Estudio sobre el libro del Deuteronomio I

Deuteronomio 4

Ahora… Israel… oye

La ley mosaica y los mandamientos de Jesús

Quí se nos presenta muy claramente el carácter particular del libro de Deuteronomio: “Ahora, pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los ejecutéis, y viváis, y entréis y poseáis la tierra que Jehová el Dios de vuestros padres os da” (v. 1). “Oye” y haz, o ejecuta para que “viváis” y “poseáis”; este es un principio universal y permanente. Era cierto para Israel, y lo es también para nosotros. La senda de la vida y el verdadero secreto para poseer consisten en la obediencia sencilla a los santos mandamientos de Dios; eso lo vemos confirmado en el sagrado Libro. Dios nos ha dado su Palabra, no para especular o discutir sobre ella, sino para obedecerla. Es preciso que, por efecto de la gracia, nuestros corazones se sometan con gozo y sinceridad a los estatutos y decretos de nuestro Padre, a fin de que podamos andar en el resplandeciente sendero de la vida y gozar realmente de todo lo que Dios ha atesorado para nosotros en Cristo. “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Juan 14:21).

¡Qué precioso es esto! Es indecible, y algo muy especial, pero tristemente no todos los creyentes gozan de este privilegio. Solamente pueden hacerlo los que prestan amante obediencia a los mandamientos de nuestro Señor Jesucristo. Está al alcance de todos, pero no todos gozan de él, porque no todos son obedientes. Una cosa es ser hijo, y otra muy distinta es ser un hijo obediente. Una cosa es ser salvo y otra muy distinta es amar al Salvador y deleitarse en todos sus preciosos preceptos.

Esto lo vemos continuamente en las familias. Por ejemplo, de dos hijos, uno de ellos solo piensa en divertirse, hacer su propia voluntad y satisfacer sus deseos. No disfruta de la compañía de su padre; apenas conoce su voluntad y sus deseos, pero no procura adaptarse a ellos, aunque sí sabe aprovechar las ventajas de su relación de hijo. Está muy dispuesto a recibir de su padre el vestido, el alimento, etc., pero nunca procura responder al amor paternal con una expresión de cariño. El otro hijo, por el contrario, ama la compañía de su padre y no pierde ocasión para corresponder a sus deseos. Ama a su padre no por lo que le da, sino por lo que es, por eso encuentra sus mayores satisfacciones en estar con él y hacer su voluntad.

Ahora bien, ¿tendremos alguna dificultad para comprender cuán diferentes serán los sentimientos de ese padre respecto a sus dos hijos? Es cierto que los dos son hijos suyos y que los ama con el amor fundado en su parentesco. Pero, aparte del amor que les profesa, experimenta un sentimiento de especial complacencia por el hijo obediente, mientras que el hijo obstinado, ingrato y egoísta, no merecedor de su confianza, será para él motivo de angustia, de inquietud, de oración.

Estemos seguros de que la obediencia es agradable a Dios y que “sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:3), pues son la dulce y preciosa expresión de su amor, fruto y evidencia del lazo familiar que nos une a él. Además, Dios, por gracia, recompensa nuestra obediencia manifestándosenos de manera más completa y morando con nosotros. Esto resalta con gran claridad y belleza en la respuesta de nuestro Señor a Judas, no el Iscariote, por cuya respuesta debemos estarle agradecidos:

Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él
(Juan 14:22-23).

Aquí se ve que no es cuestión de diferencia entre “el mundo” y “nosotros”, pues el mundo no sabe nada de parentesco u obediencia, por lo tanto estas palabras de nuestro Señor no pueden referirse al mundo. El mundo aborrece a Cristo, porque no le conoce. Su lenguaje es: “Apártate de nosotros, porque no queremos el conocimiento de tus caminos” (Job 21:14). “No queremos que este reine sobre nosotros” (Lucas 19:14).

Así es el mundo, aun el barnizado por la civilización y adornado con la profesión de cristianismo. Debajo de ese barniz y de ese adorno existe un profundo odio a la persona y a la autoridad de Cristo. Su sagrado e incomparable Nombre está vinculado a la religión del mundo –es decir, a la cristiandad–, pero detrás de los ropajes de la profesión religiosa hay un corazón enemigo al acecho de Dios y de Cristo.

Nuestro Señor, pues, no habla del mundo en Juan 14. Está en el aposento alto con “los suyos” y habla de ellos. Si se manifestara al mundo, solo podría ser para juicio y eterna destrucción. Pero, bendito sea su Nombre, él se manifiesta a sus propios rescatados obedientes, a los que le aman y guardan sus mandamientos y sus palabras.

El cristiano y la ley

Conviene que el lector comprenda bien que, cuando nuestro Señor habla de sus mandamientos, de sus palabras y de sus preceptos, no se refiere a los diez mandamientos o a la ley de Moisés. No hay duda de que esos diez mandamientos forman parte del canon de la Escritura, la Palabra de Dios inspirada, pero confundir la ley de Moisés con los mandamientos de Cristo sería trastornarlo todo y confundir el judaísmo con el cristianismo, la ley con la gracia.

A menudo nos dejamos confundir por el simple sonido de las palabras; por eso, cuando nos encontramos con la palabra “mandamientos”, deducimos que debe referirse necesariamente a la ley de Moisés; pero esto es un grave error. Si el lector no lo comprende bien y no está seguro en este asunto, cierre este libro y lea los primeros ocho capítulos de la epístola a los Romanos y la epístola a los Gálatas; lea con calma y oración, como si estuviera en la presencia misma de Dios, con el ánimo libre de toda preocupación teológica y de la influencia de cualquier educación religiosa previa. Allí aprenderá de la manera más clara y completa que el cristiano no tiene nada que ver con la ley, ya se trate de vida, de justicia, de santidad, del andar, etc. La enseñanza del Nuevo Testamento tiende a establecer indudablemente que el cristiano no está bajo la ley, ni es del mundo, ni está en la carne, ni en sus pecados. El fundamento sólido de todo esto es la redención cumplida que tenemos en Cristo Jesús, gracias a la cual estamos sellados con el Espíritu Santo, estamos indivisiblemente unidos e inseparablemente identificados con Cristo resucitado y glorificado. Así, el apóstol Juan, al hablar de los creyentes, de todos los amados hijos de Dios, puede decir: “Pues como él (Cristo) es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Eso resuelve toda la cuestión para los que quieren ser dirigidos por la Sagrada Escritura. Y en cuanto a los demás, la discusión es inútil.

Nos hemos apartado de nuestro tema para resolver cualquier dificultad que pueda surgir por la mala interpretación de la palabra “mandamientos”. Nunca será excesivo el cuidado que el lector ponga para no dejarse arrastrar por la tendencia a confundir los mandamientos de los que nos habla Juan 14 con los mandamientos de Moisés, dados en Éxodo 20. Con todo, creemos reverentemente que Éxodo 20 es tan inspirado como Juan 14.

Y ahora, antes de dar por terminado este tema, rogamos que por unos momentos el lector concentre su atención en una porción de la historia inspirada que ilustra sorprendentemente la diferencia entre un hijo obediente y uno desobediente. Está en Génesis 18 y 19. Es un estudio muy interesante; presenta un contraste sumamente instructivo, sugestivo y práctico. No nos detendremos en él, ya que lo hemos hecho en nuestro estudio sobre el libro del Génesis, pero quisiéramos recordar que esos dos capítulos contienen la historia de dos santos varones de Dios. Lot era hijo de Dios tanto como Abraham; no dudamos que Lot está entre “los espíritus de los justos hechos perfectos” (Hebreos 12:23), como asimismo lo está Abraham. Esto no puede ponerse en duda, por cuanto el apóstol Pedro nos dice que el justo Lot “afligía cada día su alma justa, viendo y oyendo los hechos inicuos” de los malvados (2 Pedro 2:8).

Pero observe usted la gran diferencia entre esos dos hombres. El Señor en persona visitó a Abraham, se sentó junto a él y compartió su hospitalidad. Ese era un alto honor y un privilegio raro, un privilegio que Lot jamás conoció, y un honor al que nunca aspiró. El Señor nunca le visitó en Sodoma. Solamente le mandó sus ángeles, sus ministros de poder, los agentes de su gobierno; y aun ellos, al principio, rehusaron entrar en casa de Lot, o aceptar la hospitalidad que les ofrecía. Su áspera respuesta fue: “No, que en la calle nos quedaremos esta noche” (Génesis 19:2). Y cuando entraron en su casa, fue solo para protegerle de la violencia que lo rodeaba y para sacarle de las miserables circunstancias en que se había metido por su deseo de buena posición y ganancia mundana. ¿Puede haber contraste más evidente?

Sin embargo, el Señor se complacía en Abraham, se le manifestaba él mismo, le revelaba sus pensamientos, le hablaba de sus planes y propósitos, lo que intentaba hacer con Sodoma. “¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer, habiendo de ser Abraham una nación grande y fuerte, y habiendo de ser benditas en él todas las naciones de la tierra? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:17-19).

Sería difícil hallar una ilustración más elocuente que la de Juan 14:21-23, aunque la escena haya ocurrido dos mil años antes de que se pronunciaran aquellas palabras. ¿Tenemos algo parecido en la historia de Lot? Lamentablemente no, no era posible: no tenía ninguna intimidad con Dios, ni conocimiento de su mente, ni entraba en sus planes y propósitos. ¿Cómo habría podido hacerlo, hundido como estaba en los bajos fondos morales de Sodoma? ¿Cómo podía conocer la mente de Dios, si estaba cegado por la oscura atmósfera que cubría las ciudades culpables de la llanura? Era totalmente imposible. Si un hombre anda mezclado con el mundo, solo puede apreciar las cosas desde el punto de vista mundano; solo podrá medir las cosas con un patrón mundano y pensar de ellas a la manera del mundo. De ahí que la Iglesia, en la condición de Sardis, es amenazada con la venida del Señor como la de un ladrón, en vez de ser animada con la esperanza de su venida como la del Esposo y la Estrella de la mañana. Si la iglesia profesante ha descendido al nivel del mundo, y esto es un hecho, solo podrá contemplar el porvenir desde el punto de vista del mundo. Esto explica el sentimiento de terror con que la gran mayoría de los cristianos profesantes consideran el tema de la venida del Señor. Le esperan como a un ladrón, en vez de hacerlo como al bendito Esposo de sus corazones. Qué pocos hay, comparativamente, que aman su venida (2 Timoteo 4:8). La gran mayoría de profesantes (nos aflige decirlo) encuentran su tipo en Lot más bien que en Abraham. La Iglesia ha dejado su propio terreno, ha descendido de su elevado nivel moral y se ha mezclado con el mundo que odia y desprecia a su Señor ausente.

Mas, gracias a Dios,

tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus vestiduras
(Apocalipsis 3:4)

algunas piedras vivas entre las humeantes cenizas de los profesantes sin vida, algunas luces centelleantes en medio de la oscuridad moral de una fría cristiandad nominal, sin corazón y mundana.

Y no solo esto, sino que en el período que podríamos llamar laodiceano de la historia de la Iglesia, el que presenta un estado de nivel aun más bajo y sin esperanza, cuando la totalidad del cuerpo profesante está a punto de ser vomitado de la boca del “testigo fiel y verdadero” (Apocalipsis 3:14-16), aun en ese avanzado estado de declinación y abandono, el oído atento oye las palabras llenas de gracia y de poder: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Apocalipsis 3:20).1

Así que en los días de la cristiandad profesante, como en los días de los patriarcas, en los tiempos del Nuevo Testamento como en los del Antiguo, vemos que Dios concede la misma importancia y el mismo valor al oído atento y al corazón obediente. Abraham en las llanuras de Mamre, peregrino y extranjero, fiel y obediente hijo de Dios, gustó el maravilloso privilegio de hospedar al Señor de gloria; privilegio que no pudo ser conocido por quien, como Lot, había escogido morar en un lugar destinado a la destrucción. Así también, en los días de indiferencia y jactanciosa pretensión de Laodicea, el corazón obediente se ve animado con la dulce promesa de sentarse a cenar con Aquel que es “el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios”. En otras palabras, sean cuales fueren las condiciones de las cosas, no hay límite de bendiciones para el alma que quiere atender solo a la voz de Cristo y guardar sus mandamientos.

Recordemos esto. Dejemos que penetre en lo más profundo de nuestro ser moral. Nada puede despojarnos de las bendiciones y privilegios que se derivan de la obediencia. Esta verdad brilla en cada sección y en cada página del Libro de Dios. En todo tiempo, lugar y circunstancia el alma obediente fue dichosa en Dios y Dios se complació en ella. Siempre es así:

miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra
(Isaías 66:2).

Nada podrá alterar o cambiar esto. Lo vemos en el capítulo cuatro de nuestro libro, en las palabras con las que comienza esa sección: “Ahora, pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los ejecutéis, y viváis, y entréis y poseáis la tierra que Jehová el Dios de vuestros padres os da”. Lo encontramos también en las preciosas palabras de nuestro Señor, en Juan 14: “el que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama…” Y también: “El que me ama, mi palabra guardará” (v. 21-23).2

Esto mismo resplandece con una brillantez notable en las palabras del apóstol Juan: “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él. Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado. Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 3:21-24).

Podríamos multiplicar las citas, pero no es necesario, porque las que hemos mencionado establecen de la manera más completa y clara posible el verdadero y más alto motivo de la obediencia, esto es, ser agradables a nuestro Señor Jesucristo, en quien Dios se complace. Ciertamente debemos amorosa obediencia por muchos motivos. No sois vuestros, “porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:20). A él debemos nuestra vida, nuestra paz, nuestra justicia, nuestra salvación, nuestra eterna felicidad y gloria; así que nada puede exceder el peso moral de sus derechos sobre nosotros en cuanto a nuestra vida de obediencia. Pero hay otra consideración más importante todavía, y es el hecho maravilloso de que cuando obedecemos a sus mandamientos y hacemos aquello que es agradable a sus ojos, satisfacemos su espíritu y alegramos su corazón.

Amado lector cristiano, ¿puede haber algo que supere el poder moral que este motivo? ¡Piense por unos momentos en el privilegio que tenemos de alegrar el corazón de nuestro Señor! ¡Qué dulzura, qué interés, qué preciosidad, qué santa dignidad comunica a cada pequeño acto de obediencia el hecho de saber que agradamos a nuestro Padre! ¡Cuánto supera esto al sistema legalista! La diferencia entre el sistema legal y el cristianismo es la misma que hay entre la muerte y la vida, la esclavitud y la libertad, la condenación y la justificación, entre lo distante y lo próximo, entre la duda y la certeza. ¡Qué horrible es tratar de mezclar estos dos principios, de juntarlos en un solo sistema, como si fuesen dos ramas de un mismo tronco! ¡Qué confusión más desesperante resultará de un esfuerzo así! ¡Qué terrible es intentar colocar las almas bajo la influencia de estas dos cosas! Sería lo mismo que si nos propusiéramos combinar los rayos del sol del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche. Considerado desde el punto de vista divino y celestial, juzgado a la luz del Nuevo Testamento y medido por el patrón del corazón de Dios y la mente de Cristo, se verá que no puede haber anomalía más horrible que la que ofrece a nuestros ojos el esfuerzo que se hace en la cristiandad para combinar la ley y la gracia. En cuanto al deshonor hecho a Dios, la herida infligida al corazón de Cristo, el agravio y desprecio hechos al Espíritu Santo, el daño causado a la verdad de Dios, la enorme injusticia hecha a los amados corderos y ovejas del rebaño de Cristo, la terrible piedra de tropiezo arrojada en el camino tanto de judíos como de gentiles, y la grave injuria hecha a todo el testimonio de Dios durante el tiempo de la gracia, todo esto solo el tribunal de Cristo podrá declararlo; y, ¡qué terrorífica declaración sería! Es demasiado terrible para ser considerado siquiera.

Sin embargo, en la iglesia profesante existen muchas almas piadosas que de buena fe creen que el único camino para obedecer, alcanzar una santidad práctica, asegurar una buena conducta y mantener en orden nuestra mala naturaleza consiste en ponerse bajo la ley. Esos cristianos parecen temer que sin la ley, sin sus elementos y su vara, todo el orden moral se vendría abajo. Con la ausencia de la autoridad de la ley solo esperan una confusión indescriptible. Quitar los diez mandamientos como regla de vida es, a su juicio, derribar esos grandes diques morales que la mano de Dios levantó para contener la marea de la anarquía humana.

Comprendemos perfectamente su dificultad, ya que muchos hemos tropezado con ella en una forma u otra. Pero debemos tratar de resolverla según los caminos de Dios y no aferrarnos a nuestras propias opiniones y así contradecir las enseñanzas de la Santa Escritura; porque tarde o temprano nos veremos obligados a abandonar todas esas opiniones. Nada más que la Palabra de nuestro Dios, la voz del Espíritu Santo, la autoridad de la Escritura y las imperecederas enseñanzas de la revelación que nuestro Padre, en su gracia infinita, puso en nuestras manos, podrá mantenernos en pie. Debemos escucharla con profunda y reverente atención; ante ella debemos inclinarnos con obediencia completa. No debemos pensar en sostener ni una sola opinión propia; la opinión de Dios debe ser la nuestra. Debemos tirar todos los escombros que, por la influencia de las enseñanzas meramente humanas, han ido acumulándose en nuestras mentes.

Además, hemos de aprender a confiar implícitamente en toda palabra que sale de la boca de Dios. No debemos oponerle objeciones, ni juicios, ni discusiones, sino solamente creerla. Si fuera la palabra del hombre, si se tratara simplemente de una cuestión de autoridad humana, entonces sí deberíamos juzgarla. Deberíamos juzgar acerca de lo que dice, no según nuestra propia opinión, ni por ningún patrón humano, credo o confesión de fe, sino por la Palabra de Dios. Pero cuando la Escritura habla, toda discusión queda terminada.

Este es un consuelo único: no hay palabras que expresan adecuadamente el valor o la importancia moral de este gran hecho que libra al alma completamente del poder cegador de la terquedad, por una parte y, por otra, de la simple sujeción a la autoridad humana. Nos lleva al contacto vivo, personal y directo de la autoridad de Dios; y esto es vida, paz y libertad, poder moral, elevación verdadera, certeza divina y santa estabilidad. Termina con las dudas y los temores, con todas las fluctuaciones de las opiniones meramente humanas que causan tanta confusión y que torturan el corazón. Así, no somos agitados por cualquier viento de doctrina, por las oleadas del pensamiento humano. Dios ha hablado, y esto basta. El corazón encuentra ahí su profundo y estable reposo. Ha logrado escapar del océano tormentoso de la controversia teológica y ha echado anclas en el bendito puerto de la revelación divina.

De esta forma, deseamos decir al piadoso lector de estas líneas, que si usted quiere conocer el pensamiento de Dios sobre el tema que tratamos, si quiere conocer el fundamento, el carácter y el objeto de la obediencia cristiana, debe simplemente escuchar la voz de la Sagrada Escritura. Y, ¿qué dice? ¿Nos remite de nuevo a Moisés para aprender cómo debemos vivir, o al “monte palpable”, a fin de asegurarnos una vida santa? ¿Nos coloca bajo la ley para refrenar nuestra carne? Oiga lo que nos dice y sopéselo cuidadosamente. Escuche las siguientes palabras de Romanos 6 que tienen santo poder liberador: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (v. 14).

Ahora, pues, rogamos de todo corazón que el lector permita que esas palabras penetren en lo más profundo de su alma. El Espíritu Santo declara, de la manera más sencilla y enfática, que los cristianos no están bajo la ley, porque si estuviéramos bajo la ley, el pecado tendría dominio sobre nosotros. Vemos en la Escritura, de un modo invariable, que el “pecado”, la “ley” y la “carne” van unidos. El alma que está bajo la ley no tiene la posibilidad de gozar de una completa liberación del dominio del pecado; y ahí podemos ver de una ojeada la mentira de todo el sistema legalista y el engaño absoluto de empeñarse en obtener la santidad de vida poniéndose bajo la ley. Esto equivale a colocarse sencillamente en el terreno en el que el pecado puede enseñorearse de nosotros y sujetarnos con dominio absoluto. ¿Cómo es, pues, posible producir la santidad por la ley? Es absolutamente imposible.

