Estudio sobre el libro del Deuteronomio I

Deuteronomio 1

Retrospectiva del camino en el desierto

En los capítulos 1 a 4 encontramos el primero de los cuatro discursos que Moisés hizo al pueblo a este lado del Jordán.

“Estas son las palabras que habló Moisés a todo Israel a este lado del Jordán en el desierto, en el Arabá frente al mar Rojo, entre Parán, Tofel, Labán, Hazerot y Dizahab. Once jornadas hay desde Horeb, camino del monte de Seir, hasta Cades-barnea” (v. 1-2).

El inspirado escritor ha sido muy cuidadoso en darnos, de la manera más precisa, todos los detalles del lugar en el que las palabras de este libro fueron dichas a oídos del pueblo. Israel aún no había cruzado el Jordán. Apenas había llegado a sus orillas, frente al mar Rojo, donde el gran poder de Dios se había desplegado tan gloriosamente cerca de cuarenta años atrás. Toda la situación es descrita con una minuciosidad que demuestra la importancia que Dios daba a todo lo que concernía a su pueblo. Se interesaba por todos sus movimientos y sus caminos, y ninguna de sus circunstancias le era insignificante; atendía a todo. Su mirada se posaba contínuamente sobre esta asamblea en su conjunto y sobre cada miembro en particular. Día y noche velaba sobre ellos, cada etapa de su viaje era dirigida por él. Nada, por pequeño que fuera, escapaba a su conocimiento, ni nada, por grande que fuese, superaba su poder.

Lo que entonces acontecía a Israel en el desierto, ocurre hoy con la Iglesia, en general, y con cada miembro en particular. Los ojos del Padre están contínuamente sobre nosotros, sus brazos eternos nos rodean día y noche. “No apartará de los justos sus ojos” (Job 36:7). Cuenta los cabellos de nuestras cabezas y se interesa con bondad infinita por todo lo que nos concierne. Se ha encargado de todas nuestras necesidades y preocupaciones, y quiere que echemos sobre él todas nuestras inquietudes con la firme convicción de que él cuida de nosotros. Nos invita a echar sobre él nuestras cargas, sean pesadas o ligeras.

Todo eso es asombroso y está lleno del consuelo más dulce y apropiado para tranquilizar el corazón ante cualquier acontecimiento. Pero, ¿lo creemos así? ¿Nuestros corazones están gobernados por esa fe? ¿Creemos realmente que el Todopoderoso Creador, quien sostiene los pilares del universo, ha tomado sobre sí la tarea de cuidarnos durante todo el viaje? ¿Creemos verdaderamente que el “creador de los cielos y de la tierra” (Génesis 14:19) es nuestro Padre, y que ha tomado a su cargo la responsabilidad de proveer a todas nuestras necesidades? ¿Está todo nuestro ser moral gobernado por las palabras del apóstol:

El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?
(Romanos 8:32).

Lamentablemente, tememos que casi no conocemos el poder de esas grandes, pero sencillas verdades. Hablamos de ellas, las discutimos, las profesamos, les damos nuestro asentimiento, pero, con todo, en nuestra vida diaria, en los detalles de nuestra conducta personal, demostramos lo poco que confiamos en ellas. Si estuviéramos verdaderamente convencidos de que Dios provee a todas nuestras necesidades, si todas nuestras fuentes estuvieran en él (Salmo 87:7), y fuese un perfecto amparo a nuestros ojos y un refugio para nuestros corazones, ¿podríamos recurrir a pobres fuentes terrenales que se agotan tan rápidamente, desilusionándonos? Evidentemente, no. A menudo nos engañamos a nosotros mismos con la idea de que estamos viviendo por fe cuando en realidad nos apoyamos en algún sostén humano que tarde o temprano habrá de ceder.

Lector, ¿no es así? ¿No estamos constantemente dispuestos a dejar la fuente de aguas vivas para cavar cisternas rotas que no pueden retener el agua? (Jeremías 2:13) ¡Y, no obstante, creemos vivir por fe! Profesamos depender de Dios para suplir nuestras necesidades, cualesquiera que sean, cuando el hecho es que nos sentamos junto a los manantiales humanos, buscando algo en ellos. ¿Hemos de asombrarnos si nos desengañamos? ¿Cómo podría ser de otro modo? Nuestro Dios no quiere que dependamos de algo o de alguien que no sea él mismo. En muchos pasajes de su Palabra nos ha dado a conocer su pensamiento acerca del verdadero carácter y efectos seguros de confiar en la criatura. Veamos el solemne pasaje del profeta Jeremías: “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová. Será como la retama en el desierto, y no verá cuando viene el bien, sino que morará en los sequedales en el desierto, en tierra despoblada y deshabitada”. Y luego nótese el contraste: “Bendito el varón que confía en Jehová, y cuya confianza es Jehová. Porque será como el árbol plantado junto a las aguas, que junto a la corriente echará sus raíces, y no verá cuando viene el calor, sino que su hoja estará verde; y en el año de sequía no se fatigará, ni dejará de dar fruto” (Jeremías 17:5-8).

Aquí tenemos, en un lenguaje divinamente claro y elocuente, las dos caras de esta importantísima cuestión. La confianza en la criatura lleva consigo una segura maldición que solo puede conducir a la esterilidad y a la desolación. Dios, en su fidelidad, hará que se sequen todas las fuentes humanas, hará que se derrumbe todo apoyo humano, a fin de que aprendamos a confiar en él. ¿Qué ilustraciones pueden ser más impresionantes que las empleadas en el pasaje precedente? “Retama en el desierto”; “sequedales en el desierto”; “tierra despoblada y deshabitada”. Estas son las comparaciones empleadas por el Espíritu Santo para ilustrar la dependencia humana, toda confianza en el hombre.

Y por otra parte, ¿qué puede haber más bello y refrescante que las figuras empleadas para expresar todas las bendiciones que conlleva la sencilla y completa fe en el Señor? “Árbol plantado junto a las aguas”; “junto a la corriente echará sus raíces”; “su hoja estará verde”, “no dejará de dar fruto”. ¡Qué hermoso! Así es el hombre que pone su esperanza en el Señor, se alimenta de esas fuentes eternas que manan del corazón de Dios, bebe de la fuente viva y gratuita y encuentra todos sus recursos en el Dios vivo. Podrá haber “calor”, pero no lo sentirá; “el año de sequía” puede llegar, pero no le preocupará. Diez mil arroyuelos tributarios pueden secarse, pero él no se dará cuenta, porque no depende de ellos, ya que Él habita junto a la fuente que fluye eternamente. Ninguna cosa buena le faltará, él vive por fe.

El justo por su fe vivirá

Y ahora, ya que estamos en el tema, tratemos de comprender claramente qué es vivir por la fe y preguntémonos si vivimos así. A menudo se habla de esta vida de fe de una manera poco inteligente. Se cree que se trata sencillamente de confiar en Dios para la comida y el vestido. De ciertas personas que no tienen una renta determinada, ni propiedad de ninguna clase, se dice que «viven de fe», como si esta maravillosa y gloriosa vida de fe no tuviera un alcance más amplio, más alto que las cosas temporales y la satisfacción de nuestras necesidades.

No podemos menos que protestar enérgicamente contra ese punto de vista tan indigno de la vida de fe. Limita su terreno y rebaja su categoría de un modo insoportable para cualquiera que entienda algo de sus muy santos y preciosos misterios. ¿Podemos admitir que un cristiano que tenga unos ingresos fijos asegurados debe verse privado del privilegio de vivir por fe? En otras palabras, ¿podemos consentir que la vida de fe sea limitada y rebajada a la simple condición de confiar en Dios para la satisfacción de las necesidades corporales? ¿No es mucho más que la comida y el vestido? ¿No alcanza a darnos una idea más elevada de Dios que el simple hecho de que él no nos dejará morir de hambre o andar desnudos?

¡Ni se nos ocurra siquiera pensar algo tan indigno! La vida de fe no debe ser entendida así. No podemos permitir que se deshonre o se injurie de esa manera a quienes son llamados a vivir por fe. Preguntemos, ¿cuál es el significado de las breves pero importantes palabras: “El justo por su fe vivirá”? Las encontramos primeramente en Habacuc 2:4. Luego el apóstol Pablo las cita en Romanos (cap. 1:17) donde, con mano maestra, coloca el sólido fundamento del cristianismo. También las hallamos en la epístola a los Gálatas (cap. 3:11), donde, con la más viva ansiedad, el apóstol llama nuevamente a aquellas asambleas engañadas para que vuelvan a los sólidos cimientos que, en su locura, estaban abandonando. Finalmente son citadas en Hebreos 10:38, donde se nos advierte acerca del peligro de abandonar la confianza y renunciar a nuestra carrera.

Todo esto nos muestra la inmensa importancia y el valor práctico de la trascendental frase: “El justo por su fe vivirá”. Pero, ¿a quién va dirigida? ¿A los siervos del Señor que no tienen ingresos asegurados? Rechazamos absolutamente esa suposición. Va dirigida a cada hijo de Dios. Es el elevado y dichoso privilegio de todos los que están comprendidos en el título –bendito por cierto– de “justo”. Es un error lamentable limitar ese privilegio. El efecto moral de esa limitación es muy dañino. Da una importancia indebida a una parte de la vida de fe que, de ser posible establecer en ella categorías, juzgaríamos que es la más baja. Pero no podemos hacer distinciones; la vida de fe es única. La fe es el gran principio de la vida divina. Por la fe somos justificados y por la fe vivimos; por la fe estamos en pie y por la fe andamos. Desde el principio hasta el fin de la carrera cristiana, todo es por la fe.

Es, por tanto, un gran error referirse a ciertas personas, que confían en el Señor para sus necesidades materiales diciendo que viven por fe, como si solo ellas lo hicieran. Y no solo esto, sino que a esas personas se las ponen como ejemplo a la Iglesia de Dios, como algo maravilloso, y los demás cristianos creen que el privilegio de vivir por fe está enteramente fuera de su alcance. Son engañados en cuanto al carácter real y al alcance de la vida de fe, y por eso sufren interiormente.

Comprenda el lector cristiano, de manera clara, que su dichoso privilegio, quienquiera que sea y cualquiera que sea su posición social, es vivir la vida de fe en toda la acepción de la palabra. Puede, conforme a su medida, apropiarse del lenguaje del apóstol y decir: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Que nadie le robe ese elevado y santo privilegio que pertenece a cada uno de los miembros de la familia de la fe. Lamentablemente, a menudo nuestra fe es débil cuando tendría que ser siempre fuerte, firme y vigorosa, porque nuestro Dios se complace en una fe firme. Si estudiamos los evangelios, veremos que nada deleitaba tanto el corazón de Cristo como una fe firme y franca, una fe que le comprendiera y contara ampliamente con él. Véase, por ejemplo, el caso de la mujer sirofenicia en Marcos 7 y el del centurión en Lucas 7.

Es cierto que Cristo respondía también al llamado de una fe débil, de la más débil. Podía contestar a un tímido “si quieres” con un benévolo “quiero”; a un “si puedes” con un “si puedes creer, todas las cosas son posibles”. La mirada más débil, el contacto más ligero obtenía una segura y favorable respuesta; pero el corazón del Salvador quedaba satisfecho y su espíritu reconfortado cuando podía decir: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:28); y en otra ocasión:

Ni aun en Israel he hallado tanta fe
(cap. 8:10).

