposo consagrado a Jehová; cualquiera que trabaje en el día de reposo, ciertamente morirá. Guardarán, pues, el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel; porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, y en el séptimo día cesó y reposó” (v. 12-17).

Este es un pasaje muy importante, que demuestra claramente el carácter permanente del día de reposo. Los términos en que se habla de él son suficientes para demostrar que no era una institución temporal. “Es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones”. “Pacto perpetuo”. “Señal es para siempre”.

Fíjese bien el lector en estas palabras que demuestran, primero, que el día de reposo era para Israel, y segundo, que el día de reposo es una institución permanente para Dios. Es necesario saber esto a fin de evitar pensamientos imprecisos y expresiones inexactas en este asunto tan interesante.

El día de reposo fue instituido única y exclusivamente para la nación judía. Se habla enfáticamente de él como un signo entre Jehová y su pueblo Israel. No hay la más remota idea de que fuese designado para los gentiles. Es un hermoso tipo de los tiempos del restablecimiento de todas las cosas, del cual habló Dios por boca de sus santos profetas; pero esto no afecta en nada el hecho de ser una institución exclusivamente judaica. No hay nada en la Escritura que indique que el día de reposo tenga algo que ver con los gentiles.

Algunos dicen que si se nos habla del día de reposo en Génesis 2, es porque necesariamente debe tener un alcance más amplio que la nación judía sola. Leamos el pasaje: “Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación” (v. 2-3).

Es bastante sencillo; aquí no se menciona para nada al hombre. No se nos dice que el hombre reposara en el séptimo día. Los hombres pueden inferir, deducir o imaginar que así fue; pero el capítulo 2 de Génesis no dice nada acerca de esto. Y no solo esto, sino que es vano buscar alguna alusión al día de reposo en el libro del Génesis. La primera mención que tenemos del día de reposo con relación al hombre está en Éxodo 16, pasaje ya citado. Allí vemos, de la manera más clara, que fue dado a Israel, como pueblo que mantenía un pacto con Jehová. Es evidente que ellos no lo comprendieron o no lo apreciaron, y jamás se compenetraron de ese reposo, pues así se ve en el Salmo 95 y en Hebreos 4. Pero ahora hablamos de lo que era esa institución para Dios; él nos dice que era un signo entre él y su pueblo Israel, una poderosa prueba del estado moral y del sentimiento del pueblo respecto a Jehová. No era solo una parte de la ley dada a la congregación de Israel por medio de Moisés; está especialmente señalada como una institución que ocupaba un lugar muy especial en la mente de Dios.

Así, en el libro del profeta Isaías, leemos: “Bienaventurado el hombre que hace esto, y el hijo de hombre que lo abraza; que guarda el día de reposo para no profanarlo, y que guarda su mano de hacer todo mal. Y el extranjero que sigue a Jehová no hable diciendo: Me apartará totalmente Jehová de su pueblo. Ni diga el eunuco: He aquí yo soy árbol seco. Porque así dijo Jehová: A los eunucos que guarden mis días de reposo, y escojan lo que yo quiero, y abracen mi pacto, yo les daré lugar en mi casa y dentro de mis muros, y nombre mejor que el de hijos e hijas; nombre perpetuo les daré, que nunca perecerá. Y a los hijos de los extranjeros” –aquí, desde luego, considerados en relación con Israel, como en Números 15 y otras partes de la Escritura–, “que sigan a Jehová para servirle, y que amen el nombre de Jehová para ser sus siervos; a todos los que guarden el día de reposo para no profanarlo, y abracen mi pacto, yo los llevaré a mi santo monte, y los recrearé en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos sobre mi altar, porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (cap. 56:2-7).

Y luego: “Si retrajeras del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y lo llamares delicias, santo, glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus propias palabras, entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra, y te daré a comer la heredad de Jacob tu padre; porque la boca de Jehová lo ha hablado” (Isaías 58:13-14).

Estas citas son suficientes para mostrar el lugar que ocupa en la mente de Dios el cumplimiento del sábado. No es necesario multiplicarlas, pero hay una a la cual nos permitiremos remitir al lector, se halla :

Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: Las fiestas solemnes de Jehová, las cuales proclamaréis como santas convocaciones, serán estas: Seis días se trabajará, mas el séptimo día será de reposo, santa convocación; ningún trabajo haréis; día de reposo es de Jehová en dondequiera que habitéis
 (Levítico 23:v. 1-3).

Aquí aparece a la cabeza de todas las festividades descritas en Levítico 23, las que simbolizan todas las dispensaciones de Dios para con su pueblo Israel. El día de reposo es la figura del descanso eterno, al que Dios se propone llevar a su pueblo una vez que hayan terminado sus tribulaciones; del reposo que queda “para el pueblo de Dios” (Hebreos 4:9). Dios procuraba recordar a su pueblo este glorioso descanso de varias maneras; el séptimo día, el séptimo año, el año del jubileo, todas esas hermosas épocas sabáticas tenían como propósito tipificar aquel tiempo bendito en que Israel será reunido en su tierra amada, cuando el día de reposo será observado en toda su profunda y divina bendición como nunca lo ha sido.

Y esto nos conduce a un segundo punto de vista respecto al día de reposo: su permanencia. Las expresiones “perpetua”, “signo para siempre”, “por todas vuestras generaciones”, nunca se emplean para designar instituciones temporales. Lo cierto es que Israel, lamentablemente, nunca guardó el día de reposo de acuerdo con esa intención de Dios, ni entendió su significado, ni disfrutó sus bendiciones, ni penetró en su espíritu. Lo convirtió en una divisa de su propia justicia; se vanagloriaron de él como institución nacional y lo emplearon para su propia exaltación; pero nunca lo celebraron en comunión con Dios.

Hablamos aquí de la nación en general, pues no dudamos de que hubo almas piadosas que, en secreto, disfrutaron del día de reposo y penetraron en los pensamientos de Dios respecto al mismo. Pero como nación, Israel nunca guardó el día de reposo de acuerdo con los propósitos de Dios. Oigamos lo que dice Isaías: “No me traigáis más vana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes” (cap. 1:13).

La preciosa institución del día de reposo, que Dios dio como un signo de su pacto con su pueblo, llegó a ser en manos de Israel una verdadera abominación, completamente intolerable para Dios. Y cuando abrimos el Nuevo Testamento, vemos a los príncipes y cabezas del pueblo judío oponiéndose continuamente a nuestro Señor Jesucristo en cuanto al día de reposo. Veamos, por ejemplo, los primeros versículos de Lucas 6: “Aconteció en un día de reposo, que pasando Jesús por los sembrados, sus discípulos arrancaban espigas y comían, restregándolas con las manos. Y algunos de los fariseos les dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no es lícito hacer en los días de reposo? Respondiendo Jesús, les dijo: ¿Ni aun esto habéis leído, lo que hizo David cuando tuvo hambre él, y los que con él estaban; cómo entró en la casa de Dios, y tomó los panes de la proposición, de los cuales no es lícito comer sino solo a los sacerdotes, y comió, y dio también a los que estaban con él? Y les decía: El Hijo del Hombre es Señor aun del día de reposo” (v. 1-5).

Y de nuevo leemos: “Aconteció también en otro día de reposo, que él entró en la sinagoga y enseñaba; y estaba allí un hombre que tenía seca la mano derecha. Y le acechaban los escribas y los fariseos, para ver si en el día de reposo lo sanaría, a fin de hallar de qué acusarle” –¡intentar una acusación por curar a un mortal afligido!– “Mas él conocía los pensamientos de ellos” –sí, leía sus corazones y nada le era oculto–; “y dijo al hombre que tenía la mano seca: Levántate, y ponte en medio. Y él, levantándose, se puso en pie. Entonces Jesús les dijo: Os preguntaré una cosa: ¿Es lícito en día de reposo hacer bien, o hacer mal? ¿salvar la vida, o quitarla? Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él lo hizo así, y su mano fue restaurada. Y ellos se llenaron de furor, y hablaban entre sí qué podrían hacer contra Jesús” (v. 6-11).