  • 1Aplicar al pecador este solemne llamamiento de Cristo a la iglesia de Laodicea, según lo hemos oído a veces en predicaciones evangélicas, es un gran error. Sin duda, el pensamiento del predicador es justo, pero no corresponde al caso. Cristo no está llamando a la puerta del corazón del pecador, en lo que allí se describe, llama a la puerta de la iglesia profesante. ¡Qué hecho tan lleno de profunda y terrible solemnidad en cuanto a la Iglesia! ¡Qué final con Cristo fuera! Pero, ¡cuánta gracia por parte de Cristo en su llamado, Él quiere entrar! Está aun aguardando con paciente bondad e inmutable amor, presto a entrar en el corazón de cualquier fiel que desee abrirle. Por si “alguno”, ¡uno al menos! En Sardis pudo hablar de “algunos”; en Laodicea solo puede hablar de “alguno”. Pero, aunque haya solamente uno, Cristo entrará a él, y cenará con él. ¡Precioso Salvador! ¡Fiel amante de nuestras almas! “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Lector, ¿nos sorprende que el enemigo procure mutilar y aplicar mal el solemne y escudriñador llamamiento a la iglesia de Laodicea, el cuerpo profesante en el más espantoso estado de su historia? Aplicarlo simplemente al caso del alma no convertida es privar a la iglesia profesante de uno de los más pertinentes, agudos y poderosos llamamientos que contiene el Nuevo Testamento.
  • 2Existe una instructiva diferencia entre los “mandamientos” y las “palabras” del Señor. Los primeros establecen de manera clara y definitiva lo que debemos hacer, las otras expresan los deseos de Dios. Si a mi hijo le doy un mandato, este constituye su deber y, si me ama, se complacerá en hacerlo. Pero si me oye decir: «Me gustaría que se hiciese tal o cual cosa», aunque yo no le haya dicho formalmente que lo haga, verlo hacer aquella cosa con el fin de agradarme me tocaría el corazón más profundamente que si le hubiera dado la orden de hacerlo. Ahora, pues, ¿no hemos de procurar agradar a Cristo? ¿No trataremos de serle agradables? Él nos ha hecho aceptos, por lo tanto, hemos de procurar ser aceptables a él. Él se complace en la amante obediencia; y esto es lo que él mismo tributaba al Padre. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8). “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Juan 15:10). ¡Ojalá podamos ser más animados por el Espíritu de Jesús para andar en sus benditos pasos y rendirle más amante, devota y cordial obediencia en todo! Procuremos, lector cristiano, profundizar sinceramente en estas cosas, de manera que el corazón de Dios sea regocijado y su Nombre glorificado en nosotros cada día.

Muertos a la ley

Volvamos por un momento a Romanos 7. “Así también vosotros, hermanos míos” (y todos los verdaderos creyentes, todo el pueblo de Dios), “habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (v. 4). Ahora bien, es evidente que no se puede estar “muerto a la ley” y “estar bajo la ley” al mismo tiempo. Se nos podría objetar, quizá, que la expresión “muerto a la ley” es solamente una figura; supongamos que sea así. Entonces preguntamos: ¿Una figura de qué? No podría ser de personas que estuviesen bajo la ley, sino, en todo caso, una figura de lo totalmente opuesto a eso.

Notemos que el apóstol no dice que la ley está muerta; nada de eso. La ley no ha muerto, pero nosotros estamos muertos a ella. Por la muerte de Cristo hemos salido de la esfera a la que pertenece la ley. Cristo se puso en este lugar por nosotros; fue colocado bajo la ley; en la cruz fue hecho pecado por nosotros. Él murió por nosotros, y nosotros morimos en él; de este modo nos sacó de la posición en la que estábamos bajo el dominio del pecado y bajo la ley, y nos introdujo en una posición enteramente nueva, en asociación y unión con un Cristo resucitado, de tal manera que podemos decir: “Como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Juan 4:17). Cristo en la gloria, ¿está bajo la ley? Por supuesto que no; y nosotros tampoco. ¿Tiene el pecado algún derecho sobre él? Absolutamente ninguno; ni tampoco, por tanto, lo tiene sobre nosotros. Somos, en cuanto a nuestro estado, como él es en la presencia de Dios; por consiguiente, volver a ponernos bajo la ley sería la más completa subversión de nuestra posición en Cristo y una flagrante contradicción de las manifestaciones tan claras de la Sagrada Escritura al respecto.

Ahora preguntamos: ¿Cómo se podrá progresar en la santidad práctica si removemos los mismos fundamentos del cristianismo? ¿Cómo podrá ser subyugado el pecado que habita en nosotros, si nos ponemos bajo el propio sistema que dio al pecado su poder sobre nosotros? ¿Cómo se producirá la verdadera obediencia cristiana si nos desviamos de la Sagrada Escritura? No podemos imaginar nada más absurdo. Un fin divino solo puede alcanzarse siguiendo un camino divino. Ahora bien, el camino de Dios para liberarnos del dominio del pecado fue librarnos de la ley; de modo que todos los que enseñan que los cristianos están bajo la ley, se hallan claramente en oposición a Dios. ¡Tremendo pensamiento para todos los que desean ser maestros de la ley!

Pero sigamos considerando otras palabras del capítulo 7 de Romanos. El apóstol continúa diciendo: “Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte. Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (v. 5-6).1

Esto es tan claro como la luz del sol. ¿Qué significa la expresión “mientras estábamos en la carne”? ¿Quiere decir, acaso, que estamos aún en esa situación? Evidentemente no; lo pasado es pasado. Entonces, ¿qué quiere decir el apóstol con la expresión: “mientras estábamos en la carne”? Pues sencillamente hace referencia a una cosa pasada, a un estado que ya no existe. Los creyentes ya no están en la carne. Así lo declara terminantemente la Escritura. ¿Quiere esto decir que no están en el cuerpo? Por supuesto que no. Están en el cuerpo, en cuanto al hecho de su existencia, pero no están en la carne, en cuanto al principio de su posición ante Dios.

En el capítulo 8 tenemos la más clara exposición de este punto. “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (v. 8-9). Aquí tenemos la exposición de un hecho muy solemne, y la proclamación de un privilegio precioso y glorioso. “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. Podrán ser muy morales, amables, religiosos, y benévolos, pero no pueden agradar a Dios; todo esto es falso. La fuente de la que manan las corrientes está corrompida, y la raíz y el tronco de donde provienen las ramas están podridos, son malos. No pueden producir ningún fruto bueno, un fruto que Dios pueda aceptar. “No pueden agradar a Dios”. Deben colocarse en una situación nueva, tener nueva vida, nuevos motivos, nuevos objetos; deben ser una nueva creación. ¡Qué solemne es esto! Considerémoslo a fondo y veamos si comprendemos las palabras del apóstol.

Por otra parte, notemos los gloriosos privilegios de todos los verdaderos creyentes: “Vosotros no vivís según la carne”. Los creyentes ya no están en una situación en la cual no puedan agradar a Dios. Tienen una nueva naturaleza, una nueva vida, y cada movimiento de esta, y cuanto emana de ella, es agradable a Dios. El más débil aliento de la vida divina es grato a Dios. El Espíritu Santo es el motor de esa vida, Cristo es el objeto, la gloria es la meta, el cielo es el hogar. Todo es divino y, por lo tanto, perfecto. Ciertamente el creyente está expuesto a fallar, por naturaleza siente inclinación a desviarse, es capaz de caer en pecado. En él, esto es, en su carne, no mora el bien. Pero su posición ante Dios está fundada en la eterna estabilidad de la gracia de Dios, y la misma gracia ha hecho provisión para el estado espiritual del creyente en la preciosa expiación y la intercesión eficaz de nuestro Señor Jesucristo (1 Juan 2:1); de modo que está libre para siempre de ese terrible sistema legal en el que las figuras más sobresalientes son “la carne”, “la ley”, “el pecado” y “la muerte”; ¡triste agrupación, en verdad! Y ha sido trasladado a la gloriosa escena en la que las figuras prominentes son “vida”, “libertad”, “gracia”, “paz”, “justicia”, “santidad”, “gloria”, “Cristo”. “Porque no os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando; sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Hebreos 12:18-24).

Así hemos procurado resolver la dificultad del lector que, hasta el momento de abrir este libro, tuviera la convicción de que la santidad práctica y la verdadera obediencia solo pueden conseguirse poniendo a los creyentes bajo la ley. Esperamos que haya entendido y aceptado la evidencia de la Escritura que hemos puesto ante él. Si es así, comprenderá que colocar a los creyentes en esa posición es quitar el fundamento mismo del cristianismo, abandonar la gracia, dejar a Cristo, volver a la carne, en la cual no podemos agradar a Dios, y ponernos nosotros mismos bajo la maldición. En resumen, el sistema legal de los hombres es totalmente opuesto a toda la enseñanza del Nuevo Testamento. El apóstol Pablo testificó durante toda su vida contra ese sistema y los que lo seguían. Lo aborreció y lo denunció continuamente, porque los maestros de la ley siempre procuraban engañar a los amados hijos en la fe. Es imposible leer las fogosas expresiones del apóstol en la epístola a los Gálatas, sus ardientes referencias en la epístola a los Filipenses (o las solemnes amonestaciones de la epístola a los Hebreos, cuyo autor desconocemos), sin comprender lo intenso que era su odio hacia todo el sistema legalista de los maestros de la ley, y qué amargamente lloraba sobre las ruinas del testimonio tan precioso a su amoroso y devoto corazón.

Es posible que a pesar de todo lo que hemos escrito, y a despecho de la plena evidencia de la Escritura sobre la que hemos llamado la atención del lector, este quiera preguntar: «¿No existirá algún peligro de impía relajación y de superficialidad si anulamos el poder restrictivo de la ley?». A esto respondemos que Dios es más sabio que nosotros. Él sabe mejor que nosotros cómo evitar la relajación y la ligereza y cómo producir la verdadera obediencia. Él ensayó la ley y, ¿cuál fue el resultado?: produjo ira, fue causa de que el quebrantamiento de esa ley abundase, desarrolló los deseos pecaminosos, introdujo la muerte, fue la fuerza del pecado, privó al pecador de todo poder, lo mató, fue la condenación y maldijo a todos cuantos tenían que responder ante ella.

Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición
(Gálatas 3:10).

Y todo esto no se debió a algún defecto de la ley, sino a la total incapacidad del hombre para cumplirla.

Es evidente que ni la vida, ni la justicia, ni la santidad, ni la verdadera obediencia cristiana pudieron nunca alcanzarse bajo la ley. ¿Será posible que, después de lo que hemos visto, usted pueda hacer alguna objeción, tener alguna duda, encontrar una sola dificultad en cuanto a este tema? Esperamos que no. Nadie que esté dispuesto a inclinarse ante la enseñanza y la autoridad del Nuevo Testamento puede ser partidario del sistema legalista.

Sin embargo, antes de dar por terminado este importantísimo tema, señalaremos uno o dos pasajes de la Escritura en los que las glorias morales del cristianismo resplandecen con vivo fulgor en intenso contraste con la economía mosaica.

Ante todo, tomemos el conocido pasaje de Romanos 8: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús… Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (v. 1-4).

Ahora bien, debemos tener en cuenta que el primer versículo establece la posición de todos los cristianos, es decir, su posición ante Dios. Está “en Cristo Jesús”, y esto lo aclara todo. El cristiano ya no está en la carne, no está bajo la ley, está absoluta y eternamente “en Cristo Jesús”. Por lo tanto, no hay ni puede haber “condenación” para él. El apóstol no habla ni se refiere a nuestra conducta o a nuestro estado. Si fuera así, no podría hablar de “ninguna condenación”. La conducta cristiana más perfecta que se haya observado, el estado cristiano más perfecto, siempre daría algún motivo para el juicio y la condenación. No hay un solo cristiano en la tierra que no deba diariamente juzgar su estado y su conducta, su condición moral y su vida práctica. ¿Cómo podría, pues, fundarse la “ninguna condenación” en la conducta cristiana? Es imposible. Para estar libres de condenación hemos de poseer algo divinamente perfecto, y la conducta cristiana no lo es, nunca lo ha sido. Aun el apóstol Pablo tuvo que retirar unas palabras que pronunció (Hechos 23:5); se arrepintió de haber escrito una carta (2 Corintios 7:8). Un estado perfecto y una conducta intachable solo pudieron encontrarse en Jesús; en todos los demás, aun los más santos y mejores, hay tacha.

Por lo tanto, la segunda cláusula del primer versículo de Romanos 8 (que aparece en la versión Reina Valera de 1960: “los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”) debe ser considerada como interpolación, como algo intercalado, añadido. Esto será comprendido por todos los que sean enseñados por Dios, dejando aparte cualquier cuestión de simple crítica textual. 2  Una mente espiritual podrá darse cuenta de la incongruencia que existe entre las expresiones “ninguna condenación” y “no andan conforme”; las dos cosas no pueden armonizarse. Y aquí, sin duda alguna, es precisamente donde miles de almas piadosas se han visto envueltas en dificultades en cuanto a este pasaje. El alegre sonido de la frase “ninguna condenación” ha sido despojado de su profundo, completo y bendito significado por una intercalación introducida por algún copista cuya débil visión quedó deslumbrada, sin duda, por la brillantez de la libre, absoluta y soberana gracia de Dios. Cuántas veces hemos oído palabras como estas: «¡Oh, sí, ya sé que no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, pero esto es para los que no andan según la carne, sino según el Espíritu! Yo no puedo decir que ande así. Anhelo vivamente hacerlo, y lamento mi fracaso. Daría todo lo que tengo para poder conducirme con más perfección; pero ¡ay de mí!, he de condenarme a mí mismo, condenar mi estado, mi conducta y mis hechos cada día y aun cada hora. Por eso no me atrevo a aplicarme las preciosas palabras “ninguna condenación”. Espero poder hacerlo algún día, cuando haya progresado más en mi santidad personal; pero en mi estado actual considero que sería muy pretencioso aplicarme esta preciosa verdad».

Pensamientos como estos han pasado por la mente de muchos de nosotros, aunque no hayan sido exteriorizados en palabras. Pero la respuesta sencilla y concluyente a todos esos razonamientos legalistas se encuentra en el hecho de que la segunda cláusula de Romanos 8:1 es una interpolación (añadidura) engañadora, ajena al espíritu y genio del cristianismo; opuesta a toda la serie de argumentos del contexto del capítulo en que está, y muy subversiva de la sólida paz del cristiano. Los que están al corriente de la crítica bíblica saben que todas las autoridades de gran renombre están de acuerdo en rechazar la segunda cláusula de Romanos 8:1.3 Y en este caso la crítica textual solo confirma, como toda sana crítica lo hará, la conclusión a que llegaría una mente espiritual, sin ningún conocimiento de la crítica.

Pero, añadido a lo anterior, diremos que la cláusula que encontramos en el versículo 4: “Los que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”, agrega mayor evidencia de que su presencia al final del versículo 1 es una interpolación. No podemos admitir el pensamiento de que haya redundancia de palabras en la Sagrada Escritura. Ahora bien, en el versículo 4 se trata de una cuestión de conducta, una cuestión de nuestro cumplimiento de “la justicia de la ley”; de ahí que la frase esté bien, porque está divinamente en su sitio apropiado. El que anda conforme al Espíritu, como lo debe hacer todo cristiano, cumple la justicia de la ley. El amor es el cumplimiento de la ley; el amor nos conducirá a cumplir lo que los diez mandamientos no pudieron lograr nunca, es decir, a amar a nuestros enemigos. Nadie que ame la santidad, que defienda la justicia tendrá el más mínimo temor de perder nada por dejar el terreno legalista y tomar su sitio en la elevada plataforma del cristianismo verdadero, por cambiar el monte Sinaí por el monte Sion, por pasarse de Moisés a Cristo. No, pues solo alcanza un manantial más alto, una fuente más profunda, una esfera más amplia de santidad, de justicia y de obediencia práctica.

Si alguien quisiera preguntar: «La serie de argumentos que se han expuesto, ¿no tiende a despojar a la ley de su gloria característica?», nosotros le contestaríamos que no. Lejos de ello; la ley nunca fue más magnificada, más vindicada, más establecida, más glorificada que lo fue por la preciosa obra que forma el fundamento imperecedero de todos los privilegios, bendiciones, dignidades y glorias del cristianismo. El apóstol Pablo anticipa y responde a aquella pregunta al comienzo de su epístola a los Romanos: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31). ¿De qué modo pudo ser más gloriosamente vindicada, honrada y magnificada la ley que por la vida y muerte del Señor Jesucristo? ¿Habrá alguien que pretenda sostener la extraña idea de que se enaltece a la ley poniendo a los cristianos bajo ella? Esperamos que el lector no piense de esa manera. ¡Ah!, no toda esa serie de cosas ha de ser completamente abandonada por aquellos cuyo privilegio consiste en andar a la luz de la nueva creación, que conocen a Cristo como su gran modelo, su todo en todo; que encuentran sus motivos para obedecer no en el temor a las maldiciones de una ley quebrantada, sino en el amor de Cristo, según las hermosas palabras: “El amor de Cristo” (no la ley de Moisés) “nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Corintios 5:14-15).

¿Pudo la ley producir algo parecido a esto? Fue imposible. Pero, bendito sea para siempre el Dios de toda gracia, “lo que era imposible para la ley”, no porque no fuese santa, justa y buena, sino “por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que” –como resucitados con Cristo, unidos a él por el Espíritu Santo, según el poder de una vida nueva y eterna– “no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:3-4).

Esto, y solo esto, es verdadero cristianismo; si el lector presta atención al segundo capítulo de la epístola a los Gálatas, encontrará otra de esas hermosas y ardientes declaraciones en las que el apóstol demuestra con divino poder y plenitud la gloria especial de la vida y conducta cristianas. Está relacionada con su fiel reprensión al apóstol Pedro en Antioquía, cuando este amado siervo de Cristo, por su característica debilidad, fue inducido a bajar por un momento del elevado terreno moral en el que el Evangelio de la gracia de Dios pone al alma. Nada mejor que citar el párrafo entero, pues está lleno de poder espiritual:

“Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara”, –no le censuró ni le reprendió estando ausente– “porque era de condenar. Pues antes que viniesen unos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión. Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal manera que aun Bernabé fue también arrastrado por la hipocresía de ellos. Pero cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar? Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado. Y si buscando ser justificados en Cristo, también nosotros somos hallados pecadores, ¿es por eso Cristo ministro de pecado? En ninguna manera” (o lejos de nosotros tal pensamiento). “Porque si las cosas que destruí, las mismas vuelvo a edificar, transgresor me hago”. (Pues si las cosas eran buenas, ¿por qué destruirlas? Y si no eran buenas, ¿por qué volver a edificarlas?). “Porque yo por la ley soy muerto para la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo”, no por la ley como regla de vida, sino “en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí. No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (o murió en vano) (Gálatas 2:11-21).

Aquí tenemos, pues, una de las más bellas afirmaciones que podríamos encontrar acerca de la verdad en cuanto al cristianismo práctico. Pero lo que llama inmediatamente nuestra atención es la manera tan precisa y hermosa con la que el Evangelio de Dios traza la senda del verdadero creyente entre los dos errores de la legalidad por un lado, y de la relajación carnal por el otro. El versículo 19 del pasaje citado contiene el remedio divino para esos dos peligros mortales. A todos los que intentan poner al cristiano bajo la ley, nuestro apóstol exclama (a oídos de los judíos disimuladores, con Pedro a la cabeza, y como respuesta a todos los maestros de la ley en todo tiempo): “Soy muerto para la ley”.

¿Qué tiene que decir la ley a un hombre muerto? Nada. La ley se aplica al hombre vivo para maldecirlo y matarlo porque no la cumplió. Es una grave equivocación enseñar que la ley está muerta o abolida. No es verdad; está viva y con toda su fuerza, con todo su poder restrictivo, con toda su majestad y con toda su inflexible dignidad.

Pero, ¿cómo muere a la ley el creyente? El apóstol responde: “Porque yo por la ley soy muerto para la ley” (Gálatas 2:19). La ley había dictado sentencia de muerte en su conciencia, según lo leemos en Romanos 7: “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí. Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte. Porque el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó, y por él me mató” (v. 9-11).

Pero hay más aun. El apóstol continúa diciendo: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gálatas 2:20). Aquí está la respuesta triunfante del cristiano a los que dicen que, como la ley de Moisés está derogada, ya no hay ninguna demanda en favor de la restricción legal bajo la que los judíos fueron llamados a vivir. A todos los que se refugian en la libertad para disculparse a sí mismos, la respuesta es: “Soy muerto para la ley”, no para dar rienda suelta a la carne, sino “a fin de vivir para Dios” (cap. 2:19).