Recordémoslo; podemos estar seguros de que hoy sucede exactamente lo mismo que cuando nuestro bendito Salvador estaba aquí en la tierra. Quiere que confiemos en él, que acudamos a él, que contemos con él. Jamás nos excederemos en contar con el amor de su corazón o con la fortaleza de su brazo. Para él no hay nada demasiado pequeño ni demasiado grande, tiene todo el poder en el cielo y en la tierra. Es la cabeza sobre todas las cosas en la Iglesia. Y a la vez sostiene el universo, Él mantiene todas las cosas con la palabra de su poder. Los filósofos hablan de las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero el cristiano piensa con gozo en Cristo, en su Palabra y en su inmenso poder. Por él fueron creadas todas las cosas, y en él subsisten todas las cosas.

¡Y luego su amor! Qué tranquilidad, qué consolación, qué alegría saber y recordar que el Todopoderoso creador y sustentador del universo es el eterno amigo de nuestras almas; que nos ama de un modo perfecto; que su mirada está constantemente sobre nosotros, su corazón siempre dirigido hacia nosotros; que ha tomado sobre sí todas nuestras necesidades, sean físicas, intelectuales o espirituales. En Cristo hay provisión para todas nuestras necesidades. Él es el tesoro en el cielo, el almacén de Dios; y todo ello en favor nuestro.

¿Por qué, pues, buscamos en otro lado? ¿Por qué, directa o indirectamente, hacemos conocer nuestras necesidades a algún pobre mortal como nosotros? ¿Por qué no dirigirnos directamente a Jesús? ¿Necesitamos de alguien que simpatice con nosotros? Pues, ¿quién mejor que nuestro misericordioso Sumo Sacerdote, que se compadece de nuestras flaquezas? ¿Necesitamos auxilio de cualquier clase? ¿Quién puede ayudarnos mejor que nuestro poderoso amigo, el poseedor de riquezas incalculables? ¿Necesitamos consejo o guía? ¿Quién podrá dárnoslo mejor que Aquel que es la misma sabiduría de Dios y que ha sido hecho sabiduría de Dios para nosotros? ¡Ah! No aflijamos su corazón amante ni menoscabemos el honor de su nombre glorioso apartándonos de él. Luchemos celosamente contra la tendencia, tan natural en nosotros, de acariciar esperanzas humanas, de depositar nuestra confianza en la criatura, de esperar socorros terrenales. Mantengámonos firmes junto a la Fuente y jamás tendremos que quejarnos de las corrientes. Procuremos vivir por fe y así glorificaremos a Dios en nuestra vida.

Once jornadas hay desde Horeb hasta Cades-barnea

Vamos a continuar ahora con nuestro capítulo, y al hacerlo hemos de llamar la atención del lector sobre el versículo 2. Es un paréntesis muy notable. “Once jornadas hay desde Horeb, camino del monte de Seir, hasta Cades-barnea”. ¡Once días! ¡Y, sin embargo, emplearon cuarenta años en recorrerlo! ¿Por qué? No es necesario ir muy lejos para dar con la respuesta, ya que a nosotros nos sucede lo mismo. ¡Qué lentamente avanzamos! ¡Cuántas vueltas damos y cuántas veces tenemos que volver atrás y recorrer el mismo camino una y otra vez! Somos viajeros lentos porque somos tardos para aprender. Quizá nos sorprendamos de que Israel haya empleado cuarenta años para realizar un viaje de once jornadas; pero con mayor motivo deberíamos asombrarnos de nosotros mismos. Como ellos, nos hemos demorado por nuestra incredulidad y dureza de corazón; pero tenemos menos excusa que ellos puesto que nuestros privilegios son muchísimo mayores que los suyos.

Muchos de nosotros tenemos razón para avergonzarnos por el tiempo que tardamos en aprender una lección. Las siguientes palabras seguramente pueden sernos aplicables: “Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido” (Hebreos 5:12). Nuestro Dios es un maestro tan sabio como fiel, y tan benévolo como paciente. No quiere que aprendamos superficialmente nuestras lecciones. A veces creemos que dominamos una lección y procuramos pasar a otra, pero nuestro sabio maestro conoce lo que es mejor y ve la necesidad de un estudio más profundo. No quiere que nos atengamos a la teoría o a lo superficial. Si es necesario, nos tendrá año tras año con los rudimentos antes de que podamos ir más lejos.

Si bien eso es humillante para nosotros y prueba nuestra lentitud para aprender, qué gracia nos confiere el Señor al ocuparse tanto con nosotros para instruirnos debidamente. Hemos de bendecirle por su manera de enseñar como por todo lo demás; por la admirable paciencia con que se sienta entre nosotros enseñándonos la misma lección una y otra vez, a fin de que la aprendamos a fondo1 .

  • 1El viaje de Israel desde Horeb a Cades-barnea ilustra la historia de muchas almas que desean encontrar la paz. Muchos integrantes del amado pueblo del Señor han andado, durante años, con dudas y temor, por que no han conocido la dicha de la libertad con que Cristo hace libre a su pueblo. Es triste ver el estado lamentable en que muchas almas permanecen a causa del legalismo, de una falsa enseñanza, etc. En nuestros días, es extraño encontrar en la cristiandad un alma afirmada en la paz del Evangelio; ya que se considera como señal de humildad estar siempre en la duda y la seguridad es considerada como soberbia. En otras palabras, las cosas están trastornadas: no se conoce el Evangelio, las almas están bajo la ley en vez de estar bajo la gracia; se las mantiene a distancia, en vez de enseñarlas a acercarse a Dios. Gran parte de la religión de hoy día es una deplorable mezcla de Cristo y del yo, de la ley y de la gracia, de la fe y de las obras, y así las almas son dejadas en la confusión. Estas cosas exigen la mayor atención por parte de los que ocupan un puesto de responsabilidad como maestros y predicadores en la iglesia profesante. Se acerca el solemne día en el que todos ellos serán llamados a dar cuenta de su ministerio.

Nuestra lentitud para aprender

“Y aconteció que a los cuarenta años, en el mes undécimo, el primero del mes, Moisés habló a los hijos de Israel conforme a todas las cosas que Jehová le había mandado acerca de ellos” (v. 3). Estas breves palabras contienen un verdadero manual de instrucciones para todos los siervos de Dios, para todos aquellos que son llamados a exponer la Palabra. Moisés dio al pueblo lo que él había recibido de Dios; ni más ni menos. Le puso en contacto directo con la palabra viva de Jehová. Este es siempre el gran principio del ministerio. La Palabra de Dios es lo único que permanece para siempre, ya que posee poder y autoridad divinos. Cualquier enseñanza humana, por interesante y atrayente que sea, pasará sin dejar en el alma ningún fundamento sobre el que pueda descansar.

Por lo tanto, los que enseñan en la asamblea de Dios deberían poner el mayor cuidado para predicar la Palabra en toda su pureza, en toda su sencillez, y transmitirla a sus oyentes tal como la reciben de Dios, poniéndolos frente al verdadero lenguaje de la Sagrada Escritura. Solo así su ministerio llegará con poder vivo a los corazones y a las conciencias de los que los escuchan. Ese ministerio unirá el alma con Dios mismo por medio de la Palabra e impartirá una seguridad y una firmeza que ninguna enseñanza humana jamás podrá producir.

Oigamos cómo se expresa el apóstol Pablo acerca de este importante asunto: “Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Corintios 2:1-5).

Ese verdadero y fiel siervo de Cristo deseaba poner a sus oyentes en contacto directo y personal con Dios mismo. No procuraba adherirlos a Pablo.

¿Qué, pues, es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído
(1 Corintios 3:5).

La meta de un ministerio falso es atraer almas a sí. De ese modo el ministro es exaltado, Dios es excluido y el alma no encuentra fundamento divino alguno sobre el que descansar. El verdadero ministerio, por el contrario, según lo vemos en Pablo y en Moisés, tiene por objeto unir las almas a Dios. Así, el ministro ocupa su debido lugar: el de simple instrumento; Dios es exaltado y el alma es establecida sobre un fundamento seguro que jamás será removido.

Pero veamos algo más de lo que el apóstol dice sobre este mismo tema: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí:” –nada más, nada menos, ni nada diferente– “Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:1-4).

Esto es extraordinariamente hermoso. Exige la mayor atención de todos los que quieren ser verdaderos y útiles ministros de Cristo. El apóstol tenía gran cuidado en procurar que la pura corriente divina fluyera desde la fuente viva del corazón de Dios hasta el corazón de los corintios. Comprendía que nada podía tener más valor. Si hubiese procurado apegarlos a él, habría deshonrado a su Señor, les habría hecho un gran daño, y él mismo habría sufrido pérdida en el día de Cristo.

Pero Pablo estaba muy lejos de querer hacerse seguidores. Escuche lo que dice a sus muy amados tesalonicenses: “Por lo cual también nosotros sin cesar damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).

Sentimos seriamente la responsabilidad de recomendar este importante asunto a la Iglesia de Dios. Si todos los que dicen ser ministros de Cristo siguieran el ejemplo de Moisés y de Pablo, veríamos una situación muy diferente en la iglesia profesante. Pero el hecho triste y sencillo es que la Iglesia de Dios, como el Israel de la antigüedad, se ha apartado completamente de la autoridad de su Palabra. Por todas partes se ve practicar y enseñar cosas que no tienen ningún fundamento en la Escritura; y no solamente se toleran, sino que se aprueban o se defienden a toda costa, cosas que están en abierta oposición a la mente de Cristo. Si se pregunta dónde está la autoridad divina de la que emana esta o aquella práctica, se dirá que Cristo no nos ha dado instrucciones en cuanto a los asuntos de la Iglesia; que en todas las cuestiones de política eclesiástica, ordenes clericales y servicios litúrgicos él nos ha dejado en libertad para obrar de acuerdo con nuestras conciencias, con nuestro criterio o con nuestros sentimientos religiosos; que es absurdo exigir el “así dice el Señor” para todos los detalles relacionados con las instituciones religiosas; que se nos ha dado un amplio margen de acción de acuerdo con nuestras costumbres nacionales y nuestros particulares hábitos de pensar. Se considera que los cristianos profesantes gozan de una total libertad para constituirse como ministros en las llamadas iglesias, escoger su propia forma de gobierno, hacer sus propios arreglos y designar a sus oficiantes.

El lector cristiano se preguntará: «¿Estas cosas son realmente así?». ¿Es posible que nuestro Señor haya dejado a su Iglesia sin directivas en materia de tanto interés e importancia? ¿Estará la Iglesia de Dios en peores condiciones, en cuanto a instrucción y autoridad, que el pueblo de Israel? En nuestros estudios sobre Éxodo, Levítico y Números vimos los maravillosos esfuerzos que Jehová hizo para instruir a su pueblo en cuanto a los más minuciosos detalles relacionados con su culto público y con su vida privada. Todo lo concerniente al tabernáculo, al templo, al sacerdocio, a las fiestas y sacrificios, a las solemnidades periódicas, a los meses, los días, las horas mismas, todo estaba ordenado y dispuesto con precisión divina. Nada se ha dejado libre al simple arreglo humano. La sabiduría del hombre, su juicio, su razón y su conciencia no tuvieron nada que ver con esta grandiosa obra. Si se hubiera dejado todo esto al criterio humano, ¿cómo habríamos tenido ese admirable, profundo y trascendental sistema típico que la inspirada pluma de Moisés ha puesto ante nuestros ojos? Si a Israel se le hubiese permitido hacer lo que antes hemos visto y que muchos tienen interés en persuadirnos que la Iglesia puede hacer, ¡qué confusión, cuántas luchas, divisiones y partidos habrían sido el inevitable resultado!