¡Qué prueba se nos da aquí de la falta de sinceridad e inutilidad de los esfuerzos del hombre por guardar el día de reposo! Esos guías religiosos habrían querido que los discípulos soportaran el hambre antes que ver profanado su día de reposo. Habrían dejado a aquel hombre llevar a la tumba su mano seca antes que se la curasen en su día de su reposo. ¡Ciertamente era el día de reposo de ellos y no el de Dios! Dios no podía descansar en presencia de los hambrientos y los enfermos. Los escribas y fariseos nunca habían entendido bien la historia de David cuando comió los panes de la proposición. No comprendían que las instituciones legales debían ceder ante la gracia divina que venía a remediar las necesidades humanas. La gracia se eleva en su magnificencia por encima de todas las barreras legales, y la fe se regocija ante su esplendor; pero la simple religiosidad se ofende ante las actividades de la gracia y el atrevimiento de la fe. Los fariseos no veían que el hombre con la mano seca reflejaba el estado moral de la nación, que era una prueba viviente de que ellos estaban lejos de Dios. Si hubieran estado como debían, no hubiese habido manos secas que curar; pero no lo estaban, por eso su día de reposo era una formalidad vacía, una ordenanza sin poder y sin valor, y una anomalía aborrecible a Dios e incompatible con la condición humana.

Tomemos otro ejemplo en Lucas 13. “Enseñaba Jesús en una sinagoga en el día de reposo” – ciertamente el día de reposo no era día de reposo para él. “Y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios” (v. 10-13). Hermoso ejemplo de la obra de la gracia en el alma, y su resultado práctico. Todos aquellos sobre los que Cristo pone sus manos benditas son inmediatamente enderezados y capacitados para glorificar a Dios.

Pero el día de reposo humano había sido quebrantado. “El principal de la sinagoga, enojado a causa de que Jesús hubiese curado en el día de reposo”, se indignó por la obra bondadosa de curación, permaneciendo indiferente ante el humillante caso de la enfermedad. Entonces dijo al pueblo: “Seis días hay en que se debe trabajar; en estos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo” (v. 14). Ese pobre religioso no sabía que estaba en la presencia del Señor del día de reposo. ¡Qué insensible era a la inconsistencia moral de procurar guardar el día de reposo, mientras la condición humana clamaba en voz alta a la obra divina! “Entonces el Señor le respondió y dijo: Hipócrita, cada uno de vosotros ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?” (v. 15-16).

¡Qué reprensión tan áspera! ¡Qué demostración de la vanidad y la nulidad de todo su sistema judaico! ¡Pensemos un poco en la contradicción que hay entre guardar el día de reposo y una hija de Abraham atada durante 18 años por la mano cruel de Satanás! No hay nada en el mundo que ciegue más la inteligencia, que endurezca el corazón, que embote la conciencia y desmoralice al ser, como la religión sin Cristo. Su poder de engañar y degradar solo puede conocerse a la luz de la presencia de Dios. Si se hubiera atendido solamente a lo que preocupaba al principal de la sinagoga, aquella mujer hubiese acabado sus días encorvada e incapaz de enderezarse. El oficial se hubiera contentado con despacharla como un triste ejemplo del poder de Satanás con tal de guardar su día de reposo. Su religiosa indignación se excitó, no por el poder de Satanás, visible en el estado de aquella mujer, sino por el poder de Cristo, visible en su completa curación.

Pero el Señor le dio aquella respuesta. “Al decir él estas cosas, se avergonzaban todos sus adversarios” –tenían razón para avergonzarse– “pero todo el pueblo se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por él” (v. 17). ¡Qué contraste más notable! Por una parte, los defensores de una religión impotente, insensible e inútil desenmascarados y cubiertos de confusión y vergüenza, y, por otra parte, todo el pueblo regocijándose por los gloriosos hechos del Hijo de Dios, quien había venido para liberarles del poder opresivo de Satanás y para llenar sus corazones del gozo de la salvación de Dios.

El lector encontrará más ejemplos sobre este asunto en el evangelio de Juan. Deseamos sinceramente que la cuestión del día de reposo sea examinada a fondo a la luz de la Escritura. Creemos que en ella va envuelto mucho más de lo que a muchos cristianos profesantes les parece.

Al comienzo del capítulo 5 se presenta una escena que indica de modo muy marcado el estado de Israel. Nos referimos a él porque tiene relación con nuestro tema.

El estanque de Betesda, o «casa de misericordia», al mismo tiempo que era expresión de la misericordia de Dios para con su pueblo, evidenciaba plenamente la miserable condición del hombre en general y de Israel en particular. Sus cinco pórticos estaban atestados por una “multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua” (v. 3). ¡Qué muestra de la especie humana y de la nación de Israel! ¡Qué ejemplo más instructivo de su estado moral y espiritual desde el punto de vista de Dios! “Ciegos, cojos y paralíticos”, ese es el estado real del hombre. ¡Si él por lo menos lo supiera!

Pero había un hombre, en medio de aquella multitud de desdichados, cuya debilidad era tan grande que el estanque de Betesda nada podía hacer por él. “Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano?”. ¡Qué gracia y poder en la pregunta! Iba mucho más allá del alcance de su inteligencia. Pensaba solo en la ayuda humana, o en su habilidad para entrar en el estanque. No sabía que el que le hablaba estaba muy por encima y tenía un poder mucho mayor que el estanque y el eventual movimiento de sus aguas, mayor alcance que el ministerio angélico y todo esfuerzo o auxilio humano; que era el poseedor de todo poder en el cielo y en la tierra. “Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entretanto que yo voy, otro desciende antes que yo”. ¡Qué cuadro tan verídico de los que buscan la salvación por medio de obras! Cada uno hace para sí lo mejor que puede y sabe, y no se ocupa de los demás; ni piensa en ayudarles. “Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo.Y era día de reposo aquel día” (v. 5-9).

Aquí tenemos nuevamente el día de reposo del hombre. No era, ciertamente, el día de reposo de Dios. La desdichada multitud reunida alrededor del estanque demostraba que el pleno descanso de Dios no había llegado aún, que la gloriosa realidad prefigurada por el día de reposo aún no había amanecido sobre esta tierra herida por el pecado. Cuando llegue ese brillante día, no habrá ciegos, cojos ni paralíticos amontonados en los pórticos de Betesda. El día de reposo de Dios y las miserias humanas son totalmente incompatibles.

Era el día de reposo del hombre, y no el sello del pacto de Jehová con la simiente de Abraham, como lo fue en un tiempo y lo será de nuevo. Se había vuelto la señal de la justicia del hombre en su propia opinión. “Entonces los judíos dijeron a aquel que había sido sanado: Es día de reposo; no te es lícito llevar tu lecho” (v. 10). Sin duda, lo que era lícito, a su parecer, era yacer postrado en aquella cama semana tras semana, mes tras mes y año tras año, mientras ellos seguían en su vano intento de guardar el día de reposo. Si hubieran tenido un solo rayo de luz espiritual, habrían visto qué absurdo era mantener sus ideas tradicionales respecto al día de reposo en presencia de la miseria, la degradación y las dolencias humanas. Pero estaban completamente cegados; por eso cuando se desplegaron los gloriosos frutos del ministerio de Cristo, se atrevieron a tacharlos de ilícitos.

Y no solo esto, sino que “por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle, porque hacía estas cosas en el día de reposo” (v. 16). ¡Qué espectáculo que un pueblo religioso, más aun, los mismos jefes, maestros y guías del que profesaba ser pueblo de Dios, procurasen matar al Señor del día de reposo porque en ese día había sanado a un hombre!