De modo que nada puede haber más completo y más bello moralmente que la respuesta del verdadero cristianismo a la legalidad, por un lado, y al libertinaje, por otro. En un Cristo crucificado, el propio yo está crucificado y el pecado está condenado. En un Cristo resucitado hay nueva vida, una vida consagrada a Dios, una vida de fe en el Hijo de Dios; y finalmente, como móvil de esa vida, está el amor de Cristo que constriñe. ¿Qué puede ser superior a esto? En vista de las glorias morales del cristianismo, ¿quién querría volver a poner a los creyentes bajo la ley, en la carne, en la vieja creación, bajo la sentencia de muerte, bajo la esclavitud, oscuridad, alejamiento, miedo a la muerte y a la condenación?

¿Será posible que el que haya gustado, aunque sea un poco, la celestial dulzura del bendito Evangelio de Dios, acepte el pobre sistema compuesto mitad de ley y mitad de gracia? Qué terrible es encontrar a hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo y templos del Espíritu Santo, despojados de sus gloriosos privilegios y cargados con un pesado yugo que, según dijo Pedro, “ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar” (Hechos 15:10). Rogamos encarecidamente al lector cristiano que medite en lo que hemos expuesto. Escudriñe las Escrituras y arroje a un lado la mortaja con la que la cristiandad falsa envuelve a sus seguidores; ande en la libertad con la que Cristo libertó a su pueblo, arranque la venda que cubre los ojos de los hombres y contemple las glorias morales que resplandecen con fulgor celestial en el Evangelio de la gracia de Dios.

Demostremos, por una conducta santa, que la gracia puede hacer lo que la ley no pudo jamás. Ojalá que nuestro comportamiento diario, en medio de las circunstancias, relaciones y asociaciones entre las que debemos vivir, sea la respuesta más convincente a todos los que contienden en favor de la ley como norma de vida.

Finalmente, que nuestro sincero deseo y aspiración sean procurar, en cuanto dependa de nosotros, guiar a todos los queridos hijos de Dios al claro conocimiento de su posición y privilegios en un Cristo resucitado y glorificado. ¡Quiera el Señor mandar su luz y su verdad, por el poder del Espíritu Santo, y juntar a su amado pueblo alrededor suyo para hacerlo andar con el gozo de su salvación, la pureza y luz de su presencia, mientras aguarda su venida!

  • 1La traducción de Romanos 6, en la «Versión Autorizada» inglesa, es manifiestamente errónea, por cuanto enseña que la ley está muerta, lo cual no es verdad. “La ley es buena, si uno la usa legítimamente” (1 Timoteo 1:8). Y además: “La ley a la verdad es santa” (Romanos 7:12). La Escritura nunca enseña que la ley está muerta, sino que el creyente está muerto a la ley, lo cual es muy distinto.
  • 2N. del Ed.: La crítica textual se refiere al estudio comparativo de los manuscritos de la Biblia, con el fin de corregir los errores introducidos en las copias antiguas.
  • 3Quizás algún lector se muestre un tanto desconfiado y celoso de cualquier contrariedad que opongamos a nuestra Biblia. Como muchos otros, quizás esté dispuesto a decir: «¿Cómo podrá el hombre poco instruido conocer lo que es la Escritura y lo que no? ¿Debe depender de los estudiosos y críticos para darle certeza en un asunto tan grave e importante? Si es así, ¿no volveríamos a la antigua historia de buscar la autoridad humana para confirmar la verdad de Dios?». De ninguna manera, es muy distinto. Todos sabemos que las diferentes ediciones y traducciones han de ser, en algún punto, imperfectas, pues son humanas. Pero creemos que la misma gracia que dio la Palabra en el original hebreo y griego ha velado maravillosamente en las buenas traducciones, de tal modo que un humilde lector puede estar seguro de poseer la revelación de Dios en su Biblia. Es admirable, según los trabajos de estudiosos y críticos, ver que pocos pasajes, comparativamente, tendrían que retocarse, y de estos ni uno solo afecta a alguna doctrina fundamental del cristianismo (con la excepción de este pasaje de Romanos 8:1, segunda parte). Dios, quien en su gracia nos dio la Santa Escritura, ha cuidado de ella y la ha preservado para su Iglesia de una manera realmente asombrosa. Además, ha creído conveniente hacer uso de los trabajos de los estudiosos y críticos, de siglo en siglo, para sanear el sagrado texto de errores que, a causa de las imperfecciones atribuibles a la obra humana, se habían deslizado en él. Esas correcciones, ¿podrán disminuir nuestra confianza en la integridad de la Escritura como un todo, o inducirnos a la duda de que poseemos en verdad la Palabra de Dios? No, más bien nos inducirán a bendecir a Dios por su bondad al velar por su Palabra a fin de preservarla en toda su integridad para su Iglesia.

Obedientes a Jesucristo

No intentaremos excusarnos ante el lector por esta larga desviación, pues nos ha parecido necesario tratar a fondo el importante tema de la obediencia y colocar sobre su verdadero fundamento la doctrina presentada en el primer versículo de este capítulo. Si Israel fue llamado a oír y a ejecutar, cuánto más lo seremos nosotros, que somos tan abundantemente bendecidos; sí, bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Somos llamados a obedecer, a obedecer conforme nos lo dice 1 Pedro 1:2: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo”. Somos llamados a prestar el mismo género de obediencia que caracterizó la vida de nuestro Señor Jesucristo. Por supuesto, en él no había ninguna influencia contraria como por desgracia hay en nosotros; pero, en cuanto al carácter de esa obediencia, es el mismo.

Este es un inmenso privilegio. Somos exhortados a andar en los pasos de Jesús.

El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo
(1 Juan 2:6).

Ahora bien, al considerar la senda de nuestro Señor, vemos un hecho que reclama nuestra profunda y reverente atención, y que se relaciona de un modo especial con el libro del Deuteronomio: la manera en que él empleó siempre la Palabra de Dios, la importancia que siempre concedió a las Sagradas Escrituras; ese importante hecho toma un lugar esencial en el hermoso libro que estudiamos; es un rasgo que lo distingue de los tres libros anteriores. A lo largo de él, la Palabra de Dios es señalada como la única regla, modelo, y autoridad para el hombre. Se la presenta en cada situación y relación en que se halle el hombre y en cada campo de su actividad durante toda su historia moral y espiritual. Le dice lo que debe hacer y lo que no; le proporciona amplio consejo en cualquier dificultad. Desciende, según veremos, a los detalles más minuciosos que nos llenan de admiración al pensar que el Altísimo y Todopoderoso Señor que habita en la eternidad pueda tenerlos en cuenta, al pensar que el Omnipotente Creador y Sustentador del vasto universo pueda detenerse a legislar, por ejemplo, acerca del nido de un pájaro (cap. 22:6).

Así es la Palabra de Dios, la incomparable revelación, ese perfecto e inimitable libro que sigue siendo único en la historia de la literatura. Y podemos decir que uno de los encantos especiales del libro del Deuteronomio, uno de sus rasgos característicos más interesantes, es cómo exalta la Palabra de Dios, reforzando en nosotros el deber santo y dichoso de una obediencia ilimitada.

Sí, lo repetimos, y quisiéramos fervientemente poner todo el énfasis posible sobre estas palabras: obediencia ilimitada. Queremos que estas palabras suenen a los oídos de los cristianos profesantes por toda la tierra. Vivimos en días especialmente caracterizados por la glorificación de la razón humana, el criterio humano, y la voluntad humana. Vivimos en lo que el inspirado apóstol llamó “el día del hombre”. Por todas partes oímos y leemos palabras altivas y jactanciosas acerca de la razón humana y del derecho de todos los hombres a razonar y pensar por su propia cuenta. La idea de que debemos ser absoluta y totalmente gobernados por la autoridad de la Sagrada Escritura es considerada con desdén por miles de hombres que son maestros y guías religiosos de la iglesia profesante.

Afirmar la creencia reverente en la plena inspiración, la completa suficiencia y la autoridad absoluta de la Escritura es suficiente para ser catalogado como una persona ignorante, de entendimiento limitado e inteligencia atrofiada por algunos que ocupan las más altas posiciones en la iglesia profesante. En las universidades, colegios y escuelas, la gloria moral del libro divino está decayendo rápidamente. En vez de guiar a la juventud a la luz de la Sagrada Escritura, se le enseña a andar a la luz de la ciencia y de la razón humana. La misma Palabra de Dios se ve impíamente emplazada ante el juicio humano y reducida al nivel de la comprensión humana. Todo lo que va más allá de la débil visión del hombre, es rechazado.

De este modo la Palabra de Dios es puesta a un lado, pues es evidente que si la Escritura ha de ser sometida al criterio humano, deja de ser la Palabra de Dios. Es el colmo de la locura intentar someter una revelación divina y, por lo tanto, perfecta, a cualquier tribunal, sea el que fuere. O Dios nos ha dado una revelación o no nos la ha dado. Si lo ha hecho, esa revelación debe ser suprema, eminente, por encima y por fuera de toda interrogación, absolutamente incuestionable, infalible y divina; todos deben inclinarse ante su autoridad. Suponer que el hombre es competente para juzgar la Palabra de Dios, o capaz de decidir si es o no digno de Dios lo que él haya dicho o escrito, es sencillamente colocar al hombre en el lugar de Dios. Y esto es precisamente lo que trata de hacer el diablo, aunque muchos de sus instrumentos no se dan cuenta de que le están ayudando en sus designios.

La Escritura, palabra inspirada por Dios

Pero la pregunta reaparece continuamente ante nosotros: «¿Cómo podremos estar seguros de que nuestra Biblia es la revelación verdadera de Dios?». A esto contestaremos que solo Dios puede darnos esta seguridad, si él no lo hace, nadie podrá hacerlo; y si él lo hace, no necesitamos de nadie más. Este es nuestro argumento, y nos parece incontrovertible. Quisiéramos preguntar a todos los que plantean esta impía cuestión (porque así debemos francamente llamarla): Suponiendo que Dios no pueda darnos la absoluta certeza de que la Biblia sea su preciosa revelación, ¿adónde debemos dirigir nuestros ojos? Desde luego que en un asunto tan grave, del que depende nuestro estado temporal y eterno, una sola duda es un suplicio y una desgracia. Si no estoy seguro de tener en la Biblia la revelación de Dios, no podré contar con un solo rayo de luz en mi camino; estaré sumergido en oscuridad, en tristeza y miseria moral. ¿Qué haré? ¿Puede el hombre ayudarme con sus enseñanzas, su sabiduría o su razón? ¿Puede satisfacer el anhelo de mi alma con sus argumentos, resolver mis dificultades, responder satisfactoriamente a mis preguntas, aclarar mis dudas y disipar mis temores? ¿Será el hombre más capaz que Dios de darme la seguridad de que Él ha hablado? La idea es absolutamente monstruosa. Si Dios no puede darnos la certeza de que él ha hablado, quedamos sin palabra de Él. Si debemos apelar a la autoridad humana –llámese como quiera– a fin de garantizar a nuestras almas la Palabra de Dios, esa autoridad se vuelve para nosotros más elevada, mayor, más segura y más digna de crédito que la misma Palabra a la que garantiza. Pero –bendito sea Dios– no es así; Él nos ha hablado a nuestros corazones, nos ha dado su Palabra. Y esa Palabra lleva en sí misma las credenciales que la autorizan; no necesita para nada las recomendaciones del hombre. ¿Qué? ¿Debemos dirigirnos al hombre para acreditar la Palabra de Dios, a un gusano para obtener de él la certidumbre de que nuestro Dios nos ha hablado en su Palabra? Desechemos para siempre una idea tan blasfema. Que todo nuestro ser moral adore la gracia inigualable, la soberana misericordia que no ha permitido que andemos a tientas en la oscuridad de nuestras propias inteligencias, ni descarriados por las contradictorias opiniones de los hombres, sino que nos dio su propia revelación perfecta y preciosa, la divina luz de su Palabra para guiar nuestros pasos por la senda de certidumbre y de paz; para iluminar nuestros entendimientos y consolar nuestros corazones, para preservarnos de toda forma de error doctrinal y depravación moral, y, finalmente, para conducirnos al descanso, bendición y gloria de su reino celestial. ¡Alabado sea su Nombre por todos los siglos!

Pero debemos tener en cuenta que el maravilloso privilegio del que hemos hablado está fundamentado en la responsabilidad más seria. Si es verdad que Dios, en su infinita misericordia, nos ha dado una perfecta revelación de su mente, ¿cuál debe ser entonces nuestra actitud frente a ella? ¿Debemos juzgarla, discutir, argüir o razonar sobre ella? ¡Ay de los que hagan esto! Van a encontrarse en una situación peligrosa. La única actitud verdadera, apropiada y segura para un hombre ante la revelación de Dios es la obediencia; simple, implícita y cordial obediencia. Esto es lo recto para nosotros y es lo que agrada a Dios. La senda de la obediencia es la del más dulce privilegio, descanso y bendición. Esa senda puede ser pisada por el pequeño “hijito” en Cristo, como también por los “jóvenes” y los “padres”. Es la única recta, bendita y segura senda para todos; es estrecha, no hay duda, pero es segura, brillante y elevada. La luz del rostro de nuestro Padre, con sus señales de aprobación, resplandece siempre en ella; y en esa bendita luz el alma obediente encuentra la respuesta más triunfal a todos los reproches de los que le hablan altivamente y con voces retumbantes de amplitud de criterio, liberalidad de pensamiento, libertad de opinión, progreso, desarrollo, y cosas por el estilo. El hijo de Dios obediente puede sufrir todo esto porque siente y conoce, cree y está seguro de que anda en la senda que le ha indicado la preciosa Palabra de Dios. No se preocupa por explicarla o hacer de ella apología alguna, pues está seguro de que los que se oponen son completamente incapaces de entender o apreciar su explicación. Además, siente que no forma parte de su deber explicar o defender su conducta. Él no tiene más que obedecer; y, en cuanto a los que se oponen, solo tiene que remitirlos a su Maestro.

Esto lo vuelve todo sencillo, llano, cierto y libera al corazón de mil dificultades. Si fuéramos a ocuparnos en replicar a todos los que emprenden la tarea de suscitar cuestiones u oponer dificultades, gastaríamos nuestra vida entera en esa tarea tan inútil. Podemos estar seguros de que la mejor respuesta a todos los contradictores incrédulos es la obediencia firme y sincera. Dejemos a los incrédulos, escépticos y racionalistas con sus indignas teorías, mientras nosotros proseguimos con inalterable propósito y paso firme el bendito sendero de una obediencia filial que, como la luz del alba, va en aumento hasta llegar al día perfecto. De este modo, nuestra mente permanecerá tranquila, pues

la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús
(Filipenses 4:7).

Si la Palabra de Dios, que permanece para siempre en los cielos, está profundamente grabada en nuestros corazones, tendremos una tranquila certidumbre, una santa estabilidad y un marcado progreso en nuestra carrera cristiana; esta será la mejor respuesta posible al contradictor, el más eficaz testimonio a la verdad de Dios y la más evidente y sólida confirmación a todo corazón fluctuante.

El capítulo que estamos considerando abunda en exhortaciones, fundadas en el hecho de que Israel había oído la palabra de Dios. En el segundo versículo tenemos una que debería grabarse profundamente en el corazón de todos los cristianos: “No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella”.

Estas palabras encierran dos verdades importantes con respecto a la Palabra de Dios. Nada hay que añadirle, porque no le falta nada; ni nada hay que disminuirle, porque no hay nada hay que sobre en ella. Todo lo que necesitamos está allí; y de nada podemos prescindir. “No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (Proverbios 30:6). Suponer que algo pueda ser añadido a la Palabra de Dios es negar que sea verdaderamente la Palabra de Dios; y, por otra parte, si admitimos la inspiración divina de esta Palabra, no podemos consentir en que se suprima una sola frase de ella. Habría un claro o un blanco en ese libro, que ninguna mano humana podría llenar si una simple cláusula se hubiese traspuesto de su sitio en el canon. Contiene todo lo que necesitamos y, por lo tanto, no debemos añadir nada; lo necesitamos todo, por lo que nada podemos quitar.

¡Cuánta importancia tiene esto hoy día, cuando el hombre quita o añade a la Palabra de Dios! Qué agradable es saber que poseemos un libro tan divinamente perfecto que no se le puede añadir ni una palabra. Desde luego que no nos referimos a las versiones o traducciones, sino a las Escrituras dadas originalmente por Dios, su propia y perfecta revelación, a la que no se le puede dar ni un retoque. Habría sido tan atrevido de parte del hombre querer perfeccionar la creación de Dios la mañana en que todos los hijos de Dios cantaban juntos, como añadir una jota o una tilde a la inspirada Palabra de Dios. Por otro lado, quitar una tilde de ella significaría que el Espíritu Santo escribió lo que no era necesario. De este modo el santo Volumen está divinamente guardado por ambos extremos. Está tan fuertemente defendido que ninguna mano violenta puede tocar su sagrado contenido.

Pero podrá contestarse: «¿Quiere usted decir que toda palabra desde el comienzo del Génesis hasta el fin del Apocalipsis es divinamente inspirada?». Sí, eso es exactamente lo que queremos decir. Insistimos en que todas las líneas contenidas entre las tapas del Libro sagrado es de origen divino. Negar esto sería derribar los mismos pilares de la fe cristiana. Un solo defecto en el canon sería suficiente para probar que no es de Dios. Tocar una sola piedra del arco sería hacer caer en ruinas todo el edificio.

Toda la Escritura es inspirada por Dios, (y siendo así, debe ser) útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra
(2 Timoteo 3:16-17).

Este baluarte no puede rendirse nunca, sino debe ser tenazmente defendido contra el asalto del impío. Si se abandonara, todo se perdería definitivamente; no tendríamos nada en que apoyarnos. O la Palabra de Dios es perfecta o nos quedamos sin ningún fundamento para nuestra fe. Si hubiera una palabra de más o una palabra de menos en la revelación que Dios nos ha dado, estaríamos verdaderamente expuestos a ser impulsados al embravecido y tumultuoso océano de la incredulidad, como un buque sin brújula, sin timón o sin carta de navegación. Si no tenemos una revelación absolutamente perfecta, somos los más miserables de todos los hombres.

A veces se nos desafía con preguntas como esta: «Pero, ¿cree usted que la larga lista de nombres en los primeros capítulos del primer libro de Crónicas, esas tablas genealógicas, son divinamente inspiradas? ¿Fueron escritas para nuestra enseñanza? Y si es así, ¿qué podemos aprender por medio de ellas?». Declaramos sin titubear nuestra fe reverente en la inspiración de todo ello, y no tenemos duda alguna de que su valor, interés e importancia quedarán plenamente demostrados en su día en la historia de aquel pueblo al que se refieren.

Luego, en cuanto a lo que podemos aprender de esos registros genealógicos, creemos que nos enseñan una lección muy importante sobre el fiel cuidado que Dios tiene de su pueblo Israel y su interés por todo lo que les concierne. Vela por ellos, de generación en generación, aunque estén esparcidos y perdidos al ojo humano. Él sabe todo acerca de “las doce tribus”, y a su debido tiempo las manifestará y las plantará en la heredad que les destinó, en la tierra de Canaán, de acuerdo con la promesa hecha a Abraham, Isaac y Jacob.

Ahora, pues, todo esto está lleno de instrucción para nosotros y de consuelo para nuestras almas. El hecho de observar los cuidados minuciosos y la vigilancia que Dios tiene con respecto a su pueblo terrenal, ¿no sirve para confirmarnos en nuestra fe? Por supuesto que sí, porque nuestros corazones deben interesarse por todo cuanto concierne a nuestro Padre. El hijo que ame a su padre tendrá interés en todo lo que se refiere a él, y se deleitará en leer cada línea que proceda de la pluma de su padre.

No queremos ser mal comprendidos, no intentamos decir de ningún modo que todas las porciones de la Palabra de Dios tienen el mismo interés y la misma importancia para nosotros. No pretendemos afirmar que debe despertar el mismo interés el capítulo 1 del primer libro de Crónicas que el capítulo 17 de Juan o el 8 de la epístola a los Romanos. Apenas parece necesario hacer esa aclaración, puesto que esa no se cuestiona. Pero lo que aseguramos es que cada una de esas partes de la Escritura es divinamente inspirada. Y no solo esto, sino que, además, como cada porción de la Palabra es inspirada por Dios, ella tiene su especial utilidad para nosotros, pues evidentemente Juan 17 no puede llenar la finalidad de Romanos 8.