No obstante, la Escritura es clara

La Palabra de Dios lo establecía todo. “Conforme a todas las cosas que Jehová le había mandado acerca de ellos”. Esta frase tan significativa precedía a todo lo que estaba prescrito y prohibido para Israel. Sus instituciones nacionales, sus costumbres domésticas, su vida pública y privada, todo dependía de la absoluta autoridad de la frase: “Así dice Jehová”. No había lugar para que un miembro de la congregación pudiera decir: «A mí no me parece» o «No puedo estar de acuerdo con esto ni con aquello». Esa manera de hablar habría sido considerada como fruto de la voluntad propia. Habría sido lo mismo que decir: «No estoy de acuerdo con Jehová». Pero Dios mismo había dado directivas tan claras y sencillas que no era posible ninguna discusión humana. A través de toda la economía mosaica, no había margen ni del grueso de un cabello para que pudiera colarse la opinión o el criterio del hombre. No correspondía al hombre añadir nada a ese gran sistema de sombras y tipos divinos expresados en un lenguaje tan claro y comprensible, de manera que Israel solo tenía que obedecer; nada de argumentos, objeciones, ni discusiones; debía obedecer y punto.

Pero, como lo sabemos, fracasaron. Hicieron su propia voluntad; siguieron su propio camino; “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25). Se apartaron de la Palabra de Dios para seguir las inclinaciones y deseos de sus malvados corazones, y así se atrajeron la ira y la indignación de Dios, bajo las que padecen hasta hoy.

Pero esto no tiene nada que ver con el tema que ahora nos ocupa. Israel tenía la palabra de Dios, y esta era divinamente suficiente para guiarlos en todo. No quedaba espacio alguno para mandamientos y doctrinas de hombres. La palabra de Dios preveía cualquier problema posible, respondía a todas las exigencias y era lo suficientemente clara para hacer innecesario ningún comentario humano.

¿Está la Iglesia de Dios en peores condiciones que el Israel de antes con respecto a dirección y autoridad? ¿Se ha dejado a los cristianos en libertad para elegir y organizar por sí mismos lo relativo al culto y al servicio de Dios? ¿Hay algunas cuestiones que se hayan dejado abiertas a la discusión humana? La Palabra de Dios, ¿es suficiente, o no lo es? ¿Ha dejado algo sin adorar? Oigamos atentamente el siguiente testimonio:

Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra
(2 Timoteo 3:16-17).

Esto es concluyente. La santa Escritura contiene todo lo que el hombre de Dios necesita para realizar con perfección todo lo que pueda llamarse una “buena obra”. Y si esto es verdadero en cuanto al hombre de Dios individualmente, también lo es para la Iglesia de Dios en general. La Escritura es suficiente para lo uno y lo otro. ¡Gracias a Dios que es así! ¡Qué gracia inmensa tener esa guía por escrito! Si así no fuera, ¿qué haríamos? ¿Adónde volveríamos los ojos? ¿Qué hubiera sido de nosotros? ¡Qué confusión más desconsoladora tendríamos si se nos hubiese abandonado a merced de las tradiciones y arreglos humanos en las cosas de Dios! ¡Qué choque de opiniones y conflictos más contradictorios! Y todo esto porque un hombre tendría el mismo derecho que otro para exponer su opinión y proponer su plan.

Se nos podría objetar, tal vez, que a pesar de tener las sagradas Escrituras, hay muchas sectas, partidos, credos y escuelas teológicas. Y eso, ¿a qué se debe? Sencillamente a que nos negamos a someter todo nuestro ser moral a la autoridad de la Palabra de Dios. Esa es la verdadera explicación, y la única razón de todas esas sectas y partidos que son la vergüenza y el oprobio de la Iglesia de Dios.

No sirve de nada que los hombres nos digan que estas cosas son buenas en sí mismas, que son el fruto legítimo de la libertad de pensamiento y de la interpretación privada, que constituyen el orgullo y la gloria del protestantismo. De hecho, semejante razonamiento no puede ser admitido ante el tribunal de Cristo.

Por el contrario, esa libertad de pensamiento e independencia de criterio están en directa oposición con el espíritu de obediencia absoluta y reverente a nuestro adorable Señor y Maestro. ¿Qué derecho tiene el siervo para ejercer su juicio personal ante la voluntad expresada terminantemente de su amo? Absolutamente ninguno. El deber del siervo es obedecer, no poner objeciones o discutir. Falta a su deber al ejercer su juicio individual o privado. El rasgo moral más estimado en un siervo es la obediencia implícita. La obligación principal de un siervo es hacer la voluntad de su amo.

Esto se considera normal en los asuntos terrenales; pero en las cosas de Dios los hombres se creen autorizados a ejercitar su propio juicio, lo que es un error fatal. Dios nos ha dado su Palabra, y esta Palabra es tan clara que nadie se puede equivocar. Si todos nos dejásemos guiar por la Palabra, si todos nos inclináramos con espíritu de absoluta obediencia a su autoridad divina, no habría opiniones contradictorias ni diversas sectas. Es absolutamente imposible que la Sagrada Escritura enseñe doctrinas que se contradigan. No puede enseñar a un hombre la doctrina Episcopal, a otro la Presbiteriana y a un tercero la Congregacional. De ningún modo puede proporcionar una base para diversas escuelas de pensamiento. Sería un insulto contra el libro divino pretender atribuirle toda la triste confusión de la iglesia profesante. Cualquier mente piadosa retrocederá con justo horror ante un pensamiento tan impío. La Escritura no puede contradecirse, y, por lo tanto, si dos hombres, o diez mil, son enseñados exclusivamente por la Escritura, pensarán unánimemente. Vea usted lo que el apóstol dice a la asamblea de Corinto (y a nosotros también): “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo” –nótese la poderosa fuerza moral de esta invocación– “que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Corintios 1:10).

¿Cómo debería ser alcanzado ese bendito resultado? ¿Acaso permitiéndose cada uno juzgar por sí mismo? Lamentablemente eso fue lo que dio origen a todas las divisiones, a todas las disputas en la asamblea de Corinto, y lo que motivó la fuerte reprimenda del Espíritu Santo. Esos desdichados corintios pensaban que tenían el derecho de opinar, juzgar y escoger por sí mismos, y ¿cuál fue el resultado?

Porque he sido informado acerca de vosotros, hermanos míos, por los de Cloé, que hay entre vosotros contiendas. Quiero decir, que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo. ¿Acaso está dividido Cristo?
(1 Corintios 1:11-13).

Aquí tenemos el juicio privado y sus tristes e inevitables frutos. Un hombre tiene el mismo derecho que otro a pensar por sí mismo, y ninguno tiene derecho a imponer su opinión a otro. ¿Dónde está, pues, el remedio? En arrojar a los cuatro vientos nuestro propio juicio y someternos reverentemente a la suprema y absoluta autoridad de la santa Escritura. Si no fuera así, ¿cómo habría podido el apóstol exhortar a los corintios a “hablar una misma cosa” y a que estuvieran “perfectamente unidos en una misma mente y un mismo parecer”? ¿Quién debía prescribirles la “cosa” que todos debían hablar? ¿En la “mente” de quién o en el “parecer” de quién debían estar “perfectamente unidos”? ¿Algún miembro de aquella asamblea tenía el mínimo derecho –por dotado o inteligente que hubiese sido– para decidir lo que sus hermanos debían hablar, pensar o creer? No, por cierto. Solo había una autoridad absoluta, porque era divina, a la que todos debían someterse o, mejor dicho, a la que todos tenían el privilegio de someterse. Las opiniones humanas, el criterio propio, la conciencia, la razón, todas esas cosas deben apreciarse por lo que valen y con toda seguridad no tienen valor alguno en materia de autoridad. La Palabra de Dios es la sola autoridad, y si todos somos gobernados por ella, “hablaremos todos una misma cosa” y “no habrá entre nosotros divisiones”, sino que “estaremos perfectamente unidos en una misma mente y un mismo parecer”.

¡Qué situación hermosa! Pero lamentablemente no es el estado actual de la Iglesia de Dios; es evidente que no todos somos gobernados por la única, suprema, absoluta y suficiente autoridad, es decir, la de las Sagradas Escrituras, esa bendita voz que no puede dar nunca una nota discordante, que siempre tiene una armonía divina para todo oído consagrado.

Esta es la raíz de la cuestión: la Iglesia se ha apartado de la autoridad de Cristo, según está expuesta en su Palabra. Hasta que esto sea reconocido, es inútil discutir las pretensiones de los diversos sistemas eclesiásticos o teológicos en conflicto. Si un hombre no reconoce que su sagrado deber consiste en probar por la Palabra de Dios todos los sistemas eclesiásticos, los servicios litúrgicos y los credos teológicos, la discusión es enteramente vana. Si se permite establecer las cosas de acuerdo a lo que a cada uno le parezca oportuno, según el criterio humano, según su conciencia o su razón, entonces podemos abandonar el caso como algo sin solución. Si no tenemos establecida una autoridad divina, una norma perfecta y una guía infalible, nadie puede tener la certeza de que anda por el buen camino. Si fuera cierto que se nos ha permitido escoger por nosotros mismos, en medio de las sendas innumerables que tenemos ante nosotros, entonces podríamos despedirnos de toda certeza; decir adiós a la paz de la mente y al reposo del corazón; a toda santa estabilidad de propósitos y firmeza de miras. Si no podemos decir acerca del terreno en que estamos, del camino que seguimos y de la obra en que estamos ocupados: «Esto es lo que el Señor ha mandado», podemos estar seguros de que estamos equivocados, y cuanto antes lo abandonemos, tanto mejor.

La voz de Cristo

Gracias a Dios, no tenemos por qué continuar en el error.

Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo
(2 Timoteo 2:19).

Pero, ¿cómo podemos saber lo que es iniquidad? Pues, por la Palabra de Dios. Todo lo que es contrario a la Escritura respecto a la moral o a la doctrina es malo y debemos apartarnos de ello, cueste lo que cueste. Es un asunto individual. “Todo aquel”. “El que tiene oídos” (Mateo 11:15). “Al que venciere”. “Si alguno oye mi voz” (Apocalipsis 3:20-21).

Este es el punto, notémoslo bien. Es la voz de Cristo, no de algún hombre respetable, ni es la voz de la Iglesia, de los «padres de la iglesia» o de los concilios generales; es la voz de nuestro amado Señor y Maestro. Es la conciencia puesta en contacto vivo y directo con la voz de Cristo, la Palabra de Dios viva y eterna, las Santas Escrituras. Si fuera simplemente cuestión de conciencia, autoridad, o criterio humano, nos hallaríamos enseguida sumergidos en la incertidumbre, pues lo que un hombre podría considerar como iniquidad, otro podría verlo como perfectamente correcto. Debe haber una norma fija que seguir, una autoridad suprema que no deje lugar a ninguna objeción, y, gracias a Dios, la hay. Dios ha hablado, nos ha dado su Palabra; por tanto, nuestro deber, gran privilegio, seguridad moral y verdadero gozo es obedecer a su voz.

No debe haber humanas interpretaciones de la Palabra, sino la Palabra misma. Esto es de absoluta importancia. No debemos tener nada que se interponga entre la conciencia humana y la revelación divina. Los hombres nos hablan de la autoridad de la Iglesia. Pero, ¿dónde la encontraremos? Supongamos que un hombre sincero y honrado está realmente deseoso de conocer el camino verdadero que debe seguir y se le dice que escuche la voz de la Iglesia. Si él pregunta: ¿De qué iglesia: la Griega, la Latina, la Anglicana, la Escocesa?, no obtendrá dos respuestas iguales. Es más, dentro de una misma denominación hay partidos en conflicto, sectas en contienda, pensamientos opuestos. Los concilios han diferido unos de otros; los «padres de la iglesia» no han estado de acuerdo; los papas se han anatematizado unos a otros. Y si el investigador preocupado se aparta de esas grandes corporaciones para buscar un guía entre las filas de los protestantes disidentes, ¿podrá encontrar algo mejor?