Pero observe la respuesta del Señor: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (v. 17). Esta declaración breve pero contundente nos lleva al fondo del asunto, nos revela el estado de la humanidad en general y de Israel en particular, y asimismo nos presenta, de manera conmovedora, el gran secreto de la vida y del ministerio de nuestro Señor. Bendito sea su Nombre, él no vino a este mundo a descansar. ¿Cómo podía hacerlo, cómo podía guardar el día de reposo en medio de la miseria y la necesidad humanas? La multitud de ciegos, cojos y paralíticos que se agolpaban en los pórticos del estanque de Betesda, ¿no debió enseñarles a “los judíos” la locura de sus ideas sobre el día de reposo? ¿No era aquella multitud una muestra del estado de la nación de Israel y de toda la raza humana? ¿Cómo habría podido reposar el amor divino en medio de esas condiciones? Era imposible porque solo el amor puede trabajar en medio de una escena de pecado y aflicción. Desde el momento de la caída del hombre, el Padre había estado trabajando; luego apareció el Hijo para continuar la obra y ahora el Espíritu Santo está trabajando. Trabajar y no reposar es la orden divina en un mundo como este.

Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios
(Hebreos 4:9).

Nuestro bendito Señor Jesús anduvo haciendo bienes, tanto en día de reposo como en otro día cualquiera. Y cuando hubo cumplido la gloriosa obra de la redención, pasó el día de reposo en la tumba, y se levantó el primer día de la semana como Primogénito de los muertos y Cabeza de la nueva creación, en la que todas las cosas son de Dios. Aquí la cuestión de los “días, los meses, los tiempos y los años” no puede aplicarse. Nadie que comprenda a fondo el significado de la muerte y resurrección del Señor podrá aprobar el guardar los días. La muerte de Cristo puso fin a toda aquella prescripción; su resurrección nos introdujo en una esfera totalmente distinta, en la que nuestro elevado privilegio es andar en la luz y el poder de esas eternas realidades que son nuestras en Cristo y que son un vivo contraste con la observancia supersticiosa de una religiosidad carnal y mundana.

El primer día de la semana

Hemos llegado a un punto muy interesante de nuestro tema: la diferencia entre el día de reposo y el primer día de la semana. Estos a menudo son confundidos y muchas veces oímos a personas realmente piadosas hablar del «día de reposo cristiano», una expresión que no se encuentra en la Biblia. Pero siempre debemos procurar expresarnos en términos que estén de acuerdo con la enseñanza de la Santa Escritura.

El enemigo de Dios y de Cristo ha tenido mucho que ver con los convencionalismos del cristianismo. El lector tal vez considere que es ridículo desaprobar el término «día de reposo cristiano», pero si se digna a examinar con atención este asunto a la luz del Nuevo Testamento, encontrará que en él están involucradas cuestiones de mucho peso e importancia. Es conocido el dicho de que «el nombre no hace la cosa», pero, en el asunto al que nos referimos, el nombre caracteriza la cosa.

Nuestro Señor pasó el día de reposo en el sepulcro. ¿No es este un hecho significativo? No lo dudamos, ya que podemos ver en ello, por lo menos, la abrogación del antiguo régimen y la imposibilidad de guardar el día de reposo en un mundo lleno de pecado y muerte. El amor no podía descansar en un mundo como este.

Pero, ¿qué del primer día de la semana? ¿No es el mismo día de reposo sobre un nuevo fundamento, el día de reposo cristiano? No, nunca se describe así en el Nuevo Testamento, no hay ni siquiera la más mínima alusión a ello. Si consultamos los Hechos de los Apóstoles, veremos que se habla de los dos días de manera muy distinta. En el día de reposo los judíos se reunían en sus sinagogas para la lectura de la ley y los profetas. En el primer día de la semana los cristianos se reunían para partir el pan. Los dos días eran tan distintos como el judaísmo y el cristianismo; no hay nada en la Escritura que apoye la idea de que el sábado fue absorbido por el primer día de la semana. ¿Dónde está en la Escritura el menor fundamento para afirmar que el día de reposo ha sido cambiado por el primer día de la semana? No hay absolutamente ninguno.

Recuerde que el día de reposo no es solamente un séptimo día, sino el séptimo día. Conviene hacer notar esto, ya que muchos tienen la esperanza de que dedicando una séptima parte del tiempo al descanso y a las ordenanzas públicas religiosas, ya es suficiente; por eso, muchas naciones y sistemas religiosos tienen su día de descanso, llamándolo día de reposo. Pero esto nunca podrá satisfacer a los que desean ser enseñados exclusivamente por la Escritura. El día de reposo del Edén era el séptimo día, y el día de reposo para Israel fue el séptimo día. Pero el primer día dirige nuestros pensamientos hacia adelante, a la eternidad. En el Nuevo Testamento se le llama “el primer día de la semana”, como indicando el comienzo de la nueva creación, de la que la cruz es el cimiento imperecedero y Cristo resucitado la gloriosa Cabeza y Centro. Llamar a ese día «día de reposo cristiano» es simplemente confundir las cosas terrenales con las celestiales. Es bajar al cristiano de su elevada posición como unido a la Cabeza resucitada y glorificada en los cielos, y ocuparlo en la observancia supersticiosa de los días; algo que hacía dudar al apóstol acerca del estado de las iglesias de Galacia.

Resumiendo, cuanto más consideramos la expresión «día de reposo cristiano», como muchas otras fórmulas del cristianismo, más convencidos estamos de que tiende a despojar al cristiano de las grandes verdades que distinguen a la Iglesia de Dios de todo lo que fue antes de ella y de todo lo que pueda venir después. La Iglesia, aunque está en la tierra, no es de este mundo, así como Cristo tampoco era o es de este mundo. Ella es celestial en su origen, en su carácter, en sus principios, en su conducta y en su esperanza. Está puesta entre la cruz y la gloria, y los límites de su existencia en la tierra están comprendidos entre el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió para constituirla, y la venida de Cristo para tomarla consigo.

Nada puede ser más claro; por lo tanto el que intente enseñar en la Iglesia de Dios la observancia legal o supersticiosa de los “días, los meses, los tiempos y los años” (Gálatas 4:10), falsifica completamente la posición cristiana, mancha la integridad de la revelación y despoja al cristiano del lugar y de la heredad que le han sido dados por la infinita gracia de Dios a través del sacrificio expiatorio de Cristo.

¿Juzga el lector que esta declaración es demasiado severa? Si así es, considere el espléndido pasaje de la carta de Pablo a los Colosenses, que debería escribirse con letras de oro: “Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en él; arraigados y sobreedificados en él, y confirmados en la fe, así como habéis sido enseñados, abundando en acciones de gracias. Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas” (nótese la combinación poco agradable para la filosofía), “según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad”. ¿Qué más podemos necesitar? “En él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal, en la circuncisión de Cristo; sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos. Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz, y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (cap. 2:6-15).

¡Qué magnífica victoria ganada para nosotros! ¡Que su Nombre reciba una alabanza eterna y universal! ¿Qué queda, entonces?

Por tanto, nadie os juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o día de reposo, todo lo cual es sombra de lo que ha de venir; pero el cuerpo es de Cristo 
(Colosenses 2:16-17).

Quien ha sido hecho completo y acepto en Cristo resucitado y glorificado, ¿qué tiene que ver con comidas o bebidas o días de fiesta? ¿Qué pueden hacer por él la filosofía, la tradición o la religiosidad; o qué son las sombras para el que se ha apoderado, por la fe, de la sustancia eterna? Absolutamente nada; y el apóstol continúa: “Nadie os prive de vuestro premio, afectando humildad y culto a los ángeles, entrometiéndose en lo que no ha visto, vanamente hinchado por su propia mente carnal, y no asiéndose de la Cabeza, en virtud de quien todo el cuerpo, nutriéndose y uniéndose por las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento que da Dios. Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso? Tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne”. Es decir, no dando la medida de honor al cuerpo, que le es debido como vaso de Dios, sino hinchando la carne con un orgullo religioso, alimentado por una apariencia de piedad hueca e inútil (v. 18-23).