Por último debemos recordar que no somos competentes para juzgar qué es digno y qué no lo es de ocupar un sitio en el inspirado canon de las Escrituras. Somos ignorantes y cortos de vista; la misma porción que podría parecernos ser inferior a la dignidad de la inspiración, puede tener un alcance muy importante en la historia de los designios de Dios para con el mundo en general o para con su pueblo en particular.

Lo anterior se resume en que, al igual que toda alma verdaderamente piadosa, que toda mente espiritual, creemos en la inspiración divina de todas las líneas de nuestra preciosa Biblia. Y creemos esto no por razón de autoridad humana. Creer en la Sagrada Escritura porque esté acreditada por alguna autoridad en la tierra equivaldría a colocar esa autoridad por encima de la Santa Escritura, pues el que garantiza tiene siempre más peso y más valor que la cosa garantizada. De ahí que el hecho de buscar la autoridad humana para confirmar la Palabra de Dios sería como usar una lamparilla eléctrica para demostrar que el sol brilla.

No, lector, debemos ser claros y decididos en esto. La inspiración plena de las Santas Escrituras es una verdad fundamental que debemos defender con más cariño que a la propia vida. Así tendremos con qué responder a la fría audacia del escepticismo moderno, del racionalismo y de la incredulidad. No queremos decir que así sea fácil convencer a los incrédulos. Dios se entenderá con ellos, según sus propios designios, y les convencerá con sus irrefutables argumentos a su debido tiempo. Discutir con hombres así es tiempo y trabajo perdido, pero estamos convencidos de que la respuesta más digna y eficaz a la incredulidad en todos sus matices es la calma y el reposo del corazón que descansa en la bendita seguridad de que “toda la Escritura es inspirada por Dios”. Y también: “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Romanos 15:4). La primera cita prueba que la Escritura procede de Dios; la segunda demuestra que ella ha sido dirigida a nosotros. Ambas tienden a probar que no debemos añadir ni quitar nada a la Palabra de Dios. Nada falta y nada hay que sea superfluo. ¡Alabado sea Dios por esta sólida verdad fundamental y por todo el consuelo que da al creyente!

Lo que Israel debía ser para las otras naciones

Continuaremos citando algunos de los pasajes del capítulo cuarto de Deuteronomio que hacen resaltar notablemente el valor, la importancia y la autoridad de la Palabra de Dios. En ellos veremos que no se trata tanto de ordenanzas especiales, ritos o ceremonias, sino de la gravedad, solemnidad y dignidad de la misma Palabra de Dios.

“Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová mi Dios me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la cual entráis para tomar posesión de ella” (v. 5). Su conducta debía ser determinada por los mandatos divinos. ¡Este es un principio de gran alcance para ellos, para nosotros y para todos! “Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta” (v. 6).

Pesemos detenidamente estas palabras; la sabiduría y la inteligencia de ellas debían consistir simplemente en guardar y practicar los estatutos y decretos divinos. Su sabiduría había de desplegarse no con argumentos ni eruditas controversias, sino mediante una obediencia filial. Toda la sabiduría radicaba en los estatutos y decretos, no en los pensamientos o razonamientos respecto a los mismos. La profunda y maravillosa sabiduría de Dios se veía en su Palabra, y esto era lo que las naciones debían ver y admirar en la conducta de Israel. La luz de aquellos divinos estatutos resplandeciendo en la conducta y el carácter del pueblo de Dios era lo que había de producir el testimonio de admiración de las naciones de alrededor.

Pero, lamentablemente, sucedió todo lo contrario. ¡Qué poco aprendieron las naciones del mundo acerca de Dios y de su Palabra en los hechos de Israel! Sí, el Nombre de Dios fue blasfemado continuamente por la conducta del pueblo. En vez de ocupar la alta, santa y feliz posición de obediencia amorosa a los mandamientos divinos, descendieron al nivel de las naciones que estaban a su alrededor, adoptaron sus costumbres, adoraron a sus dioses y anduvieron en sus caminos; de tal modo que esas naciones, en vez de ver la sublime sabiduría, pureza y gloria moral de los estatutos divinos, vieron solo la debilidad, locura y degradación moral de un pueblo que se jactaba de ser el depositario de las revelaciones que les condenaban a ellos mismos (Romanos 2-3).

No obstante, bendito sea Dios, su Palabra debía permanecer para siempre, aun cuando su pueblo fracasara en obedecerle. Su norma es perfecta y, por lo tanto, jamás debe ser rebajada; y, si bien el poder de su Palabra no fue demostrado en la conducta de su pueblo, brilló mediante la condena de esa misma conducta, y permanecerá para guía, consuelo, fuerza y bendición de cualquiera que desee seguir la senda de la obediencia.

En el capítulo que nos ocupa, el legislador procura presentar ante el pueblo el patrón o la medida divina en toda su dignidad y gloria moral. Sin dejar de desplegar ante ellos el verdadero efecto de la obediencia, les previene solemnemente contra el peligro de dar la espalda a los santos mandamientos de Dios. Oigamos las reflexiones dirigidas a sus corazones: “Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros?” (v. 7-8).

Aquí está la verdadera grandeza moral en todos los tiempos, en todo lugar, para una nación, para un pueblo, para una familia o para un individuo: tener al Dios vivo junto a nosotros; tener el dulce privilegio de rogarle en todas las circunstancias; tener su poder y su misericordia siempre ejerciendo hacia nosotros; tener la luz de su bendito rostro brillando con aprobación sobre nosotros en todos nuestros caminos; ver el efecto moral de sus rectos estatutos y santos mandamientos en nuestra carrera práctica de cada día; tenerle manifestándose a nosotros y morando en nosotros por el Espíritu.

¿Qué lenguaje humano puede expresar de una manera adecuada la profunda felicidad de poseer esos privilegios? Y, sin embargo, por gracia infinita, son puestos al alcance de todo hijo de Dios sobre la faz de la tierra. No queremos decir que todos los hijos de Dios goce de ellos. Están reservados, como ya dijimos, para los que ofrecen una obediencia amante, cordial y reverente a la Palabra de Dios. Ese es el precioso secreto en esta materia. Así fue para Israel en la antigüedad, y lo es también para la Iglesia en la actualidad; la complacencia divina es la recompensa inapreciable que corresponde a la obediencia. Y, además, la obediencia es el deber indispensable y el elevado privilegio de todo el pueblo de Dios y de cada creyente en particular. Pase lo que pase, la obediencia implícita es nuestro privilegio y nuestro deber; la complacencia divina nuestra recompensa presente y dulce.

No olvides…

Pero el pobre corazón humano está expuesto a fallar y a sufrir las múltiples influencias que actúan sobre nosotros para apartarnos de la estrecha senda de la obediencia. No nos sorprendamos, pues, de las solemnes y repetidas amonestaciones de Moisés a sus oyentes. Ante esta congregación que le era tan querida, ensancha su corazón amante con palabras ardientes que conmueven el alma. “Por tanto”, –dice él– “guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos” (v. 9).

Estas palabras son graves para todos nosotros. Nos ponen delante dos cosas de gran importancia: responsabilidad individual y doméstica, por un lado, y testimonio personal y familiar, por el otro. En la antigüedad, el pueblo de Dios estaba obligado a guardar su alma con toda diligencia, pues de lo contrario se olvidaría de la preciosa Palabra de Dios; y, además, los israelitas estaban solemnemente obligados a instruir en ella a sus hijos y nietos. ¿Estamos nosotros, con todas nuestras luces y privilegios, menos obligados que el Israel de la antigüedad? Por cierto que no. Se nos exhorta a entregarnos al cuidadoso estudio de la Palabra de Dios y a dedicar nuestros corazones a ella. No basta leer de prisa unos versículos o un capítulo, como si se tratara de alguna rutina diaria religiosa; esto de nada sirve. Debemos hacer de la Biblia el motivo de nuestro serio y profundo estudio para nuestro placer y edificación.

Es de temer que muchos de nosotros leamos la Biblia como un deber, mientras nos deleitamos y nos recreamos leyendo periódicos y literatura frívola. ¿Puede sorprendernos, entonces, nuestro superficial conocimiento de la Escritura? ¿Cómo podemos saber algo de las profundidades vivas o glorias morales de un libro que abrimos simplemente como un deber y del que leemos unos cuantos versículos con soñolienta indiferencia?

Quizá se responda: «No podemos leer siempre la Biblia». Los que así hablan, ¿dirían acaso: «No podemos leer siempre el periódico o la novela»? Y yendo más allá en nuestra pregunta, diríamos: ¿Cuál será el estado de una persona que dice que no puede leer siempre la Biblia? ¿Goza de buena salud espiritual, ama realmente la Palabra de Dios, puede tener una idea cabal de sus excelencias, sus preciosidades, su gloria moral? Imposible.

¿Qué significan las siguientes palabras dirigidas a Israel: “Por tanto, pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos”? (cap. 11:18). El “corazón”, el “alma”, la “mano”, los “ojos”, todo está ocupado con la preciosa Palabra de Dios. Esta era una realidad; no debía ser un formalismo vacío, ni una rutina estéril. El hombre debía entregarse por completo con devoción santa a los estatutos y juicios del Señor.

¿Qué lugar ocupa la Palabra en nuestros corazones, nuestras casas y nuestros hábitos?

“Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes, y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas” (cap. 11:19-20). Y nosotros, cristianos, ¿comprendemos el alcance de tales palabras? ¿La Palabra de Dios goza de una estima tan grande en nuestros corazones, en nuestros hogares y en nuestras costumbres? Los que entran en nuestras casas o están en contacto permanente con nosotros, ¿ven que la Palabra de Dios está sobre todo en nuestras vidas? Aquellos con los cuales nos relacionamos, ¿pueden ver que somos gobernados por los preceptos de la Santa Escritura? Nuestros familiares y amigos, ¿pueden ver que vivimos en la verdadera atmósfera de la Escritura y que nuestro carácter está formado y gobernado por ella?

Amado lector cristiano, estas preguntas escudriñan nuestros corazones. No las alejemos de nosotros. Podemos estar seguros de que no hay indicador más fiel para nuestro estado moral y espiritual que el que nos proporciona el trato que damos a la Palabra de Dios. Si no la amamos, no sentimos sed de ella, ni delicia en su lectura, ni anhelo por la hora de calma en que podemos estar inclinados sobre sus páginas sagradas y beber sus muy enseñanzas preciosas, si no respiramos su santa atmósfera, entonces necesitamos urgentemente analizar bien nuestro estado espiritual, porque desgraciadamente no es bueno. La nueva naturaleza ama la Palabra de Dios, la desea ardientemente, según leemos en 1 Pedro 2:2 :

Desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación.

Esta es la verdadera idea. Si no buscamos con afán la pura leche de la Palabra, si no bebemos de ella con diligencia y no nos alimentamos con ella, el estado de nuestra alma declina. Quizá no haya nada exteriormente reprensible en nuestra conducta, tal vez públicamente no deshonremos al Señor con nuestro comportamiento, pero afligiremos su corazón por ser negligentes con su Palabra, lo que equivale a ser negligentes con su Persona. Es el colmo de la locura hablar de nuestro amor por Cristo si no amamos su Palabra ni vivimos de acuerdo a ella. Es un engaño creer que la nueva vida pueda estar en un estado sano y próspero cuando la Palabra de Dios es descuidada en el ámbito personal y familiar.

Desde luego, no queremos decir que no debamos leer ningún otro libro más que la Biblia; si así fuera, no escribiríamos estos «Estudios»; pero nada requiere mayor vigilancia que la elección de nuestras lecturas. Todas las cosas deben hacerse en el nombre de Jesús y para la gloria de Dios; y la lectura está entre esas cosas. No debemos leer ningún libro que no sea para la gloria de Dios, y cuya lectura no podamos pedir que sea bendecida.

Sentimos que este tema reclama la más seria consideración por parte de todos los hijos de Dios. Esperamos que el Espíritu Santo obre a través de esta meditación para despertar nuestros corazones y nuestras conciencias en cuanto al lugar que debe ocupar la Palabra de Dios en nuestra vida diaria.

Si ella tiene su debido lugar en el corazón, lo tendrá también en el hogar. Pero si no hay reconocimiento práctico de la Palabra de Dios en el seno de la familia, es difícil creer que lo haya en el corazón. Los jefes de familia deberían reflexionar seriamente al respecto. En cada hogar cristiano debería haber un reconocimiento diario de Dios y de su Palabra. Quizás algunos considerarán la lectura bíblica regular en familia como una servidumbre molesta, un acto legalista o una rutina religiosa. A los que hacen esta objeción les preguntamos: ¿Es un acto de servidumbre reunirse en familia para las comidas? Juntar a la familia alrededor de la mesa, ¿se considera como un deber molesto, o un acto fastidioso de rutina? Por cierto que no, si el ambiente familiar es bueno. ¿Por qué, entonces, el jefe de un hogar cristiano consideraría el hecho de reunir a los suyos para leer juntos algunos versículos de la Palabra de Dios y orar ante el trono de la gracia como una cosa molesta? Esa costumbre está perfectamente de acuerdo con las enseñanzas del Antiguo como del Nuevo Testamento, y es santa, bendita y agradable a los ojos de Dios.

¿Qué pensaríamos de un cristiano profesante que nunca orara ni leyera la Palabra de Dios en privado? ¿Podríamos considerarlo como un verdadero cristiano, feliz y espiritualmente sano? Ciertamente que no. Hasta podríamos dudar de la presencia de la vida divina en él. La oración y la Palabra de Dios son absolutamente esenciales para una vida cristiana sana y vigorosa; el hombre que habitualmente las descuida debe encontrarse en estado de muerte espiritual.

Y si estas son las consecuencias para un individuo, ¿qué ocurrirá con una familia en la que no haya lectura, ni oración, ni reconocimiento en común de Dios y de su Palabra? ¿Podemos concebir la idea de que en un hogar cristiano se viva día tras día sin recordar colectivamente a Aquel a quien le debemos todo? Se atiende a todos los deberes domésticos, la familia se reúne a la mesa, pero nadie piensa en convocar a todos los de la casa para reunirse alrededor de la Palabra de Dios o del trono de la gracia. Por eso nos preguntamos, ¿qué diferencia hay entre una familia así y la de un pagano? ¿No es muy triste ver vivir alejados de un deber y un privilegio tan bendito a los que profesan públicamente ser cristianos y ocupan su lugar a la mesa del Señor?

La lectura en familia y el testimonio que resulta de ello

Lector, ¿es usted cabeza de familia? En caso afirmativo, ¿cuál es su criterio al respecto y su conducta? ¿Lee regularmente la Biblia con su familia? Si no es así, permítanos preguntarle por qué no indaga cuál es el verdadero origen de esto. ¿Se ha apartado su corazón de Dios, de su Palabra y de sus caminos? ¿Lee y ora en privado; ama la Palabra y la oración; encuentra placer en ellas? Si es así, ¿entonces por qué las descuida en el círculo familiar? Tal vez de como excusa su timidez. En ese caso, pida al Señor que le conceda la fuerza para vencer esa debilidad. Cuente con su gracia segura e infalible; reúnase con su familia a cierta hora, cada día; lea algunos versículos de la Escritura y haga una corta oración; si no puede hacer esto al principio, entonces arrodíllese con su familia por unos momentos en silencio ante el trono de la gracia.

Querido amigo, empiece hoy, pidiendo la ayuda de Dios, quien se la dará con toda seguridad, pues él nunca decepciona a un corazón confiado y sumiso. No continúe por más tiempo descuidando la Palabra de Dios en el círculo familiar; eso es realmente triste. No se deje detener ni un instante por objeciones como servidumbre, legalidad o formalismo. ¡Bendita servidumbre!, si realmente fuese una servidumbre leer la Palabra.

Sin embargo, cuídese de que este momento de devoción no se vuelva largo y pesado. Por regla general, tanto en nuestros hogares como en las reuniones públicas, las oraciones breves y fervorosas son mucho más edificantes; pero esto es, por supuesto, una cuestión libre. La duración y el carácter de estos servicios debe dejarse al criterio del que lo toma a su cargo. Si estas palabras son leídas por algún jefe de familia que haya descuidado el santo privilegio de leer y orar en familia, en adelante no siga haciéndolo. Ojalá que pueda decir, como Josué:

Yo y mi casa serviremos a Jehová
(Josué 24:15).

Obviamente, no queremos dar a entender que el simple hecho de la lectura en familia abarque toda la frase: “Serviremos a Jehová”. Esta comprende todo cuanto se relaciona con nuestra vida privada. Incluye los detalles más pequeños de nuestra vida práctica diaria. Nada puede andar bien en un hogar en el que la lectura y la oración en familia son descuidadas u omitidas.

Puede objetarse que hay muchas familias que aparentemente no descuidan la lectura y la oración mañana y noche, y sin embargo, toda su vida práctica es una clara contradicción respecto a eso. Puede ser que el jefe del hogar, en vez de ser modelo en el círculo familiar, sea histérico, de malos modales, tosco y que siempre contradice a su mujer, dominante y severo con los hijos, poco razonable y exigente con sus criados, descontento con lo se sirve a la mesa, pese a haber invocado la bendición de Dios sobre ello; en suma, hace todo lo contrario de lo que enseña la Palabra que leyó junto con su familia. Otro tanto podríamos decir de la esposa, los hijos y los criados. Toda la economía del hogar está fuera de quicio; reina el desorden y la confusión, la falta de consideración mutua; los niños son rudos, egoístas y tercos, los criados son negligentes, derrochadores y desobedientes. En otras palabras, el tono y el ambiente del hogar son anticristianos.

Sigamos oyendo el testimonio de los que tienen negocios con el jefe de familia fuera del hogar: se quejan de la calidad de las mercancías, critican su avaricia, su ambición y sus astucias; no hay nada de Dios, nada de Cristo, nada que lo distinga de los demás mundanos que le rodean; sí, nada que lo distinga de los que nunca pensaron en reunirse diariamente con su familia para leer la Escritura y orar a Dios. Estos bien podrían avergonzarle.

Basándonos en estas circunstancias dolorosas y humillantes, ¿qué pensaremos de este momento de lectura y oración en familia? Lamentablemente es un formalismo vacío, un hecho vergonzoso sin poder ni dignidad; en lugar de ser un sacrificio de mañana y noche, es una mentira, una solemne burla, un insulto a Dios.

Tristemente, hay una terrible falta de testimonio en el hogar y de justicia práctica en nuestras familias y en nuestras casas. Existe muy poco del vestido blanco de lino fino que es la justicia de los santos. Parece que olvidamos las palabras del apóstol Pablo en Romanos 14:17: “Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo”. Parece ser que, cuando encontramos la palabra “justicia”, algunos creen que necesariamente debe significar la justicia de Dios en la que vivimos, o la justicia que nos es imputada, pero este es un grave error. Recordemos que existe un lado práctico y humano en esta cuestión; hay un lado subjetivo además del objetivo: la conducta, así como la posición en que estamos, el momento actual así como la posición eterna.

Esas cosas no deben separarse jamás. ¿De qué servirá establecer o mantener una forma de religión cuando el testimonio en el hogar está en ruinas? Terminar el día con el llamado devocional familiar cuando ese día se ha vivido en la impiedad y la injusticia, la frivolidad y la vanidad, es una repugnante caricatura. ¿Puede haber algo más deforme e inconsecuente que una noche malgastada en canciones y diversiones mundanas, y terminada con un fragmento de religión en forma de lectura bíblica y oración?

Toda esa serie de hechos es lamentable; y nunca se debería relacionar con el santo Nombre de Cristo, con su Iglesia o con la santa comunión a su Mesa. Debemos medir todo en nuestra vida privada, en nuestra conducta diaria, en nuestras relaciones sociales y en todos nuestros negocios con un único patrón: la gloria de Cristo. La única pregunta que debemos formularnos ante cualquier cosa que se nos presente o que requiera nuestra atención debe ser: «¿Es esto digno del santo Nombre que llevo?». Si no es así, apartémonos; sí, volvámosle la espalda con decisión firme y huyamos con energía santa. No atendamos a la despreciable pregunta: «¿Qué mal hay en eso?». Ningún corazón verdaderamente devoto concebirá esa pregunta y menos aun la propondrá. Cuando usted oiga a alguien hablar así, ya puede deducir que Cristo no es el móvil que gobierna su corazón.