¡Ah!, lector, es completamente inútil. La iglesia profesante ha abandonado la autoridad de Cristo y no puede ser un guía o una autoridad para nadie. En los capítulos dos y tres del libro de la Revelación (Apocalipsis) vemos que la Iglesia es juzgada; el llamamiento, siete veces repetido, es: “El que tiene oído, oiga”. ¿Oír qué, la voz de la Iglesia? No, el Señor nunca nos mandará oír la voz de lo que está bajo juicio. Entonces, ¿qué debemos oír? “Oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”.

Y, ¿dónde puede ser oída esa voz? Únicamente en las Sagradas Escrituras, dadas por Dios para guiar nuestras almas en el camino de la paz y la verdad, a pesar de la ruina desesperada de la Iglesia, de las espesas tinieblas y la turbulenta confusión de la cristiandad profesante. El lenguaje humano no podrá expresar el valor y la importancia de contar con un guía divino y, por lo tanto, infalible.

Pero recordemos que estamos seriamente obligados a inclinarnos ante esa autoridad y a seguir su consejo. Es totalmente vano y moralmente peligroso decir que tenemos un guía y una autoridad divina y no estarle completamente sumisos. Esto era lo que caracterizaba a los judíos en los días de nuestro Señor. Tenían las Escrituras, pero no las obedecían. Y uno de los rasgos más tristes de la situación actual de la cristiandad es que esta presume de poseer la Biblia, mientras desecha descaradamente su autoridad.

Sentimos profundamente la gravedad de este hecho, y queremos grabarlo en la conciencia del lector cristiano. La Palabra de Dios es prácticamente ignorada entre nosotros. Por todas partes se practican y sancionan cosas que no solamente no tienen ningún fundamento en la Escritura sino que son absolutamente opuestas a ella. No estamos siendo enseñados y gobernados exclusiva y enteramente por las Escrituras.

Esto es muy importante y exige la atención de los hijos de Dios en todo lugar. Nos sentimos obligados a elevar una voz de advertencia acerca de tan grave cuestión. Ciertamente, ha sido el reconocimiento de su gravedad y su gran importancia moral lo que nos ha llevado a escribir estas notas sobre el Deuteronomio. Nuestra ferviente oración es que el Espíritu Santo use estas páginas para llamar de nuevo al querido pueblo del Señor a mantener una fidelidad reverente a su bendita Palabra; lo cual es su verdadero deber y privilegio. Estamos convencidos de que lo que caracterizará a los que quieran andar piadosamente en estos últimos tiempos de la historia de la Iglesia en la tierra, será un profundo respeto hacia la Palabra de Dios y una verdadera adhesión a la Persona de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Ambas cosas van unidas inseparablemente por un lazo sagrado e imperecedero.

Volveos e id…

“Jehová nuestro Dios nos habló en Horeb, diciendo: Habéis estado bastante tiempo en este monte. Volveos e id al monte del amorreo y a todas sus comarcas, en el Arabá, en el monte, en los valles, en el Neguev, y junto a la costa del mar, a la tierra del cananeo, y al Líbano, hasta el gran río, el río Eufrates” (v. 6-7).

A través de todo el libro de Deuteronomio podremos ver que en él Jehová trata con el pueblo de una manera mucho más directa y sencilla que en cualquiera de los tres libros anteriores; lo que confirma que Deuteronomio está muy lejos de ser una simple repetición de lo que ha sido presentado en las secciones anteriores. Por ejemplo, el pasaje que acabamos de citar no menciona el movimiento de la nube, ni el sonido de la trompeta, sino que dice: “Jehová nuestro Dios nos habló”. Sabemos, por el libro de Números, que los movimientos del campamento estaban supeditados a los de la nube y eran anunciados por el sonido de la trompeta. Pero en este quinto libro no se alude en absoluto ni a la nube ni a la trompeta. Es mucho más sencillo y familiar: “Jehová nuestro Dios nos habló en Horeb, diciendo: Habéis estado bastante tiempo en este monte”.

Todo esto es muy hermoso y nos recuerda algo de la admirable sencillez de los tiempos de los patriarcas, cuando Jehová hablaba como un hombre habla a su amigo. Jehová no comunicaba sus pensamientos a Abraham, a Isaac o a Jacob por medio de una trompeta o de una nube. Estaba tan próximo a ellos que no había necesidad de recurrir a ninguna clase de intermediario. Los visitaba, se sentaba junto a ellos, aceptaba su hospitalidad. Esta conmovedora sencillez da un encanto muy particular a las narraciones del Génesis.

Pero en Éxodo, Levítico y Números encontramos algo muy diferente. En ellos se nos expone un amplio sistema de símbolos e imágenes, ritos, ordenanzas y ceremonias impuestos al pueblo para aquel tiempo; su significado nos es revelado en la epístola a los Hebreos: “Dando el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie. Lo cual es símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto, ya que consiste solo de comidas y bebidas, de diversas abluciones, y ordenanzas acerca de la carne, impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas” (Hebreos 9:8-10).

Bajo ese sistema el pueblo era mantenido a distancia de Dios. Con ellos no ocurría lo mismo que con sus padres en Génesis; Dios estaba como velado a sus ojos. Los principales rasgos del ceremonial levítico en cuanto al pueblo eran servidumbre, oscuridad y apartamiento. Pero, por otra parte, sus tipos y sombras señalaban a aquel gran sacrificio, base de todos los maravillosos planes de Dios, por medio del cual puede, con toda justicia y según el amor de su corazón, tener un pueblo cerca de él para alabanza y gloria de su Nombre por la eternidad.

Ya hemos hecho notar que en Deuteronomio, comparativamente, encontramos pocos ritos y ceremonias. Se ve más a Jehová en comunicación directa con el pueblo, y aun los mismos sacerdotes, en su cargo oficial, son mencionados raras veces, y si se hace referencia a ellos es más bien en su misión moral que en la ceremonial. Conforme avancemos en el estudio de este libro tendremos amplia prueba de esto.

“Jehová nuestro Dios nos habló en Horeb, diciendo: Habéis estado bastante tiempo en este monte. Volveos e id al monte del amorreo”. ¡Qué privilegio para un pueblo tener al Señor tan cerca y tan interesado en todo cuanto le concierne, ya sea pequeño o grande! Él sabía cuánto tiempo debían permanecer en un lugar determinado y hacia dónde debían dirigir sus pasos. Estaban bajo la mirada y la mano de Aquel cuya sabiduría es infalible, su poder omnipotente, sus recursos inagotables, su amor infinito; de Aquel que se había encargado de ellos, que conocía todas sus necesidades y estaba dispuesto a satisfacerlas según el amor de su corazón y la fuerza indiscutible de su brazo.

Entonces, ¿qué les quedaba por hacer? ¿Cuál era su deber?: obedecer y nada más que obedecer. Su elevado y santo privilegio consistía en descansar en el amor y obedecer los mandamientos de Jehová, su Dios del pacto. En esto consistía el secreto de su paz, su felicidad y su seguridad moral. No necesitaban preocuparse por sus movimientos, proyectos o arreglos. Todo su viaje estaba arreglado por Aquel que conocía cada paso del camino de Horeb a Cades-barnea; ellos solo tenían que vivir al día en perfecta dependencia de él.

¡Qué situación tan dichosa, senda tan privilegiada y qué bendición! Pero esto exigía una voluntad quebrantada, un corazón obediente y humilde. Si cuando Jehová les dijo: “Habéis estado bastante tiempo en este monte”, ellos hubieran decidido continuar allí, se habrían quedado sin Dios. Solo podían contar con su compañía, su consejo y su ayuda en la senda de la obediencia.

Lo mismo ocurre con nosotros. Tenemos el privilegio de dejar todos nuestros asuntos en las manos, no simplemente de un Dios de pacto, sino de un Padre amante. Él arregla nuestros movimientos; fija los límites de nuestra morada; provee para todas nuestras necesidades y se encarga de todos nuestros asuntos. Su voz llena de gracia nos dice:

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.

Y, ¿qué sigue luego? “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).

¿Cómo conduce Dios hoy a sus hijos?

Tal vez se pregunte: «¿Cómo guía Dios ahora a su pueblo? No podemos oír su voz diciéndonos lo que tenemos que hacer». A esto respondemos que los miembros de la Iglesia, el cuerpo de Cristo, no están en condiciones inferiores a las de Israel en el desierto, en cuanto a dirección divina. ¿No puede Dios guiar a sus hijos? ¿No puede Cristo guiar a sus siervos en todo su servicio? ¿Quién podría poner en duda una verdad tan clara y preciosa? Ciertamente no esperamos oír una voz, o ver el movimiento de una nube, pero tenemos algo mejor, más elevado, más íntimo. Podemos estar seguros de que Dios ha provisto ampliamente a este respecto, como en todo lo demás, según el amor de su corazón.

Podemos ser guiados de tres maneras: por la Palabra de Dios, por el Espíritu Santo, y por los instintos de la naturaleza divina. Y debemos recordar que las tres cosas siempre estarán de acuerdo. Es muy importante recordarlo constantemente. Una persona puede imaginarse que es dirigida por los instintos de la naturaleza divina, o por el Espíritu Santo, al seguir una línea de conducta cuyas consecuencias están en desacuerdo con la Palabra de Dios. Su error será puesto en evidencia. Es muy grave obrar por un simple impulso, porque al hacerlo, uno se expone a caer en el lazo del diablo y perjudica la obra de Cristo. Debemos pesar nuestros sentimientos en la balanza del santuario y ponerlos fielmente a prueba por la norma de la Palabra divina, para poder vernos preservados del error y el engaño. Es muy peligroso confiar en los sentimientos u obrar por impulso. Hemos visto consecuencias muy desastrosas por haber actuado así. Los hechos pueden ser dignos de confianza, pero la autoridad divina es absolutamente infalible. Nuestros sentimientos pueden ser tan engañosos como un fuego fatuo o el espejismo del desierto. Los sentimientos humanos no son dignos de confianza y debemos someterlos siempre al examen más severo por temor a que nos induzcan al error. Pero podemos fiarnos de la Escritura y veremos, sin excepción, que el hombre que es conducido por el Espíritu Santo o guiado por el instinto de la naturaleza divina, nunca obra en oposición a la Palabra de Dios. Esto es lo que podríamos llamar un axioma de la vida divina, y una regla inmutable del cristianismo práctico. ¡Ah, si se hubiera atendido más a esto en el transcurso de la historia de la Iglesia! ¡Ojalá fuese tenido más en cuenta en nuestros días!

Otro aspecto de esta dirección divina reclama nuestra seria atención. A menudo oímos hablar de la «mano de la divina Providencia» como de algo digno de confianza para ser guiados, pero esa no es más que otra manera de expresar la idea de ser guiados por las circunstancias, lo que está muy lejos de ser una guía apropiada para un cristiano.

Sin duda, algunas veces nuestro Señor nos hace conocer su voluntad y nos muestra el camino de una manera que llamamos providencial, pero hemos de estar muy cerca de Él para poder discernir convenientemente ese hecho; de lo contrario podría suceder que lo que llamamos «circunstancias providenciales» no sean más que piedras de tropiezo en el sendero de la obediencia. Tanto las circunstancias que nos rodean como nuestros sentimientos íntimos deben ser sopesados en la presencia de Dios y juzgadas a la luz de su Palabra, de lo contrario podrían conducirnos a cometer los errores más graves. Jonás pudo creer que era una circunstancia providencial notable encontrar un barco que iba a Tarsis; pero si hubiera estado en comunión con Dios, no habría necesitado ese navío. La Santa Escritura es la gran regla y la perfecta piedra de toque para todo. Tanto las circunstancias externas como los sentimientos íntimos, las imaginaciones y tendencias, todo debe colocarse ante la luz escudriñadora de la Santa Escritura, y ser juzgado ante ella con calma y seriedad. Esta es la verdadera senda de seguridad, paz y bendición para todo hijo de Dios.