Cristo, el fin de las ordenanzas legales

El cristiano que comprende su posición ha sido liberado para siempre de todas las cuestiones relativas a comidas y bebidas, días, meses, tiempos y años. No tiene nada que ver con tiempos santos ni lugares santos; ya que está muerto con Cristo a los rudimentos del mundo, y ha sido liberado de las ordenanzas de una religión tradicional. Pertenece al cielo, donde no hay nuevas lunas, días santos ni días de reposo. Está en la nueva creación, donde todas las cosas son de Dios; así que no puede ver ninguna fuerza moral en palabras tales como “no manejes”, “ni gustes”, “ni toques”, que no tienen aplicación posible a él. Vive en una región donde jamás se ven las nubes, los vapores y las nieblas del monaquismo y del ascetismo. Ha abandonado las formas inútiles del pietismo carnal y ha tomado, en cambio, las sólidas realidades de la vida cristiana. Sus oídos y su corazón han sido abiertos para oír y para comprender la exhortación poderosa del apóstol inspirado: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria. Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:1-5).

Aquí tenemos algunas de las glorias del verdadero cristianismo, práctico y vital, en contraste con las formas estériles y secas de la religiosidad carnal y mundana. La vida cristiana no consiste en observar ciertas reglas, tradiciones y mandamientos humanos, sino que es una realidad divina. Es tener a Cristo en el corazón, y reproducido en la vida diaria por el poder del Espíritu Santo. Es el nuevo hombre, formado sobre el modelo de Cristo mismo y manifestándose en los detalles más pequeños de nuestra vida diaria, en la familia, en los negocios, en las relaciones con nuestros semejantes, en todo. No se trata de una simple profesión, dogma, opinión o sentimiento; es una realidad viva e indiscutible. Es la dependencia de Dios establecida en el corazón, ejerciendo su dominio sobre nuestro ser y derramando su influencia maravillosa sobre todo el terreno en el que somos llamados a movernos día tras día. Es el cristiano que sigue las pisadas de Aquel que pasó haciendo bienes; haciendo todo lo posible para satisfacer las necesidades humanas; viviendo, no para sí mismo, sino para los demás, deleitándose en servir y dar, listo para tranquilizar a cualquier espíritu quebrantado o corazón desolado.

Este es el cristianismo, pero, ¡cuánta diferencia hay con las formas de que se revisten la legalidad y la superstición! ¡Qué contraste con observar por rutina y sin significado los días, los meses, los tiempos y los años, con abstenerse de ciertas comidas como carnes, con prohibir casarse y otras cosas por el estilo. ¡Qué diferente es de las fanfarronadas del místico, de la melancolía del ascético, y de las austeridades del monje! ¡Qué diferencia entre las sublimes verdades aceptadas por la inteligencia, profesadas, enseñadas y defendidas en discusión, y lo mundano y la insubordinación! El cristianismo del Nuevo Testamento produce lo divino, lo celestial y lo espiritual, desplegado entre lo humano, lo terreno y lo natural. ¡Que nuestro santo propósito no se quede satisfecho con nada menos que con el cristianismo glorioso revelado en el Nuevo Testamento!

No es necesario añadir nada más sobre la cuestión del día de reposo. Si el lector se ha dado cuenta de la importancia de las porciones de la Escritura que hemos visto, no le costará comprender el lugar que ocupa el día de reposo en los caminos dispensacionales de Dios. Verá que hace referencia directa a Israel y a la tierra, que fue un signo del pacto entre Jehová y su pueblo terreno, y un testimonio poderoso del estado moral de aquel pueblo.

Además, verá que Israel en realidad nunca guardó el día de reposo, no entendió su significado, ni apreció su valor. Esto fue manifestado en la vida, en el ministerio y en la muerte de nuestro Señor Jesucristo, quien verificó muchas de sus obras de curación en el día de reposo y, al fin, pasó ese día en el sepulcro.

Finalmente entenderá con toda claridad la diferencia entre el día de reposo judío y el primer día de la semana; ya que a este día no se le denomina «día de reposo» en el Nuevo Testamento, sino que, por el contrario, se le presenta constantemente con su distinción propia y característica. El día de reposo no ha sido cambiado o transferido; el primer día de la semana es un día completamente nuevo, con su propia base y peculiaridad; al día de reposo se le ha dejado totalmente intacto, como una institución suspendida para ser reanudada más tarde, cuando la simiente de Abraham haya sido reinstalada en su propia tierra (véase Ezequiel 46:1, 12).

El primer día de la semana (domingo), día del Señor

No dejaremos este interesante asunto sin hablar del lugar dado al primer día de la semana en el Nuevo Testamento. Aunque no es el día de reposo, y no tiene nada que ver con días santos, nuevas lunas, días, meses, tiempos o años, con todo, tiene su propio y único lugar en el cristianismo, según se ve en muchos textos de las Escrituras del Nuevo Testamento.

Nuestro Señor se levantó de los muertos ese día y se mostró a sus discípulos varias veces también en él. Pablo y los hermanos de Troas se reunían ese día para partir el pan (Hechos 20:7). El apóstol instruye a los corintios, y a todos los que en cualquier lugar invocan el Nombre de nuestro Señor Jesucristo, para que aparten sus ofrendas en el mismo y con esto nos enseña claramente que el primer día de la semana era el día especial para que el pueblo de Dios se reuniera, tomara la cena del Señor y celebrara el culto, la comunión y el ministerio relacionado con esa preciosa institución. El apóstol Juan nos dice expresamente que fue un día domingo, “en el día del Señor”, cuando recibió la maravillosa revelación que cierra el divino Libro. 1

Así, pues, tenemos pruebas evidentes de que el primer día de la semana no debe ser reducido al nivel de los días ordinarios. Para el verdadero cristiano, no es ni el día de reposo judío, ni el domingo de los gentiles, sino el día del Señor, en el que su pueblo, con alegría y agradecimiento, se reúne alrededor de su Mesa para celebrar esa preciosa fiesta por medio de la que se anuncia la muerte del Señor hasta que él venga.

Ningún legalismo ni superstición se relaciona con este primer día de la semana y pretender lo contrario sería negar las verdades relacionadas con ese día. No tenemos ningún mandamiento directo en cuanto a la observancia de ese día, pero las citas a las que hemos hecho referencia son totalmente suficientes para la mente espiritual. Todos los verdaderos cristianos tratarán de honrar y amar el primer día de la semana, poniéndolo aparte para el culto y servicio de Dios. Tan solo pensar que cualquiera que profesa amar a Cristo pueda dedicarse a los negocios, a paseos o a un trabajo innecesario en el primer día de la semana, repugna al corazón verdaderamente piadoso. Retirarnos lo más posible de todas las distracciones terrenales y dedicar las horas del primer día de la semana al Señor y a su servicio es un santo privilegio.

Quizá se diga que el cristiano debe dedicar todos los días al Señor, y es cierto, pues somos del Señor en el sentido más completo y amplio de la palabra. Todo lo que tenemos y somos se lo debemos a él, lo reconocemos con gozo. Somos exhortados a hacerlo todo en su Nombre y para su gloria, y es nuestro gran privilegio comprar y vender, comer y beber, hacerlo todo bajo su mirada con temor y amor a su santo Nombre. No deberíamos poner las manos en nada, en cualquier día de la semana, sobre lo que no pudiéramos pedir la bendición de Dios.

Todo esto está completamente admitido, el verdadero cristiano lo reconoce plenamente y con gozo. Pero, a la vez, nos parece imposible leer el Nuevo Testamento sin advertir que el primer día de la semana ocupa un lugar único, que ha sido señalado de la manera más evidente, con un significado y una importancia que no pueden ser reclamados por ningún otro día de la semana. Estamos tan convencidos de todo esto que, aunque en los países cristianizados no hubiera una ley de guardar el primer día de la semana, consideraríamos como un deber sagrado y un privilegio abstenernos de emprender cualquier trabajo en este día, salvo que fuera absolutamente indispensable.

Gracias a Dios, las leyes de varios países prevén que se observe el primer día de la semana; esto es una gracia para todos los que aman ese día por amor al Señor. Reconocemos su gran bondad por haber arrebatado este día de la codiciosa garra del mundo y haberlo dado a su pueblo y a sus siervos para dedicarlo al culto y a la obra de Dios.