Esperamos que el lector no esté cansado por la exposición de estas verdades prácticas. Creemos que deben decirse a plena voz en estos días de tanta profesión. Necesitamos considerar con atención nuestros caminos, a fin de ver con claridad el estado real de nuestro corazón con respecto a Cristo; porque en eso consiste el verdadero secreto de toda la cuestión. Si el corazón no es fiel, nada andará bien en la vida privada, en la familia, en las relaciones laborales ni en la asamblea. Si nuestro corazón es fiel a Cristo, todo irá bien.

No es de extrañar, pues, que el apóstol Pablo, al terminar la primera epístola a los Corintios, la resuma en esta solemne declaración: “El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene” (1 Corintios 16:22). En el curso de su epístola, Pablo se refiere a las diferentes formas de errores doctrinales y de depravación moral; pero cuando llega al fin, en vez de pronunciar su solemne sentencia sobre cualquier error en particular, la lanza con santa indignación contra todo aquel que no ama al Señor Jesucristo. El amor a Cristo es la gran salvaguardia contra cualquier forma de error y de mal. El corazón lleno de Cristo no tiene lugar para otra cosa; pero si no hay amor hacia él, tampoco hay ninguna seguridad contra el más disparatado error o forma de mal moral.

Enseñarán a sus hijos

Volvamos a nuestro capítulo.

De una manera especial se llama la atención del pueblo para que recuerde las solemnes escenas desarrolladas en el monte Horeb, escenas que debieron haber quedado profundamente grabadas en sus corazones. “El día que estuviste delante de Jehová tu Dios en Horeb, cuando Jehová me dijo: Reúneme el pueblo, para que yo les haga oír mis palabras”. La mayor y más importante cuestión para Israel en la antigüedad, como para la Iglesia y para cada creyente en particular en cualquier tiempo y lugar, es ser llevados a un contacto directo y vivo con la eterna Palabra de Dios: “mis palabras, las cuales aprenderán, para temerme todos los días que vivieren sobre la tierra, y las enseñarán a sus hijos” (v. 10).

Es muy hermoso observar la relación estrecha que hay entre oír la Palabra de Dios y temer a su Nombre. Es uno de esos grandes principios esenciales que nunca cambian, que jamás pierden su fuerza o su valor intrínseco. La Palabra y el Nombre van juntos; el corazón que ama la primera, reverencia al segundo y se inclina a su santa autoridad en todo.

El que no me ama, no guarda mis palabras
(Juan 14:24).

“El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en este verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado” (1 Juan 2:4-5). Todo el que ama a Dios de verdad atesorará su Palabra en el corazón; y en cualquier corazón donde esa palabra se guarde con amor, su influencia se manifestará en todos los actos de su vida. El propósito de Dios al darnos su Palabra es que esta gobierne nuestra conducta, forme nuestro carácter e ilumine nuestro camino. Si su Palabra no produce esos efectos prácticos en nosotros, es porque no amamos al Señor ni estamos en él.

Notemos especialmente la solemne responsabilidad de Israel con sus hijos. No solamente debían “oír” y “aprender” ellos mismos, sino que también debían “enseñar’’ a sus hijos. Este es un deber universal y continuo que no puede ser descuidado impunemente, porque Dios da mucha importancia a este asunto. Le oímos decir de Abraham:

Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él
(Génesis 18:19).

Estas palabras ponen ante nosotros cómo estima Dios la enseñanza en el hogar y la piedad en la familia. En todas las épocas y en todas las dispensaciones, Dios se ha complacido en expresar su aprobación a la debida educación de los hijos de su pueblo, a su fiel enseñanza de acuerdo con su santa Palabra. En ninguna parte de la Escritura vemos que se permita que los hijos crezcan en la ignorancia, en el abandono y en la obstinación. Algunos que profesan ser cristianos, bajo la mortífera influencia de cierta escuela teológica, creen que el instruir a sus hijos en la verdad del Evangelio es, hasta cierto punto, entremeterse en cosas que corresponden a la soberanía de Dios, en cuanto a sus planes y propósitos. Juzgan que los niños deben ser dejados libres a la acción del Espíritu Santo, quien seguramente actuará en el momento oportuno, si en realidad son de los elegidos por él, y, si no lo son, todo esfuerzo humano es inútil.

Ahora bien, con toda la fidelidad debida a la verdad de Dios y a las almas de nuestros lectores, debemos dar nuestro más terminante y firme testimonio contra esta perversión del tema que hemos expuesto. No hay nada más dañino y perjudicial por sus efectos sobre la conciencia, el corazón, la vida, el carácter moral y la conducta, que una teología parcial. Jamás creeremos haber prevenido lo bastante al lector en contra de ese doloroso mal, que solo puede conducir a los resultados más desastrosos. Hemos conocido las consecuencias lamentables de esta línea de conducta; hemos visto hijos de padres cristianos que crecieron en la ignorancia de las cosas divinas, en el descuido, en la apatía y en manifiesta incredulidad. Si a esos padres se les dirigía alguna palabra de amonestación, respondían: «No podemos hacer cristianos a nuestros hijos, tampoco debemos hacerlos formalistas o hipócritas. Esa es una obra divina o no es nada. Cuando llegue el tiempo dispuesto por Dios, él los llamará, si están entre el número de sus elegidos. Si no, todo esfuerzo será inútil».

Este argumento induce al labrador a no arar la tierra ni sembrar la semilla. Es evidente que este no puede hacer que la semilla germine o fructifique; tan imposible le sería hacer crecer un grano de trigo como crear el universo. Pero, por eso, ¿va a dejar de arar y sembrar?, ¿se sentiría impulsado a cruzarse de brazos y decir: «No puedo hacer nada. Ningún esfuerzo de mi parte puede hacer que el grano crezca. Esa es una operación de Dios, por lo tanto, debo esperar hasta que Dios lo disponga»? ¿Hay algún agricultor que piense y obre así? Seguro que no, a no ser que esté loco, porque cualquier persona normal sabe que arar y sembrar son actos que preceden a la siega, y que si primero no se hacen, sería el colmo de la locura esperar una cosecha.

Lo mismo ocurre con la educación de nuestros hijos. Sabemos que Dios es soberano; creemos en sus consejos y propósitos eternos. Reconocemos plenamente las grandes doctrinas de la elección y de la predestinación, que son tan ciertas como la existencia de Dios, o como la verdad de que Cristo murió y resucitó. Además, sabemos que el nuevo nacimiento es necesario para todos, sin excepción; y ese nuevo nacimiento es totalmente una obra divina efectuada por el Espíritu Santo, por la Palabra, según nos lo enseña claramente la conversación de nuestro Señor con Nicodemo, en Juan 3, así como en Santiago 1:18 y en 1 Pedro 1:23.

Todas estas verdades preciosas, ¿atenúan la solemne responsabilidad de los padres cristianos acerca de enseñar y dirigir con diligencia y fidelidad a sus hijos desde su tierna edad? Por supuesto que no; y desdichados los padres que por cualquier motivo, ya sea por un concepto teológico parcial, por la aplicación errónea de un texto de la Escritura o por cualquier otra causa, niegan su responsabilidad y descuidan su deber claro y preciso en un asunto tan santo. Es verdad que no podemos hacer cristianos a nuestros hijos, como tampoco debemos hacerlos formalistas o hipócritas, pero no se espera de nosotros que hagamos una cosa así. Somos exhortados sencillamente a cumplir nuestro deber hacia ellos y dejar los resultados en las manos de Dios. Somos enseñados y mandados a educar a nuestros hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). ¿Cuándo debe comenzar esa educación y debemos empezar la tarea de educar a nuestros pequeños? Desde el principio; en el mismo instante en que entramos en una relación, también lo hacemos en la responsabilidad que esa relación implica. No podemos negar ese deber, ni desecharlo. Podemos descuidarlo y entonces tendremos que segar las tristes consecuencias de nuestro descuido. Bendito sea Dios que su gracia nos basta en esta posición como en todas las demás, y

Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada
(Santiago 1:5).

No somos capaces por nosotros mismos de pensar o hacer algo en este asunto de tanta importancia; nuestra capacidad proviene de Dios, él satisfará todas nuestras necesidades. Debemos sencillamente esperar de él lo necesario para las exigencias de cada momento.

Pero hemos de cumplir nuestro deber. A algunos no les gusta la palabra «deber», tan corriente; piensan que tiene un tono legalista. Esperamos que el lector no lo crea así, ya que es un grave error. Esa palabra es muy sana y moralmente saludable, y los verdaderos cristianos deben amarla. Podemos contar con Dios solamente en la senda del deber; hablar de confianza en Dios estando fuera de esa senda es una concepción mezquina e ilusoria. Y en el asunto de la paternidad, descuidar nuestro deber es atraer sobre nosotros las más desastrosas consecuencias.

El tema de la educación cristiana puede resumirse en estas dos breves frases: «Cuenta con Dios para educar a tus hijos, y educa a tus hijos para Dios». Aceptar la primera sin la segunda es antinomianismo;1 aceptar la segunda sin la primera es legalismo; aceptar las dos al mismo tiempo es cristianismo práctico y sano, verdadera religión a los ojos de Dios y de los hombres.

Contar con Dios, con toda la confianza posible, para todo lo que atañe a sus hijos, es el dulce privilegio de todos los padres cristianos. Pero debemos tener presente que en el gobierno o ministerio de Dios existe un vínculo que establece relación entre ese privilegio y la responsabilidad en cuanto a la educación. El padre cristiano que habla de contar con Dios para la salvación de sus hijos y para la integridad moral de su futuro en este mundo, y olvida o descuida el deber de educarlos, padece una ilusión fatal.

A todos los padres cristianos, pero muy especialmente a aquellos que felizmente acaban de serlo, les advertimos del peligro de endosar a otros los deberes que tenemos con nuestros hijos, o de desatenderlos por completo. No nos agradan las molestias que nos causan; deseamos alejarnos de las ansiedades que ellos nos producen; pero encontraremos que las molestias, las ansiedades y los disgustos causados por el descuido de nuestro deber serán mil veces peores que las soportadas en el cumplimiento del mismo. Para todos los que aman al Señor hay una profunda satisfacción en seguir la senda del deber. Cada paso dado en ese camino fortalece nuestra confianza para continuar adelante. En ese caso, siempre podemos contar con los recursos infinitos que tenemos en Dios cuando guardamos sus mandamientos. Debemos recurrir día tras día, hora tras hora, al tesoro inagotable de nuestro Padre y tomar de allí lo que necesitemos en cuanto a gracia, sabiduría y poder moral para desempeñar rectamente las santas funciones de nuestro parentesco. “Él da mayor gracia” (Santiago 4:6). Pero si nosotros, en vez de buscar gracia para cumplir nuestro deber, buscamos la comodidad, sencillamente vamos amontonando un cúmulo de agobios que algún día caerán pesadamente sobre nosotros. “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará. Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gálatas 6:7-8).

Esta es la breve declaración de un importante principio del gobierno moral de Dios, que tiene una aplicación general y encaja con fuerza especial en este tema. Tal como sembremos en cuanto a la educación de nuestros hijos, así segaremos sin duda alguna. No hay escape posible.

  • 1N. del Ed.: Antinomianismo. Etimológicamente el vocablo se deriva de los términos griegos anti (contra) y nomos (ley), significando en general una oposición a seguir leyes morales como regla de conducta. Los antiguos epicúreos decían: «Come, bebe y sé feliz», y la Biblia menciona: «Sigue pecando para que la gracia abunde» (véase Romanos 6:1, comp. cap. 3:8). En realidad, lo que vulgarmente se conoce como antinomianismo es la perversión de hacer de la libertad un pretexto para hacer el mal (y por la Escritura sabemos que la carne es perfectamente capaz de hacerlo). En la época de la Reforma, el término se aplicó a aquellos que se oponían a guardar la ley del Antiguo Testamento. Pero es un simple razonamiento natural de la mente (carente de base bíblica) creer que si no guardamos la ley (los diez mandamientos principalmente), entonces seríamos «antinomianos» y tendríamos «libertad» para hacer lo que agrada a la carne, y que la única forma de evitarlo es guardando la ley. Este razonamiento falla al no hacer de Cristo (sino de la ley mosaica) la sustancia de la enseñanza moral y doctrinal para todo lo que necesita un cristiano, como lo revela la Escritura. Todo cristiano debe andar conforme a los preceptos del Nuevo Testamento y también extraer con discernimiento, y a la luz del Nuevo siempre, toda la luz divina para su andar en la tierra, en cualquier lugar de la Escritura.

La educación de nuestros hijos

Pero el querido padre cristiano no debe desanimarse ni acobardarse al leer estas líneas. No tiene ningún motivo, al contrario, hay muchas razones para gozar confiadamente en Dios. “Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo, y será levantado” (Proverbios 18:10). Andemos con paso firme por la senda del deber y entonces podremos, con confianza inquebrantable, contar con nuestro Dios para las necesidades de todos los días. A su debido tiempo segaremos el precioso fruto de nuestro trabajo, según los decretos de Dios y los designios de su gobierno.

No intentaremos establecer reglas o métodos para esa educación, pues no tenemos confianza en ellos. Los hijos no pueden ser educados siguiendo reglas fijas y uniformes. ¿Quién intentará incorporar en unas reglas todo lo que conlleva la frase: “Criadlos en disciplina y amonestación del Señor”? (Efesios 6:4).

Aquí tenemos la regla de oro que comprende todo lo que concierne a la educación, desde la cuna hasta la madurez. Lo repetimos: «desde la cuna», porque la verdadera educación cristiana empieza desde la más tierna edad. Pocas personas sospechan lo perspicaces que son los niños y qué pronto empiezan a observar y comprenderlo. Además, ¡qué sensibles son al ambiente moral que los rodea! Y es precisamente esa atmósfera la que constituye el gran secreto de una buena educación. A nuestros hijos no deberíamos permitirles otra cosa que respirar, día tras día, una atmósfera de paz, amor, pureza, santidad y verdadera justicia práctica. Esto produce un efecto asombroso en la formación del carácter. Es muy importante para los niños ver que sus padres se aman, que andan en armonía, con tierno cuidado mutuo, con consideración bondadosa hacia los sirvientes, y amor y simpatía para con los pobres. ¿Quién sería capaz de medir el efecto moral que causa al niño la primera mirada de cólera, o las palabras duras entre sus padres? Y cuando el espectáculo diario es una continua contienda, el padre contradice a la madre y esta injuria al padre, ¿cómo crecerán los hijos en un ambiente así?

El hecho es que no se puede expresar con palabras humanas todo lo que se incluye en el tono moral del círculo familiar, el espíritu, el estilo y la atmósfera del hogar. No se trata de rango, posición o fortuna, sino de la hermosa gracia de Dios resplandeciendo en todo. Lo que señalamos a todos los padres y madres, a todos los jefes de familia, ricos o pobres, educados o ignorantes, es la necesidad de educar a sus hijos en un ambiente de amor y paz, verdad y santidad, pureza y benevolencia. De este modo la familia será la manifestación del carácter de Dios; y todos los que tengan relación con ella, por lo menos tendrán ante sus ojos un testimonio práctico del verdadero cristianismo.

Antes de dejar el tema del gobierno del hogar, deseamos llamar la atención de los padres cristianos sobre un punto de mucha importancia, aunque muy descuidado entre nosotros: la necesidad de inculcar en el niño el principio de la obediencia implícita. Nunca se insistirá demasiado ni con demasiada energía en esto, ya que no solo afecta el orden y el bienestar de la familia, sino que –y esto es infinitamente más importante– se relaciona con la gloria de Dios y la demostración práctica de su verdad.

Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo (Efesios 6:1).

Y además:

Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor (Colosenses 3:20).

Esto es absolutamente esencial y se debe insistir firmemente en ello desde un principio. Hay que enseñar al niño a obedecer desde su más temprana edad. Es necesario enseñarle a someterse a la autoridad establecida por Dios y a hacerlo como dice el apóstol: “En todo”. Si no se le inculca este deber desde el principio, más tarde será casi imposible lograrlo. Si se permite que la voluntad actúe, se intensificará rápidamente y cada día se hará más difícil refrenarla. De ahí que el padre deba empezar cuanto antes a establecer su autoridad con fuerza moral y firmeza; una vez logrado esto, puede mostrarse tan dulce y afectuoso como lo desea el sensible corazón del niño. El rigor, la dureza o la severidad no son necesarios; generalmente resultan ser recursos de una mala educación y prueba del mal temperamento del educador. Dios ha puesto en manos de los padres las riendas del gobierno y la vara de la autoridad; pero no es necesario tirar continuamente de las riendas y empuñar la vara, por decirlo así, ya que esas actitudes son pruebas ciertas de debilidad moral. Cuando usted oiga a un hombre que continuamente habla de su autoridad, puede estar seguro de que no la tiene establecida debidamente. La verdadera fuerza moral da una dignidad que no puede ser mal interpretada como debilidad.

Además, un padre que continuamente contraría los deseos del hijo en asuntos de poca importancia, se equivoca. Esa conducta tiende a hacer decaer el espíritu del hijo, mientras que el fin de la sana educación es domar la voluntad. El niño siempre debería estar convencido de que su padre solo procura su bien y que, si le rehusa o le prohíbe algo, lo hace movido por un verdadero interés por él y no para quitarle goces legítimos.

Uno de los grandes propósitos en el gobierno del hogar es cuidar que cada miembro de la familia cumpla sus deberes respectivos y pueda también gozar de sus privilegios. De modo que, así como la disposición de Dios es que el hijo obedezca, la responsabilidad de los padres es cuidar que ese deber sea cumplido, porque si este es descuidado, algún otro miembro de la familia sufrirá las consecuencias.

No hay nada más perjudicial para la paz del hogar que un hijo malvado y terco, y esto, por regla general, puede atribuirse a la mala educación. Obviamente, no ignoramos que los niños son diferentes unos de otros en temperamento y disposición; hay niños que se caracterizan por una voluntad particularmente fuerte y un carácter duro y obstinado; pero eso no cambia en nada la responsabilidad de los padres en cuanto a exigir obediencia. Siempre pueden contar con Dios para obtener la gracia y las facultades necesarias para lograr ese fin. Aun tratándose de una madre viuda, podrá pedir de Dios la capacidad para dirigir a sus hijos y a su casa tan bien como lo habría hecho el jefe de familia. En ningún caso, pues, debe renunciarse al ejercicio de la autoridad paterna.

Algunas veces los padres se sienten inclinados a ceder al capricho del niño; pero esto es sembrar para la carne y, en consecuencia, se segará corrupción. El verdadero amor no consiste en dejar que el niño haga su propia voluntad. El niño consentido y caprichoso no solo es desdichado sino que también es una molestia para todos cuantos tratan con él. Hay que enseñar a los niños a pensar en los demás, y a contribuir lo mejor posible a la felicidad y el bienestar de todos.

Es esencial para la paz, la armonía y el bienestar de la familia que todos sus miembros guarden las debidas «consideraciones mutuas». Debemos procurar el bien y la felicidad de todos los que nos rodean, y no solamente de los nuestros. Si cada uno recordara esto, ¡qué hogares tendríamos, y qué mejor testimonio podría dar cada familia! Todas las familias cristianas deberían ser un reflejo del carácter divino. Su ambiente debería ser el mismo que el del cielo. ¿Cómo podría serlo? Pues sencillamente bastaría con que cada uno –padre, madre, hijo, sirviente– procurase andar en las huellas de Jesús y reflejara Su espíritu. Él nunca buscó su propia satisfacción; hizo siempre lo que complacía al Padre; vino para servir y para dar. Anduvo por todas partes haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo. Él, el amigo supremo, ejerció su gracia, su amor y su simpatía hacia los débiles, los necesitados y los afligidos. Si todos los miembros de cada familia cristiana se parecieran a ese modelo perfecto, veríamos realizados, al menos en algo, el poder y la eficacia del cristianismo personal y familiar que, gracias a Dios, puede ser mantenido y manifestado a pesar de la ruina de la iglesia profesante. La gran regla de oro que se halla en el Libro de Dios, del principio al fin, dice: “Tú y tu casa”. En cada época y bajo cada dispensación, vemos que la santidad personal y familiar ocupa un lugar preferente como algo agradable a Dios y como contribución para la gloria de su santo Nombre.

Este es un consuelo siempre, pero especialmente hoy, cuando parece que la iglesia profesante va hundiéndose rápidamente en una mundanería e incredulidad claras. En esta situación, los que más fervientemente desean andar en obediencia a la Palabra de Dios y actuar de acuerdo con la gran verdad fundamental de la unidad del cuerpo, encuentran grandes dificultades para dar testimonio colectivo de esa unidad. A pesar de todo esto, podemos dar gracias a Dios con corazón rebosante porque de cada corazón piadoso y hogar cristiano fiel puede ascender continuamente al trono de Dios el loor y la oración, así como las súplicas en favor de un mundo necesitado y afligido por el pecado. ¡Sea así más y más por la intervención poderosa del Espíritu Santo, para que Dios sea glorificado en los corazones y hogares de su amado pueblo!