Quizás se nos responda que no podemos esperar hallar un texto de la Biblia para guiarnos en cada situación o detalle de la vida diaria. Tal vez no, pero en la Escritura hay ciertos principios que, si son debidamente aplicados, nos proporcionarán guía divina, aun cuando no podamos encontrar un texto aplicable a cada caso en particular. Además, nuestro Dios puede guiar a sus hijos en todas las cosas.

Por Jehová son ordenados los pasos del hombre
(Salmo 37:23).

“Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera” (cap. 25:9). “Sobre ti fijaré mis ojos” (cap. 32:8). Él puede darnos a conocer sus pensamientos sobre este o aquel acto en particular o sobre nuestra conducta. Si no fuera así, ¿dónde estaríamos, cómo nos dirigiríamos y regularíamos nuestros movimientos? ¿Tenemos que tambalear de acá para allá por el ir y venir de las circunstancias? ¿Estamos a merced de la ciega casualidad, o al simple impulso de nuestra propia voluntad? Gracias a Dios que no es así. Él puede darnos en cualquier caso y de manera perfecta, la certeza de que hacemos su voluntad; y jamás deberíamos dar un paso sin esa certidumbre. Si estamos indecisos, permanezcamos quietos y esperemos. Muchas veces nos atormentamos y nos impacientamos con empresas que Dios no nos ha encomendado. En cierta ocasión alguien dijo a su amigo: «Estoy completamente desorientado; no sé hacia qué lado dirigirme». «Pues no gires hacia ningún lado», fue la sabia respuesta.

Andemos en la dirección indicada

Aquí se nos presenta un asunto de gran importancia: el estado de nuestra alma, el cual tiene muchísimo que ver con respecto a nuestra guía. El Señor encaminará a los “humildes” y enseñará su camino “a los mansos”. Nunca debemos olvidar esto. Si somos humildes y desconfiamos de nosotros mismos, si confiamos en nuestro Dios con sencillez de corazón, rectitud de pensamientos y honradez de propósitos, él nos guiará. Pero de nada servirá pedir consejo a Dios en un asunto acerca del que ya hemos tomado nuestra propia decisión.

Esta es una ilusión fatal. Vea el caso de Josafat en 1 Reyes 22: “Y aconteció al tercer año, que Josafat rey de Judá descendió al rey de Israel” –triste error para empezar– “y el rey de Israel dijo a sus siervos: ¿No sabéis que Ramot de Galaad es nuestra, y nosotros no hemos hecho nada para tomarla de mano del rey de Siria? Y dijo a Josafat: ¿Quieres venir conmigo a pelear contra Ramot de Galaad? Y Josafat respondió al rey de Israel: Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo, y mis caballos como tus caballos” y, según leemos en 2 Crónicas 18:3, añadió: “Iremos contigo a la guerra”.

Aquí vemos que Josafat ya tenía el propósito hecho antes de pedir consejo a Dios sobre ese asunto; y estaba en una situación completamente falsa. Cayó en la trampa del enemigo por falta de sinceridad, y por eso no estaba en condición adecuada para recibir la guía divina. Había decidido hacer su propia voluntad y el Señor le dejó recoger el fruto de ella. De no haber sido por la infinita y soberana misericordia de Dios, habría sucumbido ante los sirios y habría sido retirado muerto del campo de batalla.

Es verdad que él había dicho al rey de Israel: “Te ruego que consultes hoy la palabra de Jehová”. Pero, ¿de qué servía esto cuando ya se había comprometido a obrar de un modo determinado? ¡Qué insensatez comete el que hace sus propios planes y luego pide consejo! Si su estado hubiera sido recto, no hubiese necesitado de consejo. Pero el estado de su alma era malo, su situación falsa y su propósito estaba en oposición directa a la voluntad de Dios. De ahí que, aunque oyó de labios del mensajero de Jehová el solemne juicio contra aquella expedición, siguió su propio camino; el resultado fue que estuvo muy cerca de perder la vida.

También vemos algo parecido en el capítulo 42 de Jeremías. El pueblo se dirigió al profeta para saber si debía descender a Egipto, pero ya había resuelto hacerlo. Estaba inclinado a hacer su propia voluntad. ¡Qué estado tan miserable! Si hubieran sido mansos y humildes, no habrían necesitado ningún consejo sobre aquel asunto. Pero ellos dijeron al profeta Jeremías: “Acepta ahora nuestro ruego delante de ti, y ruega por nosotros a Jehová tu Dios” (¿por qué no decían a Jehová nuestro Dios?) “por todo este resto (pues de muchos hemos quedado unos pocos, como nos ven tus ojos), para que Jehová tu Dios nos enseñe el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer. Y el profeta Jeremías les dijo: He oído. He aquí que voy a orar a Jehová vuestro Dios, como habéis dicho, y todo lo que Jehová os respondiere, os enseñaré; no os reservaré palabra. Y ellos dijeron a Jeremías: Jehová sea entre nosotros testigo de la verdad y de la lealtad, si no hiciéremos conforme a todo aquello para lo cual Jehová tu Dios te enviare a nosotros. Sea bueno, sea malo”, (¿cómo podía ser la voluntad de Jehová algo que no fuera bueno?), “a la voz de Jehová nuestro Dios al cual te enviamos, obedeceremos, para que obedeciendo a la voz de Jehová nuestro Dios nos vaya bien” (v. 1-6).

Todo esto parecía muy piadoso y prometía un resultado excelente. Pero, vea usted lo que siguió. Cuando ellos supieron que el juicio y el consejo de Dios no estaban de acuerdo con su propia voluntad, “todos los varones soberbios dijeron a Jeremías: Mentira dices; no te ha enviado Jehová nuestro Dios para decir: No vayáis a Egipto para morar allí” (cap. 43:2).

Aquí sale claramente a la luz el estado real de aquel asunto. El orgullo y la obstinación estaban actuando. Sus votos y promesas eran falsos. “¿Por qué hicisteis errar vuestras almas?” –les dice Jeremías. “Pues vosotros me enviasteis a Jehová vuestro Dios diciendo: Ora por nosotros a Jehová nuestro Dios, y haznos saber todas las cosas que Jehová nuestro Dios dijere, y lo haremos” (cap. 42:20). Todo habría ido muy bien si la respuesta divina hubiese correspondido a sus deseos; pero, como iba en su contra, la rechazaron por completo.

¡Cuántas veces ocurre lo mismo! La Palabra de Dios no se adapta a los pensamientos humanos; los juzga; está en directa oposición a su voluntad; ¡es rechazada porque estorba sus planes! La voluntad y la razón del hombre siempre están en directa oposición con la Palabra; el cristiano debe rechazarlas si realmente desea ser guiado por Dios. Una voluntad insumisa y una razón ciega solo pueden conducirnos a las tinieblas, la miseria y la desolación. Jonás quiso ir a Tarsis cuando debía ir a Nínive; el resultado fue que se encontró en el vientre “de la sepultura” (Jonás 2:6). Josafat quiso ir a Ramot de Galaad cuando debía permanecer en Jerusalén; por lo que fue vencido por las espadas de los sirios. El remanente del pueblo judío en días de Jeremías quiso ir a Egipto cuando debía haber permanecido en Jerusalén, y la consecuencia fue que murieron a filo de espada, de hambre y peste en esa tierra, donde “desearon entrar para morar allí” (Jeremías 42:22).

Así será siempre. La senda de la obstinación ha de ser forzosamente la senda de tinieblas y miseria; no puede ser de otro modo. Pero la senda de la obediencia es de paz, luz, y bendición; una senda en la que los rayos del favor divino son proyectados con un resplandor vivo. Le podrá parecer estrecha, áspera y solitaria al ojo humano, pero, para el alma obediente es una senda de vida, paz y seguridad moral.

La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto
(Proverbios 4:18).

¡Qué senda tan bendita! ¡Ojalá que todos nosotros la recorramos con paso firme y resuelto!

Antes de dejar el tema práctico de la guía divina y la obediencia humana, debemos pedir al lector que se traslade por unos momentos al bellísimo pasaje de Lucas 11. Lo encontrará lleno de la más valiosa instrucción.

“La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz; pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas. Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor” (v. 34-36).

Nada puede superar en fuerza y belleza al pasaje citado. En primer lugar se nos habla del “ojo bueno”, que es esencial para gozar de la dirección divina. Esto indica una voluntad quebrantada, un corazón decidido sinceramente a hacer la voluntad de Dios. No hay móviles ocultos, ni una mezcla de motivos, ningún fin personal en vista. Hay un único y simple propósito y un vivo deseo; solo la voluntad de Dios, sea cual fuere.

Cuando el alma está en esta condición, la luz divina desciende a raudales y llena todo el cuerpo. Por consiguiente, si el cuerpo está en tinieblas, es porque el ojo no es bueno; algún motivo mezclado, la obstinación o el interés propio están actuando; no somos rectos ante Dios. En este caso, la luz que pretendamos tener no es más que tinieblas, y no hay tinieblas más densas y terribles que las que se apoderan del corazón gobernado por la obstinación, mientras pretende tener la luz de Dios. Así lo veremos pronto en la cristiandad, cuando “se manifestará aquel inicuo, a quien el Señor matará con el espíritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida; inicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:8-12).

¡Cuán terrible es esto! ¡Con qué solemnidad habla a la iglesia profesante, a su conciencia y a la mía! La luz que no obra se vuelve tinieblas. “Si la luz que en ti hay son tinieblas, ¿cuántas no serán las mismas tinieblas?” (Mateo 6:23). Pero, por otra parte, una pequeña luz seguida sinceramente irá creciendo, porque al que tiene, se le dará (Lucas 19:26), y “la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto” (Proverbios 4:18).

Este progreso moral está descrito con toda su belleza y su fuerza en Lucas 11:36: “Así que, si todo tu cuerpo está lleno de luz, no teniendo parte alguna de tinieblas” –es decir, no teniendo ningún rincón cerrado a los rayos celestiales, ninguna reserva desleal– “será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor”. En otras palabras, el alma obediente no solo tiene luz para sí misma, sino que esparce luz hacia afuera, de modo que otros la ven.

Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos
(Mateo 5:16).

Tenemos un vivo contraste con todo esto en el capítulo 13 de Jeremías. “Dad gloria a Jehová Dios vuestro, antes que haga venir tinieblas, y antes que vuestros pies tropiecen en montes de oscuridad, y esperéis luz, y os la vuelva en sombra de muerte y tinieblas” (v. 16). El modo de dar gloria al Señor nuestro Dios es obedeciendo su Palabra.

La senda de la obediencia es una senda brillante y bendita; aquel que anda por ella no tropezará jamás en los montes de tinieblas. El que es humilde y sumiso, y no confía en sí mismo, se mantendrá lejos de esos montes de oscuridad y andará por el sendero bendito que está siempre iluminado por los rayos brillantes y alegres del rostro de Dios, como señal de aprobación.

Este es el sendero del justo, de la sabiduría divina y de la paz perfecta. Querido lector, ojalá que siempre nos encontremos andando en él; nunca olvidemos nuestro elevado privilegio de ser guiados por Dios en cada detalle de la vida diaria. ¡Ay del que no es guiado así! Tendrá muchos tropiezos, muchas caídas, y experiencias muy tristes. Si no somos guiados por el ojo de nuestro Padre, seremos semejantes al caballo o al mulo que no tienen conocimiento, cuyas bocas deben ser sujetadas con bocado y riendas, porque si no, se arrojan impetuosamente donde no debieran, o se obstinan tercamente en no ir adonde deben. ¡Qué lamentable es que un cristiano actúe como ellos! Qué bendición es andar día tras día en la senda señalada para nosotros por el ojo de nuestro Padre; senda que ojo de buitre no vio, ni león pasó por ella; la senda de la santa obediencia, en la que siempre se hallarán los mansos y los humildes, y esto para su profundo gozo y para alabanza y gloria de Aquel que la abrió y nos ha dado la gracia de andar en ella.