¡Qué bendito es tener el primer día de la semana, con su profundo retiro de las cosas del mundo! ¿Qué haríamos sin él? ¡Qué alivio de los afanes semanales! ¡Qué preciosa es la reunión alrededor de la mesa del Señor para recordarle, para anunciar su muerte y celebrar sus alabanzas! ¡Qué deleitosos los servicios del primer día de la semana, ya sean del evangelista, del pastor, del maestro de escuela dominical o del distribuidor de tratados! El lenguaje humano no podría exponer de manera adecuada el valor y el interés de todas estas cosas. Es cierto que el primer día de la semana es más que día de descanso corporal para los creyentes, quienes a menudo se fatigan más en este día que en cualquier otro. Pero, es una fatiga que tendrá su brillante recompensa en el descanso que queda para el pueblo de Dios.

Amado lector cristiano, elevemos una vez más nuestro corazón en cántico de alabanza a Dios por el don bendito del primer día de la semana. ¡Dios quiera conservarlo hasta que el Señor venga, y contrarreste todos los esfuerzos de los incrédulos y ateos para quitar las barreras que las leyes han levantado alrededor del primer día de la semana! Sería muy triste el día en que esas vallas desaparecieran.

Quizás algunos digan que el día de reposo judaico ha desaparecido y que, por lo tanto, ya no nos obliga a nada. Muchos cristianos profesantes han tomado esa actitud y abogan, en Gran Bretaña, por la apertura de los parques y sitios públicos de recreo durante el primer día de la semana. ¡Ah! Se comprende fácilmente cuáles son sus intereses, quieren poner aparte la ley para tener una libertad licenciosa. No comprenden que el único camino para verse libres de la ley consiste en estar muertos a ella y, si estamos muertos a la ley, necesariamente también lo estamos al pecado y al mundo.

Esto cambia totalmente las cosas. El cristiano, gracias a Dios, está libre de la ley, pero no para recrearse en el mundo el primer día de la semana, o cualquier otro día, sino a fin de vivir para Dios.

Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios
(Gálatas 2:19).

Este es el sitio que ocupa el cristiano, y esto solo pueden hacerlo los que verdaderamente son nacidos de Dios. El mundo no lo comprende, porque no conoce los santos privilegios y el gozo espiritual que hay en el primer día de la semana.

Todo esto es cierto; pero al mismo tiempo estamos convencidos de que si Inglaterra quitara las vallas que rodean al primer día de la semana, daría una prueba muy triste de su disposición a abandonar la profesión religiosa que por tanto tiempo la ha caracterizado como nación, para correr en dirección a la incredulidad y el ateísmo.

No debemos perder de vista el hecho importante de que Inglaterra ha afirmado ser una nación cristiana que confiese estar dirigida por la Palabra de Dios. Por eso es mucho más responsable que aquellas naciones envueltas en la oscuridad del paganismo. Las naciones, como los individuos, son responsables según la confesión que hayan hecho; de ahí que los pueblos que profesan ser cristianos, y que así se han llamado a sí mismos, serán juzgados no simplemente por la luz de la creación, ni por la ley de Moisés, sino por la plena luz del cristianismo que profesan, por toda la verdad contenida en el precioso Libro que poseen y del que presumen. Los paganos serán juzgados a la luz de la creación, el judío por la ley y el cristiano nominal lo será por la verdad del cristianismo.

Este hecho agrava la situación de todas las naciones que dicen ser cristianas. Dios tratará con ellas según sus profesiones; de nada sirve decir que no entienden lo que profesan. ¿Por qué profesarían lo que no entienden o no creen? Pero ellas profesan entender y creer, y con base a este hecho serán juzgadas. Se jactan del dicho popular de que «La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes».

Si esto es así, ¡qué solemne es pensar que estos países serán juzgados por la norma de la Biblia! ¿Cuál será su juicio y su fin? Dejamos la respuesta aterradora a consideración de aquellos a quienes incumba.

  • 1Algunas personas creen que la expresión “en el día del Señor” (o “día domingo”) debería traducirse “de el día del Señor”, pues piensan que el apóstol estaba en el espíritu de aquel día en que nuestro Señor asumirá su gran poder y su reinado. Pero a este modo de ver pueden oponérsele dos serias objeciones. En primer lugar, las palabras griegas traducidas en Apocalipsis 1:10 por “en el día del Señor” (o según otras versiones, “día domingo”) son totalmente distintas de las usadas en 1 Tesalonicenses 5:2; 2 Tesalonicenses 2:2; 2 Pedro 3:10, que sí se refieren al día en que el Señor asuma su reinado. Nos parece que esto debería resolver la cuestión, pero hacemos notar, además, que la mayor parte del libro del Apocalipsis se refiere, no a ese día del reinado del Señor, sino a acontecimientos anteriores. En este pasaje la expresión “en el día del Señor” (o “domingo”) significa «el primer día de la semana», hecho importante, ya que prueba que ese día tiene un lugar muy especial en la Palabra de Dios, que todo verdadero cristiano le dará con reconocimiento.

¿Qué lugar ocupa la Escritura en nuestros corazones?

Terminaremos esta sección citando el último párrafo del capítulo 5 de Deuteronomio. No exige un largo comentario, pero nos parece provechoso proporcionarlo al lector para que tenga ante sus ojos las palabras del mismo Espíritu Santo.

Después de haber presentado al pueblo los diez mandamientos, el legislador sigue recordándoles las circunstancias solemnes que rodearon la entrega de la ley, así como los sentimientos y expresiones que ellos habían tenido en aquella ocasión.

“Estas palabras habló Jehová a toda vuestra congregación en el monte, de en medio del fuego, de la nube y de la oscuridad, a gran voz; y no añadió más. Y las escribió en dos tablas de piedra, las cuales me dio a mí. Y aconteció que cuando vosotros oísteis la voz de en medio de las tinieblas, y visteis al monte que ardía en fuego, vinisteis a mí, todos los príncipes de vuestras tribus, y vuestros ancianos, y dijisteis: He aquí Jehová nuestro Dios nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz de en medio del fuego; hoy hemos visto que Jehová habla al hombre y este aún vive. Ahora, pues, ¿por qué vamos a morir? Porque este gran fuego nos consumirá; si oyéremos otra vez la voz de Jehová nuestro Dios, moriremos. Porque ¿qué es el hombre, para que oiga la voz del Dios viviente que habla de en medio del fuego, como nosotros la oímos, y aún viva? Acércate tú, y oye todas las cosas que dijere Jehová nuestro Dios; y tú nos dirás todo lo que Jehová nuestro Dios te dijere, y nosotros oiremos y haremos. Y oyó Jehová la voz de vuestras palabras cuando me hablabais, y me dijo Jehová: He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho. ¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre! Vé y diles: Volveos a vuestras tiendas. Y tú quédate aquí conmigo, y te diré todos los mandamientos y estatutos y decretos que les enseñarás, a fin de que los pongan ahora por obra en la tierra que yo les doy por posesión. Mirad, pues, que hagáis como Jehová vuestro Dios os ha mandado; no os apartéis a diestra ni a siniestra. Andad en todo el camino que Jehová vuestro Dios os ha mandado, para que viváis y os vaya bien, y tengáis largos días en la tierra que habéis de poseer” (v. 22-33).

Aquí, el principio fundamental del libro de Deuteronomio desprende un brillo nada común. Está expresado en las conmovedoras y poderosas palabras que forman el verdadero núcleo del pasaje citado: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!”.

¡Preciosas palabras! Ellas nos revelan el manantial de la vida, que como cristianos somos exhortados a vivir día tras día, con una obediencia simple, implícita y completa al Señor; pero no con un espíritu servil, sino con el amor profundo, verdadero y adorador que el Espíritu Santo derrama en nuestras almas. Esto agrada a nuestro amoroso Padre que nos dice:

Dame, hijo mío, tu corazón
(Proverbios 23:26).