Tengamos cuidado con la idolatría

Consideremos ahora esta amonestación tan solemne dirigida a la congregación de Israel contra la idolatría, un pecado en el que el pobre corazón humano está siempre propenso a caer. Es posible ser culpable del pecado de idolatría sin necesidad de inclinarse ante una imagen; por eso nos conviene pesar muy bien las palabras de amonestación que salieron de labios del legislador venerable de Israel y que, con toda seguridad, también fueron escritas para nuestra instrucción.

“Y os acercasteis y os pusisteis al pie del monte; y el monte ardía en fuego hasta en medio de los cielos con tinieblas, nube y oscuridad” –¡qué acompañamientos terribles, apropiados a esa ocasión!–; “Y habló Jehová con vosotros de en medio del fuego” –¡De qué modo tan diferente habla en el evangelio de su gracia!–; “Oísteis la voz de sus palabras, mas a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis” –Hecho importante que debían considerar: ¡solo la voz!– (v. 11-12). Y, “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). “Y él os anunció su pacto, el cual os mandó poner por obra; los diez mandamientos, y los escribió en dos tablas de piedra. A mí también me mandó Jehová en aquel tiempo que os enseñase los estatutos y juicios”, no para que pudieran discutirlos, juzgar o argumentar sobre ellos, sino “para que los pusieseis por obra”: la grande y vieja historia de la obediencia, el tema tan precioso de Deuteronomio, sea fuera o dentro de “la tierra a la cual pasáis a tomar posesión” (v. 13-14).

Aquí tenemos el fundamento sólido de su amonestación contra la idolatría. Los hijos de Israel no veían nada: Dios no se mostraba a ellos; no tomaba ninguna forma corporal de la que ellos pudieran hacer una reproducción o imagen; les daba su Palabra, sus santos mandamientos tan claros que un niño podía entenderlos. Por lo tanto, no tenían ninguna necesidad de imaginar a qué cosa era semejante Dios; no, esto habría sido el mismísimo pecado contra el que se les amonestaba con tanta fidelidad. Fueron llamados a oír la voz de Dios, no a contemplar su forma; a obedecer sus mandamientos, no a hacerse una imagen de él. La superstición procura vanamente honrar a Dios formando una imagen y adorándola. La fe, por el contrario, recibe con amor y obedece con reverencia sus mandamientos santos. “El que me ama”, dijo nuestro bendito Señor, ¿qué hará? ¿hará una imagen mía y la adorará? Nada de eso, sino “mi palabra guardará”. Esto convierte el asunto en una cuestión absolutamente sencilla, segura, y cierta. No somos llamados a formarnos una idea o concepto de Dios; simplemente debemos oír su voz y guardar sus mandamientos. No debemos hacernos una representación ideal de Dios, sino solo atenernos al modo en que él quiso revelarse.

A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer (Juan 1:18).

Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo (2 Corintios 4:6).

De Jesús se ha declarado que es el resplandor de la gloria de Dios y la imagen misma de su sustancia (Hebreos 1:3). Él pudo decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Así que el Hijo revela al Padre, y por la Palabra conocemos al Hijo, mediante el poder del Espíritu Santo; por lo tanto, el que procura, por cualquier esfuerzo de la mente o fantasía de la imaginación, concebir una imagen de Dios o de Cristo, cae en idolatría. Esforzarse en llegar a algún conocimiento de Dios o de Cristo, a menos que sea por la Escritura, es caer en misticismo y confusión; más aun, es ponerse directamente en manos del diablo y dejarse envolver por él en las ilusiones más trágicas y engañosas.

Por eso, así como Israel en el monte de Horeb fue limitado a oír la “voz” de Dios y amonestado a abstenerse de cualquier semejanza, también nosotros estamos limitados a la Santa Escritura y somos amonestados a cuidarnos de todo lo que pueda apartarnos de ese suficiente modelo. No debemos hacer caso a las sugerencias de nuestras inteligencias, ni a las de cualquiera otra mente humana. Debemos negarnos absoluta y rigurosamente a prestar oídos a todo lo que no sea la voz de Dios, la de la Santa Escritura; porque en ella hay verdadera seguridad, descanso y certeza absoluta, de modo que podemos decir: “Sé a quién” (no precisamente en qué) “he creído, y estoy seguro” (2 Timoteo 1:12).

“Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, figura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele por el aire, figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez alguno que haya en el agua debajo de la tierra. No sea que alces tus ojos al cielo, y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsado, y te inclines a ellos y les sirvas; porque Jehová tu Dios los ha concedido a todos los pueblos debajo de todos los cielos. Pero a vosotros Jehová os tomó, y os ha sacado del horno de hierro, de Egipto, para que seáis el pueblo de su heredad como en este día” (v. 15-20).

Aquí tenemos ante nosotros una verdad de gran peso. Se enseña terminantemente al pueblo que, al hacerse alguna imagen e inclinarse ante ella, se rebajarían y se corromperían. Por eso cuando se hicieron un becerro de oro, Dios dijo a Moisés: “Anda, desciende, porque tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido”. No podía ser de otro modo; el adorador debe ser forzosamente inferior al objeto de su adoración; y, por lo tanto, al adorar a un becerro se colocaban a sí mismos a más bajo nivel que el de las bestias. Así, pues, Dios pudo decir: “se ha corrompido. Pronto se han apartado del camino que yo les mandé; se han hecho un becerro de fundición, y lo han adorado, y le han ofrecido sacrificios, y han dicho: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto” (Éxodo 32:7-8).

¡Qué espectáculo! ¡La congregación entera conducida por Aarón, el sumo sacerdote, inclinada en adoración ante un objeto tallado por el buril y que procedía de los zarcillos tomados de las orejas de sus mujeres y de sus hijas! ¡Consideremos por unos momentos la visión de un número de seres inteligentes, de todo un pueblo dotado de razón, comprensión y conciencia, exclamando delante de un becerro de fundición: “Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto”! Eso era, literalmente, destituir a Dios y reemplazarlo por una imagen hecha por el arte y la invención humana. Y ese era el pueblo que había presenciado los hechos poderosos de Jehová en la tierra de Egipto. Habían visto caer las plagas, una tras otra, sobre Egipto; a aquel país sacudido, al parecer, hasta sus cimientos por los golpes sucesivos de la vara gubernativa de Jehová. Habían visto cómo los primogénitos de Egipto morían por la espada del ángel exterminador; y el mar Rojo dividido por el golpe de la vara de Jehová, y habían pasado a través del mismo en seco, entre sus aguas que formaban como muros de cristal, los cuales tenían que caer más tarde con poder sobre sus enemigos.

Todo esto había acontecido ante sus ojos; y sin embargo, lo olvidaron muy pronto y dijeron ante un becerro de fundición: “Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto”. ¿Creían realmente que una imagen de fundición había hecho temblar a Egipto, humillando a su altivo monarca, y los había sacado de allí victoriosos? ¿Podría un becerro de oro dividir el mar y hacerlos avanzar majestuosamente por sus profundidades? Eso era lo que decían ellos, porque uno es capaz de decir cualquier cosa cuando su ojo y su corazón se han apartado de Dios.

Siempre la idolatría

Tal vez se diga: «Bien, pero ¿tiene esto algún aviso para nosotros; los cristianos tenemos algo que aprender del becerro fundido por Israel? Las prevenciones dirigidas a Israel contra la idolatría, ¿tienen algo que decir a la Iglesia; estamos en peligro de inclinarnos ante alguna imagen? ¿Será posible que nosotros, que gozamos del privilegio de andar a la luz perfecta del Nuevo Testamento, podamos adorar a un becerro de fundición?».

A todo esto respondemos, primero, con las palabras de Romanos 15:4:

Las cosas que se escribieron antes (incluyendo Éxodo 32 y Deuteronomio 4), para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza.

Este breve pasaje afirma nuestro derecho a recorrer el amplio campo de la Escritura del Antiguo Testamento para aprender sus preciosas lecciones, para alimentarnos de sus “grandes y preciosas promesas”, para extraer sus profundas y variadas consolaciones, y aprovechar sus solemnes avisos y saludables consejos.

En cuanto a si somos capaces de cometer, o si estamos expuestos a caer, en el pecado de la idolatría, tenemos una respuesta contundente en 1 Corintios 10, donde el apóstol emplea la escena del monte Horeb como una amonestación a la Iglesia de Dios. Lo mejor que podemos hacer es citar el pasaje entero; porque no hay nada comparable a la Palabra de Dios. ¡Amémosla, ensalcémosla y reverenciémosla cada día más! Aquí está el texto: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube” (es decir, tanto los que murieron en el desierto, como los que alcanzaron a entrar en la tierra prometida) “y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo”. ¡Qué enérgico, solemne y escrutador es esto para todos los profesantes! “Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto. Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros” –notemos esto cuidadosamente– “para que no codiciemos cosas malas” –cosas contrarias al sentir de Cristo–, “como ellos codiciaron. Ni seáis idólatras” –de modo que los cristianos profesantes pueden caer en la idolatría–, “como algunos de ellos, según está escrito: Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó a jugar. Ni forniquemos, como algunos de ellos fornicaron, y cayeron en un día veintitrés mil. Ni tentemos al Señor, como también algunos de ellos le tentaron, y perecieron por las serpientes. Ni murmuréis, como algunos de ellos murmuraron, y perecieron por el destructor. Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (v. 1-12).

Por estos textos aprendemos de la manera más clara que no hay profundidad de pecado o de locura, que no hay forma de depravación moral en la que no podamos caer en cualquier momento si no somos guardados por el poder invencible de Dios. No hay seguridad verdadera para nosotros fuera del abrigo moral de la presencia divina. Sabemos bien que el Espíritu de Dios no nos previene contra cosas a las que no estemos expuestos. Nunca nos diría: “Ni seáis idólatras” si no fuéramos capaces de serlo. La idolatría adopta variadas formas; pero no se trata de la forma, sino de la cosa misma, de su raíz o principio. Leemos que “la avaricia es idolatría”, y que el avaro es un idólatra; un hombre que desea poseer más de lo que Dios le ha dado es culpable del mismo pecado que cometió Israel cuando fundió el becerro de oro y lo adoró. Con razón pudo decir el apóstol Pablo a los corintios, como también a nosotros: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría” (v. 14). ¿Por qué se nos amonesta a huir de una cosa a la que no estamos expuestos, acaso hay en el libro divino palabras vanas? ¿Qué significan las últimas palabras de la primera carta de Juan: “Hijitos, guardaos de los ídolos”; no nos enseñan que estamos en peligro de caer en la idolatría? Por cierto que sí. Nuestros corazones son capaces de separarse del Dios vivo para inclinarse ante cualquier objeto, y ¿qué es esto si no idolatría? Lo que domine el corazón se convierte en ídolo de ese corazón, sea dinero, goces, poder o cualquier otra cosa. Por lo tanto podemos comprender muy bien la importancia de las amonestaciones que nos formula el Espíritu Santo acerca del pecado de idolatría.

Además, en el capítulo 4 de la epístola a los Gálatas tenemos un pasaje que habla a la iglesia profesante con un notable acento. Los gálatas, como los otros gentiles, habían adorado ídolos, pero al recibir el Evangelio se apartaron de los ídolos para servir al Dios vivo y verdadero. No obstante, maestros judaizantes habían llegado hasta ellos y les enseñaban que, si no eran circuncidados y guardaban la ley, no podían ser salvos.

A esto el apóstol lo llama, sin titubear, idolatría, un retorno a su antigua degradación moral, después de haber hecho profesión de recibir el glorioso Evangelio de Cristo. De ahí nace la fuerza moral de la pregunta del apóstol: “Ciertamente, en otro tiempo, no conociendo a Dios, servíais a los que por naturaleza no son dioses; mas ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo es que os volvéis de nuevo a los débiles y pobres rudimentos, a los cuales os queréis volver a esclavizar? Guardáis los días, los meses, los tiempos y los años. Me temo de vosotros, que haya trabajado en vano con vosotros” (v. 8-11).

Esto es muy notable; los gálatas exteriormente no habían vuelto a rendir culto a los ídolos; es muy probable que hasta habrían repudiado con indignación esa idea. Pero, a pesar de esto, el apóstol inspirado les pregunta: “¿Cómo es que os volvéis de nuevo…?”. ¿Qué significa esa pregunta si no habían estado retrocediendo hacia la idolatría? Y nosotros, ¿qué podemos aprender de ese pasaje? Pues sencillamente que la circuncisión, el retorno a la ley, la observación de días, meses, tiempos y años, todo eso, en apariencia tan diferente a la adoración de ídolos, no era ni más ni menos que la vuelta a la antigua idolatría. El observar ciertos días y la adoración a falsos dioses equivalía a apartarse del Dios vivo y verdadero, de su Hijo Jesucristo, del Espíritu Santo, de ese brillante grupo de dignidades y glorias que pertenecen al cristianismo.

Todo esto encierra una solemnidad particular para los cristianos profesantes; y nos preguntamos si toda la importancia de Gálatas 4:8-11 es debidamente entendida por la mayoría de los que profesan creer en la Biblia. Llamamos solemnemente y con instancia la atención sobre este tema a todos a los que pueda concernir. Rogamos a Dios que lo utilice para conmover los corazones y las conciencias de su amado pueblo en todas partes; que los lleve a meditar sobre su situación, sus costumbres, sus sendas y asociaciones, a averiguar hasta qué punto están siguiendo el mal ejemplo de las asambleas de Galacia en cuanto la observación de días santos y otras cosas semejantes que solo pueden alejarnos de Cristo y de su gloriosa salvación. Llegará el día en que miles de ojos se abrirán a la realidad de estas cosas y entonces verán lo que ahora no quieren ver; es decir, que las formas más oscuras del paganismo pueden reproducirse bajo el nombre de cristianismo y relacionarse con las verdades más sublimes que jamás hayan alumbrado el entendimiento humano.

Pero, por lentos que podamos ser en admitir nuestra tendencia a caer en el pecado de idolatría, es evidente, en el caso de Israel, que Moisés, enseñado e inspirado por Dios, sintió la profunda necesidad de prevenirles sobre ese pecado en los términos más patéticos. Les hace considerar las cosas desde todos los puntos de vista, les recuerda sus consejos y amonestaciones de una forma tan impresionante que, seguramente, no dejaba lugar a ninguna excusa. Nunca habrían podido decir que si cayeron en idolatría fue por falta de amonestaciones o de ruegos llenos de gracia y afecto. Veamos las siguientes palabras: “Pero a vosotros Jehová os tomó, y os ha sacado del horno de hierro, de Egipto, para que seáis el pueblo de su heredad como en este día” (v. 20).

¿Pudo haber palabras más conmovedoras que estas? Dios, en su gracia rica y soberana los sacó de la tierra de muerte y oscuridad por su poderosa mano, e hizo de ellos un pueblo redimido y liberado. Los atrajo a sí mismo para que fueran su especial tesoro entre todos los pueblos de la tierra. ¿Cómo pudieron, entonces, apartarse de él, de su santa alianza y de sus preciosos mandamientos?

Lamentablemente lo hicieron. “Se han hecho un becerro… y han dicho: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de tierra de Egipto”. ¡Pensemos en ello! ¡Un becerro hecho con sus propias manos, una imagen esculpida por el arte y la imaginación del hombre los había sacado de la tierra de Egipto, un objeto fabricado con zarcillos los había redimido y libertado! Y esto ha sido escrito para amonestarnos; pero, ¿se habría escrito esto para nosotros si no fuéramos capaces de cometer el mismo pecado o no estuviéramos expuestos a él? Debemos admitir que Dios escribió una frase innecesaria o, de lo contrario, reconocer que necesitamos amonestación contra la idolatría. Ciertamente la necesidad de esa advertencia prueba nuestra tendencia a cometer ese pecado.

¿Somos acaso mejores que Israel? De ningún modo. Gozamos de más luz y de mayores privilegios, pero estamos hechos de su mismo material, tenemos las mismas capacidades y las mismas tendencias que ellos. Nuestra idolatría puede tener una forma diferente, pero la idolatría es idolatría, sea cual fuere su forma, y cuanto mayores sean nuestros privilegios, mayor será también nuestro pecado. Quizá nos sorprende que un pueblo racional haya podido cometer la locura perversa de fabricar un becerro e inclinarse ante él, y eso después de haber sido testigo de un despliegue tan grande de la majestad, del poder y de la gloria de Dios. Recordemos que la locura de Israel ha sido escrita para nuestra amonestación, que a nosotros –con toda nuestra luz, nuestro conocimiento, y nuestros privilegios– se nos previene a “huir de la idolatría”.

Meditemos atentamente en todo esto y procuremos sacarle provecho. No dejemos ni un rincón de nuestro corazón que no esté ocupado por Cristo; de este modo no habrá lugar para ídolos, porque esta es nuestra única protección. Si resbalamos y nos separamos de nuestro Salvador y Pastor, aunque sea un poco, seremos capaces de lanzarnos en las más tenebrosas formas del error y del mal moral. Ni el conocimiento, ni los privilegios espirituales, ni la posición eclesiástica y los beneficios sacramentales dan seguridad al alma. Son muy buenos, cada uno en su debido lugar y bien usados, pero, por sí mismos, no hacen más que acrecentar nuestro peligro moral.

Nada puede mantenernos felices y seguros en el camino recto, excepto el hecho de tener a Cristo morando por la fe en nuestros corazones. Si permanecemos en él y él en nosotros, el maligno no puede dañarnos; pero, si esa comunión personal no la mantenemos con toda nuestra diligencia, cuanto más alta sea nuestra posición, mayor será el peligro y más desastrosa la caída. No ha habido nación bajo el cielo más favorecida y exaltada que Israel cuando fue congregada alrededor del monte Horeb para oír la Palabra de Dios. Sin embargo, tampoco ha habido nación más degradada y más culpable que ella cuando se inclinó ante el becerro de oro, la imagen formada por sus manos.

El juicio empieza por la casa de Dios

Dirijamos ahora nuestra atención a un hecho de gran interés que es presentado en los versículos 21 y 22 de nuestro capítulo: Moisés recuerda por tercera vez a la congregación el trato judicial de Dios para con él. Ya había hablado de ese juicio, según lo vimos en el capítulo 1:37, pero lo recuerda de nuevo en el capítulo 3:26, y ahora les dice nuevamente: “Y Jehová se enojó contra mí por causa de vosotros, y juró que yo no pasaría el Jordán, ni entraría en la buena tierra que Jehová tu Dios te da por heredad. Así que yo voy a morir en esta tierra, y no pasaré el Jordán; mas vosotros pasaréis, y poseeréis aquella buena tierra”.

¿Por qué esa triple referencia al mismo hecho y mención especial de que Jehová se había enojado con él por causa de ellos? Podemos estar seguros de que no fue con ánimo de echar la culpa sobre el pueblo, o de disculparse a sí mismo; nadie podrá pensar algo así, a no ser que sea un incrédulo. El simple propósito pudo ser aumentar la fuerza moral de su discurso y dar más solemnidad a la voz de sus amonestaciones. Si Jehová estaba enojado con un hombre como Moisés, si a él –por haber hablado inconsideradamente en las aguas de Meriba– le fue prohibida la entrada en la tierra prometida, por más que lo deseó, ¡qué necesario era que el pueblo tuviera un gran cuidado! Con Dios las cosas son serias, es algo bendito, más allá de cualquier palabra o pensamiento, pero muy serio, como el mismo legislador tuvo ocasión de comprobarlo.

Las siguientes palabras apoyan esta verdad:

Guardaos, no os olvidéis del pacto de Jehová vuestro Dios, que él estableció con vosotros, y no os hagáis escultura o imagen de ninguna cosa que Jehová tu Dios te ha prohibido. Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso (v. 23-24).

Debemos permitir que este relato tenga toda su fuerza moral en nuestras almas y no intentar embotarlo con falsas nociones de la gracia. A veces oímos decir: «Dios es un fuego consumidor para el mundo». Algún día lo será, sin duda, pero ahora está obrando con gracia, paciencia y gran misericordia; Él no lo está tratando actualmente de manera judicial. Pero, según nos dice el apóstol Pedro: “Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios?” (1 Pedro 4:17). Igualmente, en Hebreos 12, leemos: “Porque nuestro Dios es fuego consumidor” (v. 29). No se habla aquí de lo que será Dios para con el mundo, sino de lo que Él es para con nosotros. Ni tampoco es, como algunos afirman: «Un fuego consumidor fuera de Cristo». No sabemos nada de Dios fuera de Cristo. Fuera de Cristo o aparte de Cristo, no podría ser “nuestro Dios”.