Nombramiento de los jefes

En lo que queda de nuestro capítulo, Moisés repite a oídos del pueblo, con un lenguaje conmovedor y sencillo, los hechos relacionados con el nombramiento de los jueces y la misión de los espías. Podemos atribuir el nombramiento de los jueces a la propia iniciativa de Moisés, y la misión de los espías a la sugerencia del pueblo. El querido y muy respetable siervo de Dios hallaba abrumador llevar él solo todo el peso de la congregación, y, en efecto, era muy pesado, aunque bien sabemos que la gracia de Dios era más que suficiente para todas las necesidades. Además, la gracia podía obrar tan bien por un hombre como por setenta.

Con todo, podemos comprender muy bien la dificultad que experimentó el hombre “más manso de la tierra” para tomar la responsabilidad de un cargo tan delicado e importante. Es muy conmovedor leer cómo describe su dificultad.

“En aquel tiempo yo os hablé diciendo: Yo solo no puedo llevaros”, y verdaderamente no podía. ¿Qué ser mortal habría podido hacerlo? Pero Dios estaba allí, y siempre podía contarse con él. “Jehová vuestro Dios os ha multiplicado, y he aquí hoy vosotros sois como las estrellas del cielo en multitud. ¡Jehová Dios de vuestros padres os haga mil veces más de lo que ahora sois, y os bendiga, como os ha prometido!” ¡Hermoso paréntesis y exquisito deseo de un corazón grande y humilde! “¿Cómo llevaré yo solo vuestras molestias, vuestras cargas y vuestros pleitos?” (v. 9-12).

¡Ah!, aquí está el secreto de gran parte de las “molestias” y de “las cargas”. No podían estar de acuerdo entre sí; había entre ellos controversias, contiendas y cuestiones; y, ¿quién era suficiente para todo aquello? ¿Qué hombro humano podía sostener semejante carga? ¿No debía haber sido distinto? Si hubieran andado de común acuerdo, no habría habido cuestiones que decidir y, por lo tanto, ninguna necesidad de jueces para resolverlas. Si cada miembro de la congregación hubiese procurado la prosperidad, el interés y la felicidad de sus hermanos, no habría habido “pleitos”, “molestias”, ni “carga”. Si cada uno hubiese hecho todo lo posible para promover el bien general, ¡qué hermoso habría sido el resultado!

No fue así con Israel en el desierto; y lo que es aun más humillante, a pesar de que nuestros privilegios son mucho más altos, tampoco sucede así en la Iglesia de Dios. Nada más formarse la Iglesia por la presencia del Espíritu Santo, ya se dejaron oír las murmuraciones y el descontento. Y, ¿sobre qué? Sobre “menosprecio”, supuesto o real (Hechos 6). Sea lo que fuere, el yo estaba en acción. Si el menosprecio era puramente imaginario, los griegos eran dignos de censura; y si era real, la censura debía caer sobre los hebreos. Generalmente en casos así hay culpa por ambos lados, pero el verdadero medio de evitar toda disputa, contienda y murmuración es colocar el propio yo bajo tierra y procurar sinceramente el bien de los demás. Si este excelente camino hubiese sido comprendido y adoptado desde un principio, ¡qué diferente habría sido la tarea del historiador eclesiástico! Pero lamentablemente no fue así, y de ahí que la historia de la iglesia profesante, desde su mismo comienzo, haya sido un registro deplorable y humillante de controversias, divisiones y luchas. En la misma presencia del Señor, cuya vida entera fue de completa abnegación, los discípulos disputaban acerca de quién debía ser el mayor. Esta disputa no se habría suscitado si cada uno hubiese conocido el hermoso secreto de dejar lo personal a un lado, para buscar el bien de los demás. Nadie que conozca algo del verdadero valor moral de la renuncia personal puede buscar un buen puesto o un sitio elevado para sí mismo. Estar cerca de Cristo satisface de tal modo al corazón humilde que los honores, las distinciones y las recompensas son estimadas en muy poco. Pero cuando lo personal está en acción, habrá envidias, celos, pleitos, contiendas, confusión y toda obra mala.

Vea la escena entre los dos hijos de Zebedeo y sus diez hermanos en Marcos 10. ¿Cuál fue la causa?: lo personal. Los dos primeros pensaban en ocupar un buen sitio en el reino, y los diez restantes estaban irritados contra ellos por ello. Si cada uno hubiera puesto aparte lo personal y hubiese buscado el bien de los demás, esa escena no se habría producido nunca. Si los dos hermanos no hubieran pensado tanto en ellos mismos, no habría habido fundamento para la «indignación» de los otros diez.

No es necesario buscar más ejemplos. Cada siglo de la historia de la Iglesia ilustra y prueba la verdad de nuestra afirmación: que lo personal y sus odiosas obras son siempre la causa de los pleitos, contiendas y divisiones. Donde sea que miremos, desde los tiempos de los apóstoles hasta hoy, encontraremos que la voluntad propia no mortificada ha sido el manantial fructífero de disputas y discusiones. Y, por otra parte, veremos también que la subordinación de la propia voluntad y sus intereses es el verdadero secreto de la paz, la armonía y el amor fraternal. Bastará que procuremos poner a un lado nuestra propia voluntad y busquemos sinceramente la gloria de Cristo y la prosperidad de su amado pueblo, para no tener ocasión de registrar muchos «casos» como los descritos.

Volvamos a nuestro capítulo. “¿Cómo llevaré yo solo vuestras molestias, vuestras cargas y vuestros pleitos? Dadme de entre vosotros, de vuestras tribus, varones sabios y entendidos y expertos, para que yo los ponga por vuestros jefes. Y me respondisteis y dijisteis: Bueno es hacer lo que has dicho. Y tomé a los principales de vuestras tribus, varones sabios y expertos” (hombres calificados por Dios, y de confianza en la congregación), “y los puse por jefes sobre vosotros, jefes de millares, de centenas, de cincuenta y de diez, y gobernadores de vuestras tribus” (v. 12-15).

¡Qué arreglo tan admirable! Nada podía ser más adecuado para mantener el orden que esos grados de autoridad, que iba desde el jefe de diez hasta el jefe de mil y a la cabeza de todos, puesto el propio legislador en inmediata comunicación con el Dios de Israel.

Aquí no se menciona lo registrado en Éxodo capítulo 18: que la designación de estos gobernadores fue hecha por sugerencia de Jetro, suegro de Moisés. Tampoco se hace referencia a la escena descrita en Números 11. Este libro tiene un destacado carácter propio, y la manera de presentar los hechos está en perfecta armonía con ese carácter. Es evidente que el objetivo del noble legislador –o más bien, del Espíritu por medio de él– era llevar todas las cosas a que obrasen moralmente sobre los corazones del pueblo para alcanzar el propósito especial del libro; una obediencia amorosa a todos los estatutos y disposiciones de Jehová su Dios.

Si queremos estudiar correctamente el libro que estamos viendo, debemos tenerlo en cuenta. Los incrédulos, los escépticos y los racionalistas tratarán de convencernos de que existen discrepancias en los relatos de estos libros, pero el lector piadoso rechazará con santa indignación cualquier insinuación así, sabiendo que procede directamente del padre de la mentira, Satanás, el decidido y persistente enemigo de la preciosa Revelación de Dios. Esta es la verdadera manera de responder a los ataques que los incrédulos hacen contra la Escritura. Los argumentos no tienen ningún resultado, pues los incrédulos no están en condiciones de comprender o apreciar su valor. Son profundamente ignorantes en la materia, y aun más, se hallan en una decidida hostilidad; así que, en ambos casos, el criterio de los escritores incrédulos sobre este tema carece totalmente de valor y es despreciable. Deberíamos tener piedad y orar por esos hombres, y rechazar al mismo tiempo con indignación sus opiniones. La Palabra de Dios es superior a su crítica, es tan perfecta como su Autor y tan imperecedera como su trono; pero sus glorias morales, sus profundidades y su infinita perfección solo se descubren a la fe y a la necesidad.

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños (Mateo 11:25).

Si nos contentamos con ser sencillos como niños, gozaremos de la preciosa revelación del amor del Padre, tal como nos muestra el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras. Por otra parte, aquellos que se creen sabios y entendidos, que edifican sobre sus conocimientos, su filosofía o su razón, que se creen competentes para juzgar la Palabra de Dios y, por lo tanto, a Dios mismo, son entregados judicialmente a la oscuridad, a la ceguera y a la dureza de corazón. “¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo? Pues ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Corintios 1:20-21).

“Si alguno entre vosotros se cree sabio… hágase ignorante” (1 Corintios 3:18). Aquí está el gran secreto moral de este asunto. El hombre debe abandonar su propia sabiduría así como su propia justicia. Debe reconocer su necedad antes de poder saborear la dulzura de la sabiduría divina. La capacidad de entender los muy sencillos elementos de la revelación divina no está al alcance del más inteligente, aún ayudado por todas las aplicaciones del saber humano y de la filosofía. Por lo tanto, cuando se trata de hombres no convertidos, sea cual sea la fuerza de su ingenio o la extensión de sus conocimientos, manifestarán su profunda ignorancia e incompetencia al tratar temas espirituales, y especialmente el tema de la divina inspiración de la Santa Escritura. Ciertamente nos quedamos sorprendidos, cuando leemos algún libro de un incrédulo, ante la debilidad de sus argumentos; y no solo esto, sino que en todos los casos en que se pretende haber descubierto alguna discrepancia en la Biblia, precisamente vemos allí la divina sabiduría, belleza y perfección de la Palabra.

Nos hemos visto en la necesidad de hacer esta serie de razonamientos relacionados con la designación de los jefes, porque este acto se narra de modo diferente en cada libro, según la sabiduría del Espíritu Santo, pero cada uno está en perfecta armonía con el fin y el carácter de cada libro. Continuaremos, pues, con nuestra cita.

“Y entonces mandé a vuestros jueces, diciendo: Oíd entre vuestros hermanos, y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, y el extranjero. No hagáis distinción de persona en el juicio; así al pequeño como al grande oiréis; no tendréis temor de ninguno, porque el juicio es de Dios; y la causa que os fuere difícil, la traeréis a mí, y yo la oiré” (v. 16-17).

¡Qué sabiduría celestial, equilibrada justicia y santa imparcialidad se descubren aquí! En cualquier conflicto, todos los hechos de ambas partes debían ser oídos y considerados pacientemente. La mente no debía torcerse por ningún prejuicio, predilección o sentimiento personal de ninguna clase. El juicio debía formarse en base a hechos claramente comprobados e innegables. No se debía considerar la influencia personal, la posición o las circunstancias de ambas partes tampoco debían tenerse en cuenta en la causa; solo la justicia debía decidir la cuestión. “Así al pequeño como al grande oiréis”. Se debía dispensar la misma justicia al pobre que al rico; al extranjero igual que al nacido en el país. No debía admitirse diferencia alguna.

¡Qué importante y digno de nuestra más atenta consideración es todo esto que está lleno de profunda y valiosa instrucción para todos nosotros! Es cierto que no todos somos llamados a ser jueces, jefes, o guías, pero los grandes principios morales sentados en la cita anterior son muy valiosos para cada uno de nosotros, ya que continuamente ocurren casos en los que hay que aplicarlos. Donde sea que estemos, cualquiera que sea nuestra ocupación o campo de acción, estamos expuestos a encontrarnos con casos de dificultades y conflictos entre hermanos; casos de ofensas reales o imaginarias y, por lo tanto, es necesario que seamos instruidos por Dios en cuanto a lo que debemos hacer en esas circunstancias.