Cuando se da el corazón, todo lo demás sigue en un orden moral hermoso. Un corazón amante encuentra su gozo más profundo en obedecer los mandamientos de Dios; y nada tiene tanto valor ante Dios como lo que brota de un corazón amante. El corazón es la fuente de todo lo que se manifiesta en la vida; por eso, cuando es gobernado por el amor de Dios, hay una amorosa respuesta a todos sus mandamientos. Amamos sus mandamientos porque le amamos a él. Todas sus palabras son preciosas al que le ama. Todos sus preceptos, estatutos y juicios –en resumen, toda la Escritura– son amados, reverenciados y obedecidos porque su Nombre y su autoridad van unidos a ellos.

En el Salmo 119 se halla la ilustración del tema que nos ocupa y el ejemplo de un alma que responde admirablemente a las palabras que hemos citado antes: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos!”. Es el hermoso anhelo de un alma que encontró su más profundo y constante deleite en la Palabra de Dios. Hay por lo menos ciento setenta alusiones a esa preciosa Palabra, bajo un título u otro. Vemos esparcidas por todo este maravilloso salmo, con abundancia, joyas como: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (v. 11). “Me he gozado en el camino de tus testimonios, más que de toda riqueza. En tus mandamientos meditaré; consideraré tus caminos. Me regocijaré en tus estatutos; no me olvidaré de tus palabras” (v. 14-16). “Quebrantada está mi alma de desear tus juicios en todo tiempo” (v. 20). “Pues tus testimonios son mis delicias y mis consejeros” (v. 24). “Me he apegado a tus testimonios” (v. 31). “He aquí yo he anhelado tus mandamientos” (v. 40). “En tu palabra he confiado” (v. 42). “A tus juicios espero” (v. 43). “Busqué tus mandamientos” (v. 45). “Me regocijaré en tus mandamientos, los cuales he amado” (v. 47). “Me acordé, oh Jehová, de tus juicios antiguos” (v. 52). “Cánticos fueron para mí tus estatutos en la casa en donde fui extranjero” (v. 54). “Volví mis pies a tus testimonios” (v. 59). “Tus mandamientos he creído” (v. 66). “Mejor me es la ley de tu boca que millares de oro y de plata” (v. 72). “En tu palabra he esperado” (v. 74). “Tu ley es mi delicia” (v. 77). “Desfallecieron mis ojos por tu palabra” (v. 82). “Todos tus mandamientos son verdad” (v. 86). “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos” (v. 89). “Nunca jamás me olvidaré de tus mandamientos” (v. 93). “He buscado tus mandamientos” (v. 94). “Yo consideraré tus testimonios” (v. 95). “Amplio sobremanera es tu mandamiento” (v. 96). “¡Oh, cuánto amo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (v. 97). “¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca” (v. 103). “Por heredad he tomado tus testimonios para siempre, porque son el gozo de mi corazón” (v. 111). “Me regocijaré siempre en tus estatutos” (v. 117). “He amado tus mandamientos más que el oro, y más que oro muy puro” (v. 127). “Maravillosos son tus testimonios” (v. 129). “Mi boca abrí y suspiré, porque deseaba tus mandamientos” (v. 131). “Tus testimonios, que has recomendado, son rectos y muy fieles” (v. 138). “Sumamente pura es tu palabra” (v. 140). “Tu justicia es justicia eterna, y tu ley es la verdad” (v. 142). “Justicia eterna son tus testimonios” (v. 144). “Todos tus mandamientos son verdad” (v. 151). “La suma de tu palabra es verdad, y eterno es todo juicio de tu justicia” (v. 160). “Mi corazón tuvo temor de tus palabras. Me regocijo en tu palabra como el que halla muchos despojos” (v. 161-162). “Mucha paz tienen los que aman tu ley” (v. 165). “Mi alma ha guardado tus testimonios, y los he amado en gran manera” (v. 167). “Tus mandamientos he escogido” (v. 173). “Tu ley es mi delicia” (v. 174).

Realmente fortalece el corazón y renueva el ánimo transcribir frases así, muchas de las cuales pueden ser usadas para describir la vida de nuestro Señor durante su peregrinación terrenal. Él vivió siempre de la Palabra, fue el alimento de su alma, su guía, y el material de su ministerio. Con ella venció a Satanás y cerró la boca a saduceos, fariseos y herodianos. Por la Palabra enseñó a sus discípulos y encomendó a sus siervos cuando estaba a punto de ascender a los cielos.

¡Qué importante y práctico es todo esto para nosotros! Da un lugar muy alto a la Sagrada Escritura. El precioso Libro inspirado se nos presenta en las gloriosas frases entresacadas del Salmo 119. ¡Cuánto nos anima, nos refresca y fortalece observar cómo emplea nuestro Señor la Escritura, el sitio que le da y la dignidad de la que la llena! En cada ocasión acude a ella como autoridad divina contra la que no puede haber apelación. Él, aunque era Dios sobre todas las cosas y Autor del Libro sagrado, al tomar un lugar como hombre en la tierra, muestra claramente que el deber y el privilegio del hombre es vivir por la Palabra de Dios, reconociendo su divina autoridad en todo.

Y, ¿no se da aquí una respuesta satisfactoria a la pregunta que tantas veces repite la incredulidad?: «¿Cómo sabemos si la Biblia es la Palabra de Dios?». Si creemos verdaderamente en Cristo, si reconocemos en él al Hijo de Dios, tendremos que ver la fuerza moral del hecho de que esta Persona divina apele constantemente a las Escrituras, a Moisés, a los profetas y a los salmos como a una norma de Dios. ¿No la reconocía él como la Palabra de Dios? Indudablemente sí. Como Dios, la había dado, como Hombre, la aceptaba, la vivía y reconocía su autoridad suprema en todas las cosas.

Este es un hecho de gran peso para la iglesia profesante y una reprensión para todos los llamados doctores y escritores cristianos que se han atrevido a entrometerse en la verdad fundamental de la plena inspiración de las Escrituras en general y de los cinco libros de Moisés en particular. ¡Es terrible pensar que muchos que profesan ser maestros en la Iglesia de Dios se atrevan a censurar escritos que nuestro Señor y Maestro aceptó y reconoció como divinos.

Con todo, se nos dice y aun se espera que estemos dispuestos a creer que las cosas van mejorando, pero es una ilusión. Los absurdos degradantes del ritualismo y los razonamientos blasfemos de la incredulidad aumentan rápidamente a nuestro alrededor; y si estas influencias no están dominando, se nota frecuentemente una fría indiferencia y mundanería. Si la gente no es arrastrada a la incredulidad, por una parte, o al ritualismo, por la otra, es en gran parte porque anda muy preocupada en sus placeres e intereses personales. Y en cuanto a la religión de hoy día, si dejamos a un lado el dinero y la música, lo que queda es insignificante.

La observación y la experiencia prueban que las cosas no van mejorando. En verdad, el que ante tanta evidencia sigue pensando así, solo puede ser considerado como fruto de la credulidad más inconcebible.

Algunos dirán que no debemos juzgar según lo que vemos y que debemos tener esperanza, y así es, ciertamente, si tenemos una garantía divina para ello. Si se nos puede señalar una sola línea de la Escritura que pruebe que la actual situación se caracteriza por un progreso gradual, ya sea religioso, político, moral o social, ¡entonces tengamos esperanza! Una sola cláusula de la Palabra inspirada es suficiente para formar la base de una esperanza que eleve los corazones por encima de las circunstancias negras y deprimentes que vemos.

Pero no podemos encontrarla en ninguna parte. El testimonio bíblico, las enseñanzas de la Escritura, las voces de los profetas y apóstoles prueban unánimes que la situación actual, lejos de mejorar, irá de mal en peor; antes de que los rayos brillantes de la gloria del milenio puedan alegrar a este mundo dolorido, la espada del juicio debe hacer su obra aterradora. Citar los pasajes que prueban nuestra afirmación llenaría un libro y consistiría tan solo en transcribir gran parte de las Escrituras proféticas del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Por supuesto, no vamos a intentarlo porque el lector tiene la Biblia ante sí; busque en ella con diligencia. Deje a un lado sus ideas preconcebidas, todos los convencionalismos de la cristiandad, la fraseología corriente del mundo religioso, los dogmas de las escuelas teológicas, y acérquese con la simplicidad de un niño a la fuente de la Escritura y beba en ella su doctrina celestial. Allí encontrará la convicción clara y firme de que el mundo no se convertirá a través de los medios utilizados actualmente; que no con el Evangelio de paz, sino con la espada de la destrucción se preparará a la tierra para la gloria.