No, lector, la Escritura no puede ser torcida; debemos aceptarla tal como es, clara y precisa; y nosotros debemos oírla y obedecerla. “Nuestro Dios es fuego consumidor, Dios celoso”, no para consumirnos a nosotros –bendito sea su santo Nombre– sino para consumir el mal que hay en nosotros, en nuestros caminos. Es intolerante con todo lo que en nosotros es contrario a él, a su santidad y, por lo tanto, a nuestra verdadera felicidad, a nuestra real y sólida bendición. Como “Padre Santo” nos guarda y nos corrige de una manera digna de sí mismo, para hacernos partícipes de su santidad. Por ahora él permite que el mundo siga su camino, sin intervenir públicamente, pero juzga a su casa y castiga a sus hijos para que respondan mejor a sus deseos y sean la expresión de su imagen moral.

¿No es este un inmenso privilegio? Sí, ciertamente, lo es y del orden más elevado, pues emana de la gracia infinita de nuestro Dios, quien se interesa por nosotros y nos ayuda en nuestras debilidades para liberarnos de ellas y hacernos partícipes de su santidad.

La disciplina

En Hebreos 12 hay un hermoso pasaje que se refiere a este asunto. Veámoslo, ya que es de gran importancia práctica para todos los lectores. “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué no obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquellos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero este para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados. Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas” (v. 5-12).

Hay tres maneras de recibir la disciplina de Dios. En primer lugar, podemos menospreciarla, considerarla como algo corriente, algo que puede pasarle a cualquiera; no vemos la mano de Dios en ella. En segundo lugar, podemos desmayar a raíz de la disciplina, verla como algo demasiado pesado e imposible de soportar; no alcanzamos a reconocer el corazón del Padre en ella, o distinguir el motivo de su gracia, es decir, hacernos participantes de su santidad. Y, por último, podemos ser ejercitados en ella; y este es el modo de recoger el “fruto apacible de justicia”. No nos atrevemos a despreciar algo en lo que vemos la mano de Dios. No desmayaremos ante una prueba en la cual distingamos claramente el corazón de un Padre amante que no permitirá que seamos probados más de lo que podamos soportar, sino que con la prueba dará también la salida, para que podamos soportarla. Además, en su gracia nos permite comprender el objetivo educativo que se propone, asegurándonos de que cada golpe de su vara es una prueba de su amor y una respuesta directa a la oración de Cristo, según Juan 17:11, en la cual se nos encomienda al cuidado del “Padre Santo”, para ser guardados de acuerdo con ese nombre y todo cuanto él implica.

Además, hay tres actitudes distintas con respecto a la corrección divina: sujeción, consentimiento y gozo. Cuando la voluntad está quebrantada se dice que hay sujeción. Cuando el entendimiento está iluminado en cuanto al objeto del castigo, hay consentimiento. Y cuando los afectos están conectados al corazón del Padre, hay regocijo. Entonces podemos continuar con alegre corazón segando la cosecha gloriosa del fruto apacible de justicia para alabanza de Aquel que en su amor y compasión por nosotros toma a su cargo la tarea de cuidarnos y tratarnos según su santo gobierno, concentrando su cuidado sobre cada uno de sus hijos como si fuera el único.

Esto es admirable y pensar en ello debería ayudarnos en nuestras pruebas. Estamos en manos de Dios, que tiene amor infinito, sabiduría infalible, poder total y cuyos recursos son inagotables. ¿Por qué, pues, nos abatimos? Si nos castiga es porque nos ama y busca nuestro bien. A veces pensamos que el castigo es duro y nos preguntamos cómo el amor puede infligirnos dolor y enfermedad; pero debemos recordar que el amor divino es sabio y fiel, y que cuando nos produce dolor, enfermedad o pesadumbre es para nuestro provecho y bendición. No siempre debemos juzgar al amor por la forma en que se manifiesta. Considere usted a esa madre afectuosa cuando aplica un emplasto doloroso a su hijo, al que ama como a sí misma. Sabe perfectamente que eso le producirá un terrible dolor a su hijo; pero aun así, lo aplica sin titubear, aunque su corazón sufre al hacerlo; porque sabe que es absolutamente necesario, que desde el punto de vista humano y médico la vida del niño depende de ello. Sabe que unos momentos de sufrimiento pueden, con la ayuda de Dios, restablecer la salud a su querido hijo. Así que, mientras el niño se preocupa solo por el dolor del momento, la madre piensa en el bien permanente; y si el niño pudiera pensar como la madre, no le parecería tan difícil soportar ese remedio.

Así sucede también en la disciplina que nos da nuestro Padre; y recordarlo nos ayudará a soportar lo que su mano correctora pueda mandarnos. Tal vez se diga que hay una gran diferencia entre soportar durante un tiempo un tratamiento médico y años enteros de sufrimiento corporal intenso. Sin duda la hay; pero también hay una gran diferencia entre el resultado que se consigue en cada uno de esos casos. Lo que debemos considerar es el fundamento de este asunto. Cuando vemos a un amado hijo de Dios pasar por años de intenso sufrimiento, podemos sentirnos inclinados a preguntar por qué, y quizá el paciente también, y hasta puede ser que desmaye bajo el peso de su largo sufrimiento. Quizá se sienta tentado a exclamar: «¿Por qué me sucede esto? ¿Puede esto considerarse como una prueba de amor? ¿Puede ser esta la expresión del tierno cuidado de un Padre?». «Sí, así es», responde la fe clara y enfáticamente. «Todo es amor divinamente justo. Y por nada del mundo quisiera que fuese de otro modo. Sé que este sufrimiento está obrando una bendición eterna. Sé que mi Padre amoroso me ha puesto en este horno para depurarme y producir en mí la expresión de su propia imagen. Sé que el amor divino hará siempre lo mejor para el ser amado, y, por lo tanto, este sufrimiento intenso es lo más conveniente para mí. Por supuesto, siento el dolor, porque no soy un tronco o una piedra, pero sé que la intención de mi Padre es que lo sienta, como la madre con la medicina, pues de lo contrario no producirá ningún bien. Pero yo le alabo de todo corazón por la gracia que resplandece en el hecho de que se ocupe de corregirme y limpiarme de todo lo malo que ve en mí. Le alabo por haberme puesto en el horno, y ¿cómo no hacerlo cuando le veo en su gracia y paciencia infinitas, vigilando el proceso y sacándome cuando esté terminada la obra?».

Querido lector cristiano, esta es la manera verdadera y la disposición de espíritu conveniente para pasar a través de cualquier clase de prueba, ya sea una aflicción corporal, o la pérdida de seres queridos o de posesiones, o alguna circunstancia apremiante. Debemos ver ahí la mano de Dios, leer el corazón de nuestro Padre, y reconocer el propósito divino. Esto nos permitirá defender, justificar y glorificar a Dios en medio de la aflicción. Rectificará cualquier pensamiento murmurador, silenciará todas las quejas y llenará de paz y alabanza nuestros corazones.

La caída y la restauración de Israel

Volvamos a los versículos restantes de nuestro capítulo, en los que encontraremos llamadas conmovedoras y poderosas al corazón y a la conciencia de la congregación. El legislador, con un amor profundo, verdadero y ferviente, usa las advertencias más solemnes, las amonestaciones más sinceras y los ruegos más tiernos para guiar al pueblo al extraordinario asunto de la obediencia. Les habla del horno de hierro de Egipto, de donde Dios los rescató por su gracia soberana, insiste en exponer las poderosas señales y las maravillas en favor de ellos, enaltece las glorias de la tierra sobre la que estaban próximos a poner sus pies, y les relata la maravillosa conducta de Dios para con ellos en el desierto para reforzar la base moral del derecho que Él tiene a su obediencia. El pasado, el presente y el futuro son recordados con el fin de que sirvan de argumentos para que se consagren de todo corazón al servicio de su libertador misericordioso y todopoderoso. Todo apuntaba a la obediencia merecida; no había ningún pretexto para desobedecer. Todos los hechos de su historia estaban calculados para dar fuerza moral a las exhortaciones y amonestaciones del siguiente pasaje:

“Guardaos, no os olvidéis del pacto de Jehová vuestro Dios, que él estableció con vosotros, y no os hagáis escultura o imagen de ninguna cosa que Jehová tu Dios te ha prohibido. Porque Jehová tu Dios es fuego consumidor, Dios celoso. Cuando hayáis engendrado hijos y nietos, y hayáis envejecido en la tierra, si os corrompiereis e hiciereis escultura o imagen de cualquier cosa, e hiciereis lo malo ante los ojos de Jehová vuestro Dios, para enojarlo; yo pongo hoy por testigos al cielo y a la tierra, que pronto pereceréis totalmente de la tierra hacia la cual pasáis el Jordán para tomar posesión de ella; no estaréis en ella largos días sin que seáis destruidos. Y Jehová os esparcirá entre los pueblos, y quedaréis pocos en número entre las naciones a las cuales os llevará Jehová. Y serviréis allí a dioses hechos de manos de hombres, de madera y piedra, que no ven, ni oyen, ni comen, ni huelen” (v. 23-28).

¡Qué solemne es todo esto, qué advertencias tan fieles! El cielo y la tierra son llamados como testigos. Pero, por desgracia, ¡qué pronto fue olvidado todo y cómo se han cumplido literalmente en la historia de la nación todas estas amenazas!

Pero, gracias a Dios, existe un lado luminoso en el cuadro; hay misericordia, además de juicio; y nuestro Dios, bendito sea eternamente, es algo más que “fuego consumidor, Dios celoso”. Verdaderamente es un fuego consumidor, porque es santo; no puede tolerar el mal, y debe limpiarnos de nuestras escorias. Además es celoso, porque no puede soportar que ningún rival ocupe su lugar en el corazón de los suyos; tiene que poseer el corazón entero, porque solo él es digno y es el único que puede llenarlo y satisfacerlo para siempre. Si su pueblo se desvía y va detrás de los ídolos, cosechará los frutos amargos de esas acciones y experimentará con tristeza la verdad de las palabras: “se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios” (Salmo 16:4).

Pero notemos de qué modo tan conmovedor Moisés presenta al pueblo la otra cara de la moneda, la eterna estabilidad de la gracia de Dios y la completa provisión que esa gracia tiene para todas las necesidades de su pueblo. “Mas” –dice él (y qué hermosos son algunos de los “mas” de la Sagrada Escritura)– “si desde allí buscares a Jehová tu Dios, lo hallarás, si lo buscares de todo tu corazón y de toda tu alma”. ¡Qué gracia tan exquisita! “Cuando estuvieres en angustia, y te alcanzaren todas estas cosas, si en los postreros días te volvieres a Jehová tu Dios, y oyeres su voz”, ¿qué; encontrarás un “fuego consumidor”? No, sino: “porque Dios misericordioso es Jehová tu Dios; no te dejará, ni te destruirá, ni se olvidará del pacto que les juró a tus padres” (v. 29-31).

Aquí tenemos una alusión al futuro de Israel: su alejamiento de Dios y la consiguiente dispersión entre las naciones, el completo fracaso de su constitución política y el desvanecimiento de su gloria nacional. Pero, bendito sea para siempre el Dios de toda gracia, hay algo más allá de ese fracaso, de ese pecado, de esa ruina y de ese juicio. Cuando llegamos a la última fase de la triste historia de Israel –historia que verdaderamente puede resumirse en la frase: “¡Te perdiste, oh Israel, mas en mí está tu ayuda!” (Oseas 13:9)– nos encontramos con un despliegue magnífico de la gracia, misericordia y fidelidad de Jehová, el Dios de sus padres, que descubre su corazón amoroso con las palabras: “en mí está tu ayuda”. Sí, todo el tema va envuelto en las fuertes declaraciones: “te perdiste, oh Israel” y “en mí está tu ayuda”. En la primera tenemos la aguda flecha para la conciencia de Israel; en la segunda, el bálsamo calmante para su quebrantado corazón.

Al meditar acerca de la nación de Israel, debemos estudiar dos aspectos: el histórico y el profético. La parte histórica pone de manifiesto su completa ruina. La parte profética revela el remedio de Dios con un acento de gracia incomparable. El pasado de Israel ha sido negro y sombrío. Su porvenir será brillante y glorioso. En la primera parte vemos las miserables acciones del hombre; en la segunda se muestran los maravillosos caminos de Dios. En una se nos da la ilustración de lo que es el hombre, la otra muestra un brillante despliegue de lo que Dios es. Es necesario considerar las dos partes si deseamos comprender debidamente la historia de ese pueblo, “pueblo temible desde su principio” (Isaías 18:2), y podríamos añadir: un pueblo admirable hasta el fin de los tiempos.

No tratamos de presentar pruebas para apoyar nuestras afirmaciones en cuanto al pasado y al futuro de Israel. De hacerlo, necesitaríamos todo un tomo, pues requeriría la copia de grandes porciones de los libros históricos, por un lado, y de los proféticos, por otro. Ahora nos limitamos a llamar la atención del lector sobre la enseñanza de la cita expuesta anteriormente. Contiene toda la verdad en cuanto al pasado, presente y futuro de Israel. Nótese cómo su pasado está retratado en las palabras: “Cuando hayáis engendrado hijos y nietos, y hayáis envejecido en la tierra, si os corrompiereis e hiciereis escultura o imagen de cualquier cosa, e hiciereis lo malo ante los ojos de Jehová vuestro Dios, para enojarlo…”.

Y esto es precisamente lo que hicieron, hicieron lo malo delante de Jehová su Dios para provocarle a ira. La expresión “lo malo” lo comprende todo, desde el becerro de Horeb hasta la cruz del Calvario; esto fue Israel en el pasado.

Y en el presente, ¿no son un monumento perpetuo de la verdad imperecedera de Dios? ¿Ha faltado una jota o una tilde de todo lo Dios ha hablado? Oigamos las palabras: “Yo pongo hoy por testigo al cielo y a la tierra, que pronto pereceréis totalmente de la tierra hacia la cual pasáis el Jordán para tomar posesión de ella; no estaréis en ella largos días sin que seáis destruidos. Y Jehová os esparcirá entre los pueblos, y quedaréis pocos en número entre las naciones a las cuales os llevará Jehová”.

¿No se ha cumplido todo esto al pie de la letra; quién lo dudará? El pasado y el presente de Israel atestiguan por igual la verdad de la Palabra de Dios. Entonces podemos declarar que así como su pasado y su presente son un cumplimiento literal de la verdad de Dios, su futuro también lo será. Tanto las páginas de su historia como las de la profecía fueron dictadas por el mismo Espíritu, por lo tanto ambas son igualmente verdaderas. Así como la historia nos relata el pecado de Israel y su dispersión, la profecía predice su arrepentimiento y su restauración. Para la fe, una es tan verdadera como otra. Tan cierto es que Israel pecó y está esparcido, como que se arrepentirá y será restaurado en el futuro.

Esto está fuera de toda duda; y nos alegramos al pensar en esto. No hay ningún profeta, desde Isaías a Malaquías, que no anuncie la bendición futura, la preeminencia y la gloria de la simiente de Abraham. 1 Nos gustaría mucho citar algunos de los pasajes que tratan ese tema tan interesante, pero nos contentaremos con sugerir al lector que los lea por sí mismo. Le recomendamos especialmente los últimos capítulos de Isaías, en los que hallará una completa confirmación de lo que dijo el apóstol:

Todo Israel será salvo
 (Romanos 11:26).

Todos los profetas, “desde Samuel en adelante” (Hechos 3:24), coinciden en esto. Las enseñanzas del Nuevo Testamento armonizan con las voces de los profetas. Dudar de la restauración de Israel en su propia tierra y su bendición final en ella, bajo el régimen de su propio Mesías, es desconocer o negar el testimonio de los profetas y los apóstoles que escribieron por la inspiración directa del Espíritu Santo; es poner a un lado una parte de la Escritura.

  • 1Jonás fue, por supuesto, una excepción, ya que la misión que se le encomendó fue para Nínive. Fue el único profeta al que se confió una comisión exclusivamente referida a los gentiles.

Las profecías concernientes a Israel no se aplican a la Iglesia

Parece extraño que quienes aman a Cristo puedan ignorar o negar esos testimonios; sin embargo, muchos lo han hecho y lo hacen, ya sea por prejuicios religiosos o por ciertas tendencias teológicas. No obstante, la gloriosa verdad de la restauración de Israel y de su preeminencia en la tierra brilla con fulgor en los libros proféticos; todo el que procura ponerla a un lado u oponerse a ella, no solo insulta la Sagrada Escritura –contradiciendo la voz unánime de apóstoles y profetas–, sino que también se entromete en el consejo, propósito y promesa del Señor, Dios de Israel, haciendo nulo el pacto con Abraham, Isaac y Jacob.

Esto es algo serio, y muchos están haciéndolo sin darse cuenta. Es preciso comprender que quien toma las promesas hechas a los padres del Antiguo Testamento para aplicarlas a la Iglesia del Nuevo Testamento, en realidad no hace sino lo que hemos dicho antes; y nadie tiene el más mínimo derecho a cambiar las promesas hechas a los padres. Podemos aprender de esas promesas, gozarnos en ellas, obtener consuelo y aliento por el hecho de su estabilidad eterna y su aplicación literal directa. Pero es muy distinto querer aplicar a la Iglesia o a los creyentes del tiempo del Nuevo Testamento profecías que se aplican solo a Israel, literalmente, a la simiente de Abraham.

Esto es grave, pues se opone a la mente y al corazón de Dios. Él ama a Israel, le ama a causa de los padres; y podemos estar seguros de que no aprueba que intervengamos en su posición, su porción y sus esperanzas. Todos estamos familiarizados con las palabras del apóstol en Romanos 11; no obstante, podemos haber desviado u olvidado su verdadero sentido y fuerza moral.

Al hablar de Israel en relación con el olivo de la promesa, dice: “Y aun ellos, si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar. Porque si tú fuiste cortado del que por naturaleza es olivo silvestre, y contra naturaleza fuiste injertado en el buen olivo, ¿cuánto más estos, que son las ramas naturales, serán injertados en su propio olivo? Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles;1 y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados. Así que en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres. Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios. Pues como vosotros también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros, ellos también alcancen misericordia”. Es decir, que en vez de entrar por causa de la ley o de la descendencia carnal, entrarán por causa de la gracia soberana, exactamente como los gentiles. “Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos” (Romanos 11:23-32).

Aquí termina la sección que concierne a nuestro tema, pero no podemos dejar de citar el himno de alabanza del apóstol al cerrar la gran sección dispensacional de su epístola: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él” –es decir, él es la fuente–, “y por él” –esto es, el conducto– “y para él” –como destinatario– “son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (v. 33-36).

  • 1Conviene que el lector se dé cuenta de la diferencia entre “la plenitud de los gentiles” de Romanos 11:25, y “el tiempo de los gentiles” de Lucas 21:24. La primera frase hace referencia a los que actualmente están reunidos en la Iglesia. La última, al contrario, se refiere a los tiempos de la supremacía de los gentiles, que comenzó con Nabucodonosor, y alcanza a los tiempos en que “la piedra cortada no con mano” caerá con poder y aplastará la gran estatua del sueño de Nabucodonosor (Daniel 2).

Los caminos de Dios para Israel

El espléndido pasaje anterior, como toda la Escritura, está en perfecta concordancia con la enseñanza del capítulo 4 del libro del Deuteronomio. La condición actual de Israel es fruto de su incredulidad; su gloria futura será el fruto de la misericordia rica y soberana de Dios. “Porque Dios misericordioso es Jehová tu Dios; no te dejará, ni te destruirá, ni se olvidará del pacto que les juró a tus padres. Porque pregunta ahora si en los tiempos pasados que han sido antes de ti, desde el día que creó Dios al hombre sobre la tierra, si desde un extremo del cielo al otro” –se alude a los límites extremos del tiempo y del espacio– “se ha hecho cosa semejante a esta gran cosa, o se haya oído otra como ella. ¿Ha oído pueblo alguno la voz de Dios, hablando de en medio del fuego, como tú la has oído, sin perecer? ¿O ha intentado Dios venir a tomar para sí una nación de en medio de otra nación, con pruebas, con señales, con milagros, y con guerra, y mano poderosa y brazo extendido, y hechos aterradores como todo lo que hizo con vosotros Jehová vuestro Dios en Egipto ante tus ojos? A ti te fue mostrado, para que supieses que Jehová es Dios y no hay otro fuera de él. Desde los cielos te hizo oír su voz, para enseñarte; y sobre la tierra te mostró su gran fuego, y has oído sus palabras de en medio del fuego” (v. 31-36).