En todos esos casos, nunca será excesivo el cuidado que pongamos en basar nuestro juicio en los hechos de ambos lados. No podemos dejarnos guiar por nuestras propias impresiones puesto que no son dignas de crédito. Pueden ser correctas o totalmente falsas. Nada es más fácilmente aceptado y transmitido a otros que una simple impresión y, por lo tanto, un juicio basado en las impresiones es despreciable. Debemos tener hechos sólidos y claramente comprobados; hechos acreditados por dos o tres testigos, según determina la Escritura (Deuteronomio 17:6; Mateo 18:16; 2 Corintios 13:1; 1 Timoteo 5:19).

Además, cuando es necesario juzgar un asunto, nunca debemos guiarnos por lo expuesto por una sola parte. Todos, aun con la mejor intención, estamos sujetos a dar cierto colorido cuando exponemos nuestro caso, sin la más mínima voluntad de hacer una declaración falsa, o de mentir; pero por falta de memoria, o por otras causas, puede ser que el hecho no sea expuesto tal como sucedió realmente. Puede omitirse un detalle o hecho menor que se relaciona con el hecho principal, alterando completamente su alcance o significado. «Audi alteram partem» (oiga a la otra parte) es un lema muy saludable. Y no solo oír la parte contraria, sino todos los hechos que expongan ambas partes; así seremos capaces de emitir un juicio sano y recto. Por regla general, todo juicio formado sin un conocimiento preciso de todos los hechos, es totalmente inválido. “Oíd entre vuestros hermanos, y juzgad justamente entre el hombre y su hermano, y el extranjero”. ¡Qué palabras tan oportunas y necesarias en todo tiempo, lugar y circunstancia! ¡Ojalá que nuestros corazones las hagan suyas! Y, ¡qué importante es la advertencia del versículo 17!:

No hagáis distinción de persona en el juicio; así al pequeño como al grande oiréis; no tendréis temor de ninguno.

¡De qué manera dejan al descubierto al pobre corazón humano esas palabras! ¡Qué inclinados estamos a tener miramientos con las personas, a ser desviados por la influencia personal, a dar importancia a la posición y a la fortuna, a tener temor ante el rostro del hombre!

¿Cuál es el antídoto divino contra todos esos males? El temor de Dios. Si ponemos al Señor en todo tiempo ante nosotros, él nos librará eficazmente de la perniciosa influencia de la parcialidad, del prejuicio y del temor a los demás. Nos llevará a esperar con humildad y paciencia en el Señor, para que él nos guíe y nos aconseje cuando tengamos que tomar una decisión; de este modo seremos preservados de juicios precipitados y parciales sobre hechos o personas, juicios que siempre producen tantos perjuicios entre los hijos de Dios.

Los espías

“Os mandé, pues, en aquel tiempo, todo lo que habíais de hacer”. La senda de la obediencia sencilla estaba ante ellos; solo tenían que seguirla con paso firme. No era necesario pensar en las consecuencias o sopesar los resultados. Debían dejarlo todo en manos de Dios y avanzar resueltamente por esa senda bendita.

“Y salidos de Horeb, anduvimos todo aquel grande y terrible desierto que habéis visto, por el camino del monte del amorreo, como Jehová nuestro Dios nos lo mandó; y llegamos hasta Cades-barnea. Entonces os dije: Habéis llegado al monte del amorreo, el cual Jehová nuestro Dios nos da. Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra; sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes” (v. 18-21).

Este era el mandato para entrar y tomar posesión inmediata. Jehová, su Dios, les había dado la tierra y la había puesto ante ellos. Les pertenecía, era el don libre de su gracia soberana que había pactado con sus padres. Su propósito eterno era poseer la tierra de Canaán por medio de la simiente de Abraham, su amigo. Esto debería haber bastado para tranquilizar sus ánimos, no solo en cuanto a las condiciones de aquella tierra, sino también a la manera de entrar en ella. No había ninguna necesidad de espías; la fe nunca necesita examinar lo que Dios ha dado. Cree que lo que él da es bueno para poseerlo, y que él es poderoso para ponernos en plena posesión de lo que por su gracia nos ha otorgado. Israel pudo haber llegado a la conclusión de que la misma mano que los había conducido a través de “aquel grande y terrible desierto” podía también hacerlos entrar y establecerlos en la herencia que les había destinado.

Así habría razonado la fe, porque ella siempre va de Dios a las circunstancias, y nunca de las circunstancias a Dios.

Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?
(Romanos 8:31).

Así argumenta la fe, grande en su sencillez y sencillo en su grandeza moral. Cuando Dios llena el campo visual del alma, poco importan las dificultades. Pueden pasar inadvertidas, o bien, son consideradas como ocasiones para el despliegue del poder divino. La fe se regocija al ver a Dios triunfando sobre las dificultades.

Pero, lamentablemente, el pueblo no estaba gobernado por la fe en aquella ocasión, por lo tanto, recurrieron a los espías. Eso es lo que Moisés les recuerda con un lenguaje a la vez enternecedor y fiel.

“Y vinisteis a mí todos vosotros, y dijisteis: Enviemos varones delante de nosotros que nos reconozcan la tierra, y a su regreso nos traigan razón del camino por donde hemos de subir, y de las ciudades adonde hemos de llegar” (v. 22).

Debieron haber confiado en Dios para todas esas cosas. Aquel que les había sacado de Egipto, el que les había abierto camino a través del mar y los había guiado a través del desierto, era perfectamente capaz de introducirlos en la tierra prometida. Pero no; prefirieron mandar espías como exploradores, porque no tenían confianza en el Dios verdadero, viviente y todopoderoso.

Aquí aparece la raíz moral de este asunto; estemos convencidos de ello. Es verdad que en la narración de este hecho en Números, el Señor dijo a Moisés que mandara espías. Pero, ¿por qué?: por causa de la condición moral del pueblo. En eso vemos la diferencia característica y, al mismo tiempo, la bella armonía que hay entre los dos libros. En Números se nos da la historia pública del hecho, en Deuteronomio la razón secreta de la misión de los espías. Y así como está en perfecta armonía con el carácter de Números darnos el primer relato, también lo está en el de Deuteronomio darnos el segundo. El uno complementa al otro; no podríamos comprender a fondo este tema si solo tuviéramos el relato del libro de los Números. Es el conmovedor comentario hecho en Deuteronomio lo que completa el cuadro. ¡Qué perfecta es la Escritura! Solo necesitamos el ojo ungido con colirio para ver, y el corazón dispuesto para apreciar sus glorias morales.

Puede ser, no obstante, que el lector encuentre ciertas dificultades en cuanto a la cuestión de los espías. Quizá se pregunte cómo podía estar mal enviarlos si el Señor les había dicho que lo hicieran. Pero, lo malo no era enviarlos –pues así les fue dicho– sino el deseo de que fueran enviados a toda costa. Ese deseo era el fruto de la incredulidad, y la orden de mandarlos fue dada a causa de ella.

Algo parecido vemos en Mateo capítulo 19 al tratar del divorcio. “Entonces vinieron a él los fariseos, tentándole y diciéndole: ¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer por cualquier causa? Él, respondiendo, les dijo: ¿No habéis leído que el que los hizo al principio, varón y hembra los hizo, y dijo: Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre. Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así” (v. 3-8).

No estaba de acuerdo con la institución de Dios, ni era su voluntad que el hombre repudiara a su mujer; fue por causa de la dureza del corazón humano que Moisés permitió el divorcio. ¿Hay alguna dificultad en entender esto? Seguro que no, a menos que el ánimo esté dispuesto a tenerla. Así, tampoco puede haber ninguna dificultad en el asunto de los espías. Israel no los necesitaba, y la fe sencilla jamás habría pensado en ellos. Pero Jehová vio el estado real de las cosas y dio un mandato conforme a él. De igual modo, en siglos posteriores, Dios vio que el corazón del pueblo deseaba tener un rey, y encargó a Samuel que les diera uno. “Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo. Ahora, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente contra ellos, y muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos” (1 Samuel 8:7-9).

Así vemos que la satisfacción de un deseo no prueba que ese deseo esté de acuerdo con el pensamiento de Dios. Israel no debió pedir un rey. ¿No era suficiente Jehová? ¿No era él su rey? ¿No podía él, como lo hizo siempre, guiarlos a la batalla y pelear por ellos? ¿Por qué buscar un brazo de carne y apartarse del verdadero Dios Todopoderoso? ¿Qué poder tendría un rey que no fuera el que Dios mismo quisiera darle? Absolutamente ninguno; todo el poder, la sabiduría, y la bondad verdadera estaban en Jehová su Dios, y él podía satisfacer todas sus necesidades. Solo tenían que apoyarse en su brazo omnipotente, extraer de sus inagotables recursos y encontrar todos sus manantiales en él.

Cuando ya tuvieron un rey, según el deseo de su corazón, ¿qué hizo ese rey por ellos? “Todo el pueblo iba tras él temblando” (1 Samuel 13:7). Cuanto más atentamente estudiamos la triste historia del reinado de Saúl, tanto más comprendemos que él fue más bien un estorbo que una ayuda. Su reinado fue un lamentable fracaso, expresado de una manera tan exacta como enérgica en las brillantes sentencias de Oseas: “Te di rey en mi furor, y te lo quité en mi ira” (Oseas 13:11). Resumiendo, Saúl fue la respuesta a la incredulidad y obstinación del pueblo, por lo tanto, todas las esperanzas y expectativas que había despertado se vieron frustradas. Fracasó en cuanto a hacer la voluntad de Dios y, por consiguiente, no pudo suplir las necesidades del pueblo. Demostró ser totalmente indigno de la corona y del cetro, y su vergonzosa caída en el monte Gilboa estuvo en triste consonancia con su vida.

Ahora bien, si consideramos la misión de los espías, vemos que, como en el caso de la designación de un rey, acaba en completo fracaso. No podía ser de otro modo, ya que era fruto de la incredulidad. Es cierto que Dios les dio espías; por eso Moisés les dice con gracia conmovedora: “Y el dicho me pareció bien; y tomé doce varones de vosotros, un varón por tribu” (v. 23). Era la gracia la que descendía a la condición del pueblo y consentía en un plan adecuado a esa condición. Pero esto no prueba que ese plan o esa condición estuvieran de acuerdo con la mente de Dios. Bendito sea su Nombre, él puede acudir a nosotros aun en nuestra incredulidad, aunque esté apesadumbrado y deshonrado por ella. Él se complace en una fe firme y franca; es la única cosa en este mundo que le da su debido lugar. Por esto, cuando Moisés dijo al pueblo: “Mira, Jehová tu Dios te ha entregado la tierra; sube y toma posesión de ella, como Jehová el Dios de tus padres te ha dicho; no temas ni desmayes”, la respuesta debió ser: «Aquí estamos, guíanos, oh Jehová; guíanos a la victoria. Tú nos bastas. Contigo como jefe avanzaremos gozosos y confiados. Las dificultades no existen para ti, por lo tanto, no son nada para nosotros. Tu palabra y tu presencia son todo lo que necesitamos. En ellas encontramos, a la vez, nuestra autoridad y nuestro poder. No nos importa en lo más mínimo qué o quién esté delante de nosotros, ya sean poderosos gigantes, muros con torres o amenazadores baluartes ante ti, oh Jehová, Dios de Israel; no son más que hojas secas ante el huracán. Guíanos adelante, ¡oh Jehová!».