¿Vamos a negar el bien que se está haciendo, somos insensibles a ello? ¡De ninguna manera pensamos así! Bendecimos de todo corazón a Dios por cada átomo de ese bien. Nos regocijamos por cada esfuerzo hecho en la propagación del precioso Evangelio de la gracia de Dios; damos las gracias por cada persona que ingresa al círculo de la familia de Dios. Nos deleitamos al pensar que son millones las Biblias esparcidas cada año por toda la superficie de la tierra. ¿Qué mente humana podrá calcular el resultado de esa obra? Deseamos sinceramente que Dios ayude a cada misionero de corazón fiel que publica las buenas nuevas de la salvación.

El Evangelio no es anunciado para la conversión del mundo, sino para tomar de ellos pueblo para su nombre

Pero, aun admitiendo todo esto, no creemos en la conversión del mundo por los medios utilizados actualmente. La Escritura nos dice que, cuando los juicios divinos caigan sobre la tierra, los habitantes del mundo aprenderán justicia. Esta sola frase de la Palabra tendría que ser suficiente para probar que el mundo no será convertido por el Evangelio; hay cientos de versículos que usan el mismo lenguaje y enseñan la misma verdad. No es por la gracia, sino por los juicios que los habitantes de la tierra aprenderán justicia.

Entonces, ¿cuál es el objeto del Evangelio? Si no es para convertir al mundo, ¿para qué se predica? El apóstol Santiago, en el discurso pronunciado ante el concilio de Jerusalén, da una respuesta directa y concluyente a esta pregunta. Dice él: “Simón ha contado cómo Dios visitó por primera vez a los gentiles”. ¿Para qué, para convertirlos a todos? No, sino “para tomar de ellos pueblo para su nombre” (Hechos 15:14). No hay nada más claro que nos pone delante lo que debe ser el gran objetivo de todo el esfuerzo misionero, lo que todos los siervos enviados y enseñados por Dios deben tener presente en su obra; son enviados para “tomar de ellos pueblo para su nombre”.

¡Qué importante es recordar esto, qué necesario es tener siempre presente el verdadero fin de nuestra obra! ¿De qué sirve trabajar con un fin falso? ¿No es mucho mejor hacerlo teniendo la vista fija en lo que Dios está obrando? ¿Tendrá menos energía el misionero por tener presente el propósito de Dios en su obra? Por supuesto que no. Pensemos en dos obreros que salen a un campo misionero; uno se propone la conversión del mundo entero; el otro tiene como meta tomar del mundo pueblo para Dios. ¿Será este último, debido a su propósito, menos aplicado, enérgico o entusiasta que el primero? Al contrario, el hecho de conocer los propósitos de Dios dará consistencia a su obra, y, al mismo tiempo, lo estimulará ante las dificultades y obstáculos que lo rodean.

Los apóstoles de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, al salir para sus trabajos, no se proponían la conversión del mundo. “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:15-16).

Esto fue dicho a los apóstoles; el mundo debía ser su campo de acción, la proclamación debía hacerse a toda criatura, pero su aplicación efectiva era para los que creyesen. Era algo totalmente individual. La conversión de todo el mundo no debía ser su objetivo; esto se efectuará por una obra totalmente distinta, cuando la presente acción de Dios por el Evangelio haya producido la separación de un pueblo para los cielos. 1 El Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés, no para convertir al mundo, sino para redargüirle o demostrarle su culpa al haber rechazado al Hijo de Dios. 2 El efecto de su presencia consistía en demostrar al mundo su culpabilidad; el objetivo de su misión era constituir un cuerpo compuesto por creyentes sacados de los judíos y de los gentiles. En ello se ha ocupado durante estos veinte siglos. Este es “el misterio” del que Pablo fue hecho ministro y el que nos revela de un modo tan bendito en su epístola a los Efesios. Si se entiende bien la verdad expuesta en esa carta maravillosa, es imposible no ver que la conversión del mundo y la formación del cuerpo de Cristo, la Iglesia, son dos cosas distintas y que no pueden ir juntas.

Medite acerca de este hermoso pasaje: “Por esta causa yo Pablo, prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles; si es que habéis oído de la administración de la gracia de Dios que me fue dada para con vosotros; que por revelación me fue declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, leyendo lo cual podéis entender cuál sea mi conocimiento en el misterio de Cristo, misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (no dado a conocer en las Escrituras del Antiguo Testamento; no revelado a los santos o profetas del Antiguo Testamento) “como ahora es revelado a sus santos apóstoles y profetas” (esto es, a los profetas del Nuevo Testamento), “por el Espíritu: que los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y coparticipantes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio, del cual yo fui hecho ministro por el don de la gracia de Dios que me ha sido dado según la operación de su poder. A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo, y de aclarar a todos cuál sea la dispensación del misterio escondido desde los siglos en Dios, que creó todas las cosas; para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia a los principados y potestades en los lugares celestiales” (Efesios 3:1-10).

Veamos otro pasaje de la epístola a los Colosenses: “Si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro. Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia; de la cual fui hecho ministro, según la administración de Dios que me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la Palabra de Dios, el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria, a quien anunciamos, amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre; para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí” (cap. 1:23-29).

En estos y otros numerosos pasajes, el lector podrá ver el objetivo especial del ministerio de Pablo. Seguramente no tenía en la mente la conversión del mundo. Es verdad que predicaba el Evangelio en toda su profundidad, integridad y poder; lo predicó “desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico” (Romanos 15:19), entre los gentiles (Efesios 3:8), pero no era su pensamiento convertir al mundo. Sabía y enseñaba que el mundo iba madurando rápidamente para el juicio, que “los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor” (2 Timoteo 3:13), que “en los postreros tiempos algunos apostatarán de la fe, escuchando a espíritus engañadores y a doctrinas de demonios; por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia, prohibirán casarse, y mandarán abstenerse de alimentos que Dios creó para que con acción de gracias participasen de ellos los creyentes y los que han conocido la verdad” (1 Timoteo 4:1-3).

Más adelante este testigo fiel e inspirado por Dios enseñaba que “en los postreros días” –posteriores a “los postreros tiempos”– “vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (cf. 1 Timoteo 4:1-3; 2 Timoteo 3:1-5).

  • 1Recomendamos la lectura del Salmo 67; allí, entre un gran número de pasajes, se demuestra que la bendición de los gentiles seguirá a la restauración de Israel. “Dios tenga misericordia de nosotros [Israel] y nos bendiga; haga resplandecer su rostro sobre nosotros [Selah]; para que sea conocido en la tierra tu camino, en todas las naciones tu salvación… nos bendecirá Dios, el Dios nuestro. Bendíganos Dios, y témanlo todos los términos de la tierra”. No puede haber prueba más evidente de que será Israel y no la Iglesia lo que será usado para la bendición de las naciones.
  • 2La aplicación de Juan 16:8-11 a la obra del Espíritu en el individuo es, a nuestro juicio, un grave error. Se refiere al efecto de su presencia en la tierra, en cuanto al mundo en su totalidad. Su obra en el alma es una preciosa verdad, no hay por qué decirlo, pero no es la verdad que se nos enseña en este pasaje.

Lo que dice la Escritura

¡Qué cuadro! Nos traslada al final de Romanos 1, donde el escritor inspirado nos describe las sombrías formas del paganismo, pero con la terrible diferencia de que en 2 Timoteo no se trata del paganismo sino del cristianismo, que tiene una “apariencia de piedad”.

Este será el fin de la situación actual. ¿Es este el mundo convertido del que tanto oímos hablar? Tristemente los falsos profetas abundan por todas partes; hay muchos que claman: Paz, paz, pero la paz no se ve por ningún lado y también hay quienes pretenden recubrir los muros agrietados del cristianismo con “lodo suelto” (cf. Ezequiel 13:10).