Aquí tenemos expuesto, con un poder moral extraordinario, el fin grandioso de todos los actos divinos en favor de Israel. Eso fue así para que pudieran saber que Jehová era el Dios vivo y verdadero, y que aparte de él no había ni podía haber otro. El propósito de Dios era que Israel fuese su testigo en la tierra, como lo será en el futuro, y aunque hasta ahora haya fracasado y ocasionado que el santo Nombre de Dios sea blasfemado entre las naciones; nada puede impedir el designio de Dios; su pacto permanecerá para siempre. Israel será un testigo de Dios en la tierra y el conducto de una rica bendición para todas las naciones. Jehová juró que así sería, y nada podrá impedir el cumplimiento total de todo lo que él ha hablado. Su gloria está implícita en el futuro de Israel, y si una jota o una tilde de su palabra faltase, sería una mancha para el honor de su Nombre y daría pie a la acción del enemigo, lo que es absolutamente imposible. La bendición futura de Israel y la gloria de Jehová están unidas entre sí por un lazo que nunca podrá ser roto. Si no se capta esto con toda claridad, no se pueden entender ni el pasado ni el futuro de Israel.

Pero hay otra verdad expuesta en nuestro capítulo: no solamente la gloria de Jehová está involucrada en la bendición y la restauración futura de Israel, sino que su corazón también está comprometido en esto; y se manifiesta en las palabras conmovedoras y dulces: “Por cuanto él amó a tus padres, escogió a su descendencia después de ellos, y te sacó de Egipto con su presencia y su gran poder, para echar de delante de tu presencia naciones grandes y más fuertes que tú; y para introducirte y darte su tierra por heredad, como hoy” (v. 37-38).

Así están comprometidos la verdad de la Palabra de Dios, la gloria de su gran Nombre y el amor de su corazón en relación con la simiente de Abraham su amigo. Por eso, aunque los judíos hayan quebrantado la ley, deshonrado su Nombre, despreciado su amor, rechazado a sus profetas, crucificado a su Hijo y resistido a su Espíritu, y en consecuencia se vean dispersos, perseguidos, quebrantados, y deben pasar por una tribulación sin igual, aun así, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob glorificará su Nombre, ratificará su palabra y manifestará su amor inalterable en la historia futura de su pueblo terrenal. Nada cambia el amor de Dios; a quien él ama, lo ama hasta el fin.

Si negamos esto en cuanto a Israel, no nos queda ningún terreno sobre el que estar firme. Si menospreciamos la verdad de Dios en un solo punto, no tendremos seguridad acerca de ningún otro.

La Escritura no puede ser quebrantada 
(Juan 10:35).

“Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). Dios se ha comprometido con la simiente de Abraham; ha prometido darles la tierra de Canaán para siempre. “Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Dios nunca se arrepiente de su don o de su llamamiento; por lo tanto, cualquier tentativa de desnaturalizar sus promesas y sus dones, o de interferir en la aplicación, es una grave ofensa contra él. Mancha la integridad de la verdad divina, nos priva de toda la certidumbre en la interpretación de la Sagrada Escritura y sumerge al alma en tinieblas, duda y perplejidad.

La enseñanza de la Escritura es clara, definida y precisa. El Espíritu Santo que inspiró el Libro sagrado expresa exactamente lo que piensa, y piensa lo que dice; si habla de Israel, se refiere a Israel, si de Sion, quiere decir Sion, y si de Jerusalén, quiere designar a Jerusalén. Aplicar cualquiera de esos nombres a la Iglesia del Nuevo Testamento es confundir las cosas que son diferentes entre sí e introducir un método de interpretación de la Escritura que, por su vaguedad, solo puede conducir a las consecuencias más desastrosas. Si manipulamos la Palabra de Dios de esa manera, es imposible que ejerza su autoridad divina sobre nuestras conciencias, o que ponga de manifiesto su poder formativo en nuestros caminos, en nuestra conducta y en nuestro carácter.

La divina inspiración de los cinco libros de Moisés

Consideremos por unos momentos el poderoso llamamiento con que Moisés resume su discurso en este capítulo: “Aprende pues, hoy, y reflexiona en tu corazón que Jehová es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra, y no hay otro. Y guarda sus estatutos y sus mandamientos, los cuales yo te mando hoy, para que te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti, y prolongues tus días sobre la tierra que Jehová tu Dios te da para siempre” (v. 39-40).

Vemos así que el derecho moral de Dios a ser obedecido se basa en su carácter que nos ha sido revelado, y en los hechos maravillosos que hizo en favor de ellos. Estaban obligados a obedecerle porque los había sacado de la tierra de Egipto con mano poderosa y brazo levantado, había hecho temblar aquella tierra hasta sus cimientos por los golpes repetidos de la vara de su juicio, les había abierto un camino a través del mar, les había mandado pan del cielo y les había sacado aguas de la roca; verdaderamente tenía derecho a que le obedecieran.

Este es el gran argumento, tan característico del libro de Deuteronomio, que está lleno de enseñanzas para los cristianos. Si Israel estaba moralmente obligado a obedecer, ¡mucho más lo estamos nosotros! Si sus motivos y fines fueron poderosos, ¡mucho más lo son los nuestros! ¿Sentimos su poder, reconocemos los derechos de Cristo sobre nosotros, nos acordamos de que no nos pertenecemos a nosotros, sino que fuimos comprados por el precio de la sangre de Cristo, y procuramos vivir para él? ¿Es su gloria la que inspira nuestros actos, y su amor el motivo que nos constriñe; o vivimos para nosotros mismos? ¿Procuramos prosperar en el mundo que crucificó a nuestro Señor y Salvador? ¿Queremos tener un buen sitio en él para hacer fortuna, amando el dinero, ya sea por lo que es o por lo que puede proporcionarnos, y dejándonos gobernar por él? Sondeemos honradamente nuestros corazones como si estuviéramos en la presencia de Dios a la luz de su verdad, y procuremos saber cuál es el objeto que domina nuestros corazones, al que aman y quieren nuestras almas.

Lector, estas preguntas son escrutadoras; no las desdeñemos. Midamos su importancia a la luz del tribunal de Cristo porque son saludables y muy necesarias. Vivimos en tiempos difíciles; por todos lados hay una cantidad terrible de falsedad que se manifiesta sobre todo en la llamada religión. Estos días han sido descritos sin ningún matiz ni exagerar, sino presentando las cosas tal como son: “También debes saber esto: que en los postreros días” –totalmente distintos de “los postreros tiempos” de 1 Timoteo 4, más avanzados, pronunciados, mejor definidos, y más fuertemente marcados– “vendrán tiempos peligrosos (o difíciles). Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios”, y luego, ¡mire cómo remata el apóstol inspirado ese aterrador edificio!: “Que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella” (2 Timoteo 3:1-5).

¡Qué cuadro tan terrible! Aquí tenemos a la cristiandad infiel, así como en 1 Timoteo 4 se nos describe la cristiandad supersticiosa. En esta última vemos al papismo; en la anterior vemos la incredulidad. Los dos elementos están actuando a nuestro alrededor, pero el último pronto tendrá la supremacía, hacia la que avanza rápidamente. Los mismos conductores y maestros de la cristiandad no se avergüenzan de atacar los fundamentos del cristianismo. Un obispo que dice ser cristiano no se avergüenza ni se asusta de poner en tela de juicio la autenticidad de los cinco libros de Moisés, y así la de toda la Biblia, porque ciertamente si Moisés no fue el inspirado escritor del Pentateuco, todo el edificio de la Santa Escritura se derrumba a nuestros pies. Los escritos de Moisés están enlazados tan íntimamente con las demás partes del Libro divino que, si se los toca, todo se viene abajo. Si el Espíritu Santo no inspiró a Moisés, siervo de Dios, para escribir los primeros cinco libros de la Biblia, no tenemos ni un centímetro de terreno firme sobre el que podamos sostenernos; se nos deja sin nada de la autoridad divina sobre la que podamos descansar. Los propios pilares de nuestro cristianismo glorioso desaparecerían, y tendríamos que buscar a tientas nuestro camino entre las teorías y opiniones contradictorias de los maestros incrédulos, sin un rayo de luz de la inspiración de Dios.

¿Le parece esto demasiado fuerte? ¿Acaso opina que podemos aprobar al incrédulo que niega la inspiración de Moisés y, aun así, creer en la inspiración de los salmos, los profetas y del Nuevo Testamento? Si esta es su opinión, convénzase de que está bajo la influencia de un engaño fatal. Lea el siguiente pasaje y pregúntese qué significa y cuál es su alcance. Nuestro Señor, hablando a los judíos (que, dicho sea de paso, no habrían estado de acuerdo con un obispo cristiano que niegue la autenticidad de Moisés), les dice:

No penséis que yo voy a acusaros delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Porque si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras? 
(Juan 5:45-47).

El que no cree en los escritos de Moisés, el que no acepta cada línea suya como inspirada por Dios, no cree en las palabras de Cristo y, por lo tanto, tampoco puede tener fe en Cristo, no puede ser cristiano. Esto constituye un grave asunto para todo el que niega la inspiración divina del Pentateuco, y grave también para todo el que le escucha o está de acuerdo con él. Está muy bien hablar de amor cristiano y de liberalidad de espíritu, pero tenemos que considerar si verdaderamente es amor cristiano y liberalidad de espíritu aprobar al hombre que tiene el atrevimiento de derribar a nuestros pies los fundamentos mismos de nuestra fe. Decir que ese hombre es un obispo o un ministro cristiano es empeorar la cosa mil veces más. Cuando alguien como Voltaire o Paine ataca la Biblia, podemos comprenderlo; no esperamos de ellos otra cosa. Pero cuando los que pretenden ser ministros reconocidos y ordenados de la religión y guardianes de la fe, cuando los que se consideran a sí mismos como los únicos autorizados para enseñar y predicar a Jesucristo, para alimentar y dirigir a la Iglesia de Dios, ponen en duda la inspiración de los cinco libros de Moisés, ¿no tenemos derecho a preguntar dónde estamos? ¿Adónde ha ido a parar la iglesia profesante?

Pero veamos otros pasajes: uno de ellos es la declaración del Salvador resucitado a los dos discípulos desorientados que van camino a Emaús: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”. Y otra vez, a los once y a los que estaban con ellos, les dice: “Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lucas 24:25-27, 44).

Aquí vemos que nuestro Señor reconoce, de la manera más clara, que la ley de Moisés forma parte del Canon inspirado, y la enlaza con las demás secciones del Libro divino, de tal modo que es absolutamente imposible refutar una sin destruir la integridad de todo el conjunto. Si uno no cree a Moisés, tampoco puede fiarse de los profetas y de los salmos. Juntos se sostienen en pie o juntos caen. Y no solo esto sino que, o admitimos la autenticidad divina del Pentateuco, o sacamos la conclusión de que nuestro Señor y Salvador autorizó una serie de documentos falsos, citando como escritos de Moisés lo que Moisés nunca había escrito. No hay, en realidad, nada firme en esta última conclusión.

Tomemos aun la parábola del rico y Lázaro: “Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen; óiganlos. Él entonces dijo: No, padre Abraham; pero si alguno fuere a ellos de entre los muertos, se arrepentirán. Mas Abraham le dijo: Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos” (Lucas 16:29-31).

Por último, si a esto añadimos el hecho de que nuestro Señor, en su conflicto con Satanás en el desierto, cita solamente escritos de Moisés, tendremos una evidencia suficiente del conjunto, no solo para establecer la inspiración divina de Moisés, sino también para probar que el hombre que duda de la autenticidad de los cinco primeros libros de la Biblia, no puede tener ni Biblia, ni revelación divina, ni autoridad, ni sólido fundamento para su fe. Puede llamarse y ser llamado obispo o ministro cristiano; pero en realidad es un escéptico y debería ser tratado así por todos los que creen y conocen la verdad. No podemos comprender cómo alguien que tenga una chispa de vida divina en el alma pueda hacerse culpable del horrendo pecado de negar la inspiración de una gran parte de la Palabra de Dios, o de afirmar que nuestro Señor Jesucristo pudo citar documentos falsos.

Quizá parezcamos severos al escribir esto; hoy día parece algo normal considerar como cristianos a los que niegan los propios cimientos del cristianismo. Está muy extendido el concepto de que con tal que la gente sea moral, amable, bondadosa, caritativa y altruista, no importa lo que crea. Suele decirse que la vida es mejor que el credo o el dogma. Todo esto suena muy aceptable, pero el lector puede estar seguro de que esa manera de hablar y razonar tiende directamente a deshacerse de la Escritura, del Espíritu Santo, de Cristo, de Dios, en fin, de todo lo que la Biblia nos revela. Tenga muy presente esto y procure adherirse a la preciosa Palabra de Dios; atesórela en su corazón y entréguese cada día más a su estudio, acompañándola de la oración. Así se preservará de la influencia funesta del escepticismo y de la incredulidad en cualquiera de sus formas; su alma será alimentada y nutrida por la leche pura de la Palabra y todo su ser moral será guardado continuamente bajo el refugio de la presencia de Dios. Esto es lo que se necesita, y lo demás de nada sirve.

Las tres ciudades de refugio al otro lado del Jordán

Debemos terminar ya nuestra meditación sobre este capítulo maravilloso, pero antes de hacerlo vamos a echar un vistazo a la notable información sobre las tres ciudades de refugio. Esto se relaciona con nuestro tema con un orden moral perfecto y hermoso propio a la Escritura, donde todo es divinamente perfecto.

“Entonces apartó Moisés tres ciudades a este lado del Jordán al nacimiento del sol, para que huyese allí el homicida que matase a su prójimo sin intención, sin haber tenido enemistad con él nunca antes; y que huyendo a una de estas ciudades salvase su vida: Beser en el desierto, en tierra de la llanura, para los rubenitas, Ramot en Galaad para los gaditas; y Golán en Basán para los de Manasés” (v. 41-43).

Aquí vemos un hermoso despliegue de la gracia de Dios, elevándose, como siempre, sobre las debilidades y fallas humanas. Las dos tribus y media, al escoger su heredad al este del Jordán, permanecieron separadas de la parte adecuada del Israel de Dios que estaba al otro lado del río de la muerte. Pero Dios, en su infinita gracia, no quiso dejar al homicida infortunado sin un refugio en el día de su desgracia. Si el hombre no puede ascender a la altura de los pensamientos de Dios, Dios desciende a las profundidades de la necesidad humana; así lo hizo en este caso, donde las dos tribus y media pudieron tener tantas ciudades de refugio, al este del Jordán, como las que tuvieron las nueve tribus y media en la tierra de Canaán.

Esto era verdaderamente gracia abundante. ¡Qué distinto era este modo de actuar con respecto al del hombre! ¡Qué superioridad respecto de la simple ley o de la justicia legal! Por la vía legal tal vez se hubiera dicho a las dos tribus y media: «Si vosotros escogéis vuestra heredad fuera de los límites divinos, si os contentáis con menos que Canaán, la tierra prometida, no esperéis gozar de los privilegios y bendiciones de esa tierra. Las instituciones de Canaán deben estar reservadas a Canaán y, por lo tanto, vuestros homicidas deben atravesar el Jordán, si pueden, y encontrar refugio allí».

La ley habría podido hablar así, pero la gracia habló de un modo muy diferente. Los pensamientos y los caminos de Dios no son como los nuestros. Desde nuestro punto de vista, ya había sido un acto de gracia el hecho de que se designara una ciudad de refugio para las dos tribus y media. Pero nuestro Dios hace las cosas mucho más abundantemente de lo que pensamos o pedimos; por eso el distrito situado al este del Jordán, comparativamente más pequeño que Canaán, fue provisto tan abundantemente como toda la tierra de Canaán.

¿Prueba esto que las dos tribus y media hacían bien? No; lo que prueba es que Dios es bueno, y que él obra siempre así a pesar de todas nuestras debilidades y locuras. ¿Podría dejar al pobre homicida sin un lugar de refugio en la tierra de Galaad, porque Galaad no fuese Canaán? Por cierto que no. Esto no hubiera sido digno de Aquel que dice: “Cercana está mi justicia” (Isaías 51:5). Él tuvo cuidado de poner la ciudad de refugio “cercana” al homicida. Hizo que su rica y preciosa gracia se derramara y alcanzara al necesitado donde se encontrara. ¡Este es el proceder de nuestro Dios, sea su santo Nombre bendito para siempre!

Fin del primer discurso de Moisés

“Esta, pues, es la ley que Moisés puso delante de los hijos de Israel. Estos son los testimonios, los estatutos y los decretos que habló Moisés a los hijos de Israel cuando salieron de Egipto; a este lado del Jordán, en el valle delante de Bet-peor, en la tierra de Sehón rey de los amorreos que habitaba en Hesbón, al cual derrotó Moisés con los hijos de Israel, cuando salieron de Egipto; y poseyeron su tierra, y la tierra de Og rey de Basán; dos reyes de los amorreos que estaban de este lado del Jordán, al oriente. Desde Aroer, que está junto a la ribera del arroyo de Arnón, hasta el monte de Sion, que es Hermón; y todo el Arabá de este lado del Jordán, al oriente, hasta el mar del Arabá, al pie de las laderas del Pisga” (v. 44-49).

Aquí termina este discurso maravilloso. El Espíritu de Dios se complace en trazar los límites del pueblo y citar los detalles más pequeños relacionados con su historia. Se interesa vivamente por todo lo que les concierne, por sus conflictos, sus victorias, sus posesiones y sus fronteras, y todo esto con una gracia y una condescendencia conmovedoras que llenan el alma de admiración, amor y alabanza. El hombre en su arrogancia piensa que está muy por debajo de su dignidad entrar en detalles pequeños; pero nuestro Dios cuenta los cabellos de nuestra cabeza, recoge nuestras lágrimas en su redoma, se ocupa de nuestras penas y nuestras necesidades. No hay nada demasiado pequeño para su amor ni hay nada demasiado grande para su poder. Concentra sus cuidados sobre cada uno de sus hijos como si no tuviera que cuidar más que a uno solo; y no hay una sola circunstancia diaria en la historia de nuestra vida, por muy trivial que sea, que no merezca su interés.

Recordemos siempre esto para nuestra seguridad; aprendamos a confiar más en él, y a recibir con sencilla fe los cuidados paternales de su amor. Nos dice que echemos sobre él todas nuestras ansiedades, con la seguridad de que él cuida de nosotros; quiere que nuestros corazones estén libres de preocupaciones.

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús
(Filipenses 4:6-7).

Tememos que la gran mayoría de nosotros apenas conozcamos la profundidad real, el significado y el poder de esas palabras. Las leemos, las oímos, pero no nos apropiamos de ellas; no las digerimos para ponerlas en práctica. Qué poco hemos experimentado la bendita verdad de que nuestro Padre se interesa en nuestras penas, y que podemos acudir a él en todas nuestras necesidades y dificultades. Creemos que esas cosas no son dignas de la atención del Todopoderoso que habita en la eternidad; esta idea nos robaría bendiciones incalculables en nuestra vida diaria. Recordemos que para nuestro Dios no hay nada grande ni pequeño, todas las cosas son iguales para Aquel que sustenta el gran universo con la palabra de su poder. Tan fácil le es crear un mundo como proporcionar alimento a una pobre viuda. La grandeza de su poder, la majestad moral de su gobierno y la minuciosidad de su tierno cuidado atraen igualmente la admiración y la adoración de nuestros corazones.

Lector cristiano, procure hacer suyas todas estas cosas. Procure vivir más cerca de Dios en su vida diaria, apóyese más en él; acuda a él y nunca tendrá que contar su necesidad a ningún hombre. “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19). ¡Qué fuente!; “Dios”, ¡qué norma!: “Sus riquezas en gloria”, y ¡qué conducto!: “Cristo Jesús”. La fe tiene el privilegio de poner todas las necesidades a la luz de Sus riquezas, y perder de vista las primeras en presencia de las últimas. Su inagotable tesoro está abierto de par en par para usted; vaya y saque de allí con la ingenua simplicidad de la fe, y nunca tendrá que acudir a ningún hombre en busca de manantial, ni apoyarse en ninguna criatura como bastón.