Pero esto no impedirá el juicio que está cerca. La iglesia profesante ha fracasado, se ha apartado de la Palabra de Dios y se ha rebelado contra la autoridad de su Señor. No hay ni un solo rayo de esperanza para la cristiandad. Es la mancha moral más negra en el gran universo de Dios o en las páginas de la historia.

El mismo apóstol, cuyos escritos hemos citado a menudo, nos dice que “ya está en acción el misterio de la iniquidad”; de ello se deduce que ha estado obrando durante más de veinte siglos. “Solo que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en medio. Y entonces se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso (u “operación de error”, V. M.), para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:7-12).

¡Qué terrible es la sentencia de la cristiandad! Y esto a pesar de los sueños de los profetas falsos que enseñan al pueblo solo el lado bueno de las cosas. Gracias a Dios, hay un lado positivo para todos los que pertenecen a Cristo. A ellos el apóstol puede dirigirse con animadoras y alegres palabras:

Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo
(2 Tesalonicenses 2:13-14).

Aquí tenemos el lado positivo de las cosas: la gloriosa y bendita esperanza de la Iglesia de Dios de ver la brillante “Estrella de la mañana” (Apocalipsis 22:16). Todos los cristianos correctamente instruidos aguardan no un mundo mejorado o convertido, sino la venida de su Señor y Salvador, quien ha ido a preparar lugar para ellos en la casa del Padre, y quien volverá para tomarlos consigo, a fin de que donde él está, ellos también estén. Esta es su preciosa promesa que puede realizarse en el momento menos pensado. Para esto él espera, porque como nos dice Pedro, “es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). Pero, cuando el último miembro sea incorporado al bendito cuerpo de Cristo por el Espíritu Santo, la voz del arcángel y la trompeta de Dios llamarán a todos los redimidos para salir al encuentro del Señor en el aire, para estar con él para siempre.

Esta es la verdadera esperanza de la Iglesia de Dios, que él quiere que resplandezca siempre en los corazones de todos sus hijos, con su poder purificador y santificante. El enemigo ha conseguido despojar de esta bendita esperanza a un gran número de hijos de Dios. Incluso, durante siglos, quedó casi borrada del horizonte de la Iglesia, y solo se ha recobrado parcialmente. Ahora, ¿dónde oímos hablar de ella entre la iglesia profesante? ¿Resuena en la cristiandad el grito de gozo: “¡Aquí viene el Esposo!”? Lamentablemente, no; aun los pocos siervos de Cristo que aguardan su venida apenas se atreven a predicarlo porque temen ser rechazados.

¡Qué prueba más solemne y notable del poder cegador de Satanás! Ha despojado a la Iglesia de la esperanza que le fue dada por Dios; y, a cambio, le ha dado un engaño, una mentira. En vez de aguardar la aparición de la “estrella resplandeciente de la mañana”, le ha impuesto la idea de la conversión del mundo, es decir, un milenio sin Cristo. Ha logrado rodear el futuro con una niebla tan densa que la Iglesia ha perdido completamente la orientación. Es como un navío llevado por la tormenta en el océano, sin brújula ni timón que no distingue el sol ni las estrellas; todo es oscuridad y confusión. Y, ¿por qué? Sencillamente porque la Iglesia ha perdido de vista la pura y preciosa Palabra de su Señor y ha aceptado, en su lugar, los credos confusos y las confesiones de hombres que manchan y mutilan la verdad de Dios hasta el punto de que los cristianos parecen estar totalmente desorientados en cuanto a su verdadera posición y su propia esperanza.

Y, no obstante, tienen la Biblia en sus manos, como los judíos también tenían la Escritura y, sin embargo, rechazaron a Aquel que es el gran tema de ella. Esa era la inconsecuencia moral que nuestro Señor les echaba en cara en Juan 5: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí; y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (v. 39-40). Y, ¿a qué se debía eso? Sencillamente a que sus corazones estaban cegados por prejuicios religiosos, bajo la influencia de doctrinas y mandamientos de hombres. Por eso, por más que tuvieran las Escrituras, de las que se enorgullecían, las ignoraban y se regían tan poco por ellas como los paganos ignorantes que les rodeaban. Una cosa es tener la Biblia en nuestras manos, en nuestras casas y en nuestras reuniones, y otra muy distinta es que sus verdades obren en nuestros corazones y resplandezcan en nuestras vidas.

Tomemos, por ejemplo, el asunto que estamos tratando y que nos ha conducido a este largo inciso. ¿Puede haber en el Nuevo Testamento alguna enseñanza más clara que esta, es decir, que al final de la época actual debe haber una terrible apostasía de la verdad y una rebelión manifiesta contra Dios y el Cordero? Los evangelios, las epístolas y el Apocalipsis concuerdan en exponer esta solemne verdad con tanta claridad y simplicidad que un niño en Cristo puede entenderla.

Y sin embargo, ¡qué poco creída es, comparativamente! La gran mayoría cree todo lo contrario; se imaginan que, usando diferentes medios, todas las naciones se convertirán. Pero entonces, ¿cómo interpretar las parábolas de nuestro Señor en Mateo 13, la de la cizaña, la de la levadura, y la del grano de mostaza? ¿Cómo concuerdan estas parábolas con la idea de un mundo convertido? Si el mundo entero se debe convertir por la predicación del Evangelio, ¿cómo es posible que al fin del siglo se encuentre cizaña en el campo? ¿Por qué hay el mismo número de vírgenes insensatas como de prudentes cuando llega el Esposo? Si todo el mundo será convertido por el Evangelio, ¿sobre quiénes “el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche”? ¿O qué significado pueden tener las terribles palabras: “que cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán”? (1 Tesalonicenses 5:2-3). Ante un mundo convertido, ¿cuál sería la aplicación, cuál sería la fuerza moral de las solemnes palabras de Apocalipsis 1: “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por él”? (v. 7). ¿Dónde se encontrarán esos linajes lamentándose, si todo el mundo debe ser convertido?

Lector, ¿no resulta tan claro como la luz del sol que las dos cosas no pueden subsistir juntas? ¿No está perfectamente claro que la teoría de un mundo convertido por el Evangelio es diametralmente opuesta a toda la enseñanza del Nuevo Testamento? ¿Cómo es, pues, que la mayoría de los cristianos profesantes persiste en sostenerla? No puede haber sino una respuesta: no se inclinan ante la autoridad de la Escritura. Es muy doloroso tener que decirlo, pero es la verdad. La Biblia es leída en la cristiandad, pero sus verdades no son aceptadas; son rechazadas con persistencia. Y todo esto ante la frase orgullosa repetida tantas veces de: «La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los protestantes».

No podemos continuar con este tema, aunque reconocemos su valor y su importancia. Pero confiamos en que el lector será guiado por el Espíritu de Dios a conocer su profunda solemnidad. Los hijos de Dios, en todas partes, necesitan ser despertados para que reconozcan cuánto se ha apartado la Iglesia de la autoridad de la Escritura. Podemos estar seguros de que ahí radica la verdadera causa de toda la confusión, el error, y el mal entre nosotros. Nos hemos apartado de la Palabra del Señor y del Señor mismo. Hasta que esto no sea sentido y reconocido, las cosas no pueden cambiar. El Señor desea un verdadero arrepentimiento y un espíritu realmente quebrantado ante su presencia.

Pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra
(Isaías 66:2).

Siempre es así. No hay límite para la bendición cuando la actitud del alma es esta. Pero debe ser una realidad; de nada sirve hablar de estar “humillado y abatido”; debemos estarlo realmente; y es asunto individual. “Pero miraré a aquel…”.

¡Quiera el Señor, en su infinita misericordia, guiarnos para que nos juzguemos a nosotros mismos bajo la acción de su Palabra! ¡Ojalá que nuestros oídos estén abiertos para que oigamos su voz y que nuestros corazones se vuelvan a él y a su Palabra! ¡Volvamos la espalda a todo lo que no pueda soportar la prueba de la Escritura! Esto es lo que busca nuestro Señor Jesús de todos los que le pertenecen entre los escombros terribles y desesperantes de la cristiandad.