Así habla la fe, pero lamentablemente Israel no lo hizo. Dios no les bastaba; no estaban preparados para subir apoyándose solo en su brazo. No se fiaban de lo que él les había dicho de la tierra, y quisieron mandar espías. El pobre corazón humano desea probar cualquier cosa antes que depender simplemente del Dios vivo y verdadero. El hombre natural no puede confiar en Dios sencillamente porque no le conoce. “En su santo nombre hemos confiado” (Salmo 33:21).

Dios debe ser conocido para que podamos confiar en él, y cuanto más confiamos en él, tanto mejor le conocemos. No hay nada tan bendito como una vida de fe sencilla. Pero esta debe ser real y no una simple profesión. Es vano hablar de vivir por fe, mientras el corazón está apoyándose en un sostén humano. El creyente verdadero tiene que ver únicamente con Dios; encuentra en él todos sus recursos. No es que menosprecie los instrumentos que Dios se complace en utilizar; al contrario, los aprecia muchísimo, precisamente porque son los medios de los que Dios se vale para dar su ayuda y sus bendiciones. Pero no debe permitir que estos medios reemplacen a Dios. Su corazón dice:

Alma mía, en Dios solamente reposa, porque de él es mi esperanza. Él solamente es mi roca y mi salvación
(Salmo 62:5-6).

La palabra “solamente” tiene una fuerza muy particular. Penetra por completo el corazón. Mirar a la criatura, directa o indirectamente, para suplir una necesidad cualquiera es apartarse de la vida de fe. Y qué triste es acomodarse a los medios humanos. Desde el punto de vista moral, es tan degradante como ilusorio; mientras que la vida de fe ennoblece. Israel quiso enviar espías y todo se convirtió en su confusión.

“Y se encaminaron, y subieron al monte, y llegaron hasta el valle de Escol, y reconocieron la tierra. Y tomaron en sus manos del fruto del país, y nos lo trajeron, y nos dieron cuenta, y dijeron: Es buena la tierra que Jehová nuestro Dios nos da” (v. 24-25). Y, ¿cómo podía ser de otro modo, cuando era Dios quien la daba? ¿Necesitaban espías que les dijeran que el don de Dios era bueno? Por cierto que no. Una fe sencilla habría razonado así: «Lo que Dios nos da tiene que ser digno de él; no necesitamos espías para estar seguros de esto». Pero, lamentablemente, esa fe sencilla es una joya extraordinariamente rara en este mundo, e incluso los mismos que la poseen saben muy poco de su valor, o no saben cómo emplearla. Hablar de la fe y vivir una vida de fe son dos cosas tan distintas como la teoría y la práctica. Nunca olvidemos que es un privilegio para todos los hijos de Dios vivir por la fe, y que esta vida de fe abarca todo lo que es necesario al creyente.

Con respecto a la misión de los espías, el lector notará la manera cómo Moisés hace referencia a ella. Se limita a la parte de su testimonio que está de acuerdo con la verdad, y pasa por alto lo de los diez espías incrédulos. Esto está en perfecta consonancia con el alcance y el propósito de este libro. Todo está expuesto para obrar en la conciencia de la congregación. Les recuerda que fueron ellos mismos los que propusieron la expedición de los espías, y que, aunque los espías habían puesto ante sus ojos los frutos de la tierra y habían dado testimonio de su excelencia, no quisieron subir a poseerla. “Sin embargo, no quisisteis subir, antes fuisteis rebeldes al mandato de Jehová vuestro Dios” (v. 26). No había excusa alguna. Era evidente que sus corazones estaban llenos de incredulidad y rebeldía, y la misión de los espías no hizo más que manifestarlo plenamente.

La incredulidad

“Y murmurasteis en vuestras tiendas, diciendo: Porque Jehová nos aborrece” –horrible mentira– “nos ha sacado de tierra de Egipto, para entregarnos en manos del amorreo para destruirnos” (v. 27). ¡Qué rara prueba de odio! ¡Qué absurdos son los argumentos de la incredulidad! Si verdaderamente les hubiera odiado, nada más sencillo que haberlos dejado morir entre los hornos de ladrillos de Egipto, bajo el látigo de los crueles capataces de Faraón. ¿Por qué tomarse tanto trabajo con ellos? ¿Para qué esas diez plagas mandadas sobre el país de sus opresores? ¿Por qué, si les odiaba, no permitió que las aguas del mar Rojo les sepultaran, como sepultaron a sus enemigos? ¿Por qué les libró de la espada de Amalec? En otras palabras, ¿por qué todas esas maravillosas liberaciones? ¡Ah!, si no hubieran estado dominados por un espíritu de ciega e insensata incredulidad, esas pruebas de amor tan evidentes y magníficas los hubiesen conducido directamente a una conclusión totalmente opuesta a la que se atrevieron a expresar. No hay nada bajo el cielo más irracional que la incredulidad; ni hay nada más lógico, claro y justo que la sencilla confianza de una fe infantil. ¡Ojalá que el lector pueda experimentar siempre esta verdad!

“Y murmurasteis en vuestras tiendas”. La incredulidad no solo pone objeciones, sino que también murmura. No considera el lado bueno de las cosas. Nunca entiende, porque pone a Dios a un lado y solo mira las circunstancias. Ellos dijeron: “¿A dónde subiremos? Nuestros hermanos han atemorizado nuestro corazón, diciendo: Este pueblo es mayor y más alto que nosotros”, pero no eran mayores que Jehová. “Las ciudades grandes y amuralladas hasta el cielo” –¡la gran exageración de la incredulidad!– “y también vimos allí a los hijos de Anac” (v. 28).

La fe habría dicho: «Bien, aunque las ciudades estén amuralladas hasta el cielo, Dios está por encima de ellas porque está en el cielo. ¿Qué son las grandes ciudades y las altas murallas para Aquel que formó el universo y lo sostiene con la palabra de su poder? ¿Qué son los gigantescos hijos de Anac ante la presencia del Dios Todopoderoso? Si la tierra estuviera cubierta de ciudades amuralladas desde Dan hasta Beerseba, y si los gigantes fuesen tan numerosos como las hojas del bosque, serían como el tamo de las eras ante Aquel que ha prometido dar para siempre la tierra de Canaán a la descendencia de Abraham, su amigo».

Pero Israel no tenía fe, como nos lo dice el tercer capítulo de la carta a los Hebreos: “No pudieron entrar a causa de incredulidad” (v. 19). Esa era la gran dificultad. Las ciudades amuralladas y los terribles hijos de Anac no habrían sido obstáculo si Israel hubiera confiado en Dios. Pero, lamentablemente, la deplorable incredulidad nos priva siempre de muchas bendiciones: nubla el resplandor de la gloria de Dios; proyecta una sombra negra sobre nuestras almas y nos quita el privilegio de experimentar la total suficiencia de Dios para hacer frente a cada una de nuestras necesidades.

Bendito sea Dios que nunca falla al corazón que confía en él, y cuanto más se le pide, más se complace en dar. Su palabra para nosotros siempre es: “No temas, cree solamente” (Marcos 5:36), y también:

Conforme a vuestra fe os sea hecho
(Mateo 9:29).

¡Palabras preciosas que hacen vibrar nuestra alma! ¡Que todos experimentemos más plenamente su dulzura y vivo poder! Podemos estar seguros de que nuestra confianza en Dios nunca será excesiva; sería sencillamente imposible. Nuestro gran error consiste en que no aprovechamos más sus infinitos recursos. “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40).

Aquí podemos comprender por qué Israel no pudo ver la gloria de Dios en esa ocasión: no creyeron. La misión de los espías fue un completo fracaso. Terminó como había comenzado: en la incredulidad más lamentable. Como Dios era dejado de lado, solo podían ver las dificultades.

“No pudieron entrar”; ni pudieron ver la gloria de Dios. Oigamos las conmovedoras palabras de Moisés; su lectura hace un bien inmenso, tocan las fibras más sensibles de nuestro ser renovado. “Entonces os dije: No temáis, ni tengáis miedo de ellos. Jehová vuestro Dios, el cual va delante de vosotros, él peleará por vosotros”. ¡Pensemos por un momento en Dios peleando por el pueblo y convertido en un guerrero! “Conforme a todas las cosas que hizo por vosotros en Egipto delante de vuestros ojos. Y en el desierto has visto que Jehová tu Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo, por todo el camino que habéis andado, hasta llegar a este lugar. Y aun con esto no creísteis a Jehová vuestro Dios, quien iba delante de vosotros por el camino para reconoceros el lugar donde habíais de acampar, con fuego de noche para mostraros el camino por donde anduvieseis, y con nube de día” (v. 29-33).

¡Qué fuerza moral, qué dulzura más conmovedora en esos recuerdos! Con cuánta claridad vemos aquí, como en las demás páginas del Deuteronomio, que este libro no es una vana repetición de los hechos, sino un comentario muy poderoso de estos. Conviene que el lector se de cuenta de ello. Si en Éxodo y Números el legislador narra los hechos de la vida de Israel en el desierto, en Deuteronomio comenta aquellos hechos con una insistencia que conmueve el corazón. La manera tan tierna de actuar de Jehová se indica aquí con una delicadeza inimitable. ¿Quién puede pasar por alto la hermosa figura contenida en las palabras “como trae el hombre a su hijo”? Si el poder de la mano de Jehová o la sabiduría de su mente se ven en la naturaleza de su acción, el amor de su corazón aparece en la manera en que él la lleva a cabo. Incluso un niño puede comprender esto, aunque quizá no sepa explicarlo.

Caleb: La fe

Los israelitas, sin embargo, no podían creer que Dios les haría entrar en la tierra. No creyeron a pesar de la maravillosa manifestación de su poder, su fidelidad, su bondad y su benevolencia; y dudaron a pesar de las evidencias capaces de satisfacer a cualquiera. “Y oyó Jehová la voz de vuestras palabras, y se enojó, y juró diciendo: No verá hombre alguno de estos, de esta mala generación, la buena tierra que juré que había de dar a vuestros padres, excepto Caleb hijo de Jefone; él la verá, y a él le daré la tierra que pisó, y a sus hijos; porque ha seguido fielmente a Jehová” (v. 34-36).

¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?.

Este es el orden divino. Los hombres nos dirán: «ver para creer»; mas en el reino de Dios es necesario creer para ver. ¿Por qué no podría ni un solo hombre de esa mala generación ver la buena tierra? Simplemente porque no habían creído en Jehová su Dios. Por otra parte, ¿por qué sí se le dio a Caleb permiso para ver esa tierra y tomar posesión de ella? Simplemente porque había creído. La incredulidad es siempre el gran impedimento para ver la gloria de Dios. “Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mateo 13:58). Si Israel hubiera creído, si tan solo hubiese confiado en Jehová, en su amor y en el poder de su brazo, él les habría introducido y plantado en el monte de su heredad.

Igual sucede ahora con los cristianos. No hay límite en la bendición que podemos gozar, con tal que confiemos plenamente en Dios. “Al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23). Nuestro Dios jamás nos dirá: «Ya tenéis mucho, queréis recibir demasiado». Imposible. El gozo de su corazón es responder a las más grandes esperanzas de la fe.

Procuremos, pues, obtener más abundantemente. “Abre tu boca, y yo la llenaré” (Salmo 81:10). Los tesoros inagotables del cielo están abiertos para la fe. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mateo 21:22). “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada” (Santiago 1:5-6). La fe es el único secreto, la fuente principal de la vida cristiana, que no fluctúa ni titubea. La incredulidad siempre es fluctuante, vacilante, y de ahí que nunca vea la gloria de Dios ni su poder. Está sorda a su voz y ciega a sus hechos; deprime el corazón y debilita las manos; ensombrece el camino y estorba todo progreso. Fue ella la que mantuvo a Israel fuera de la tierra de Canaán durante cuarenta años. No tenemos idea de cuántas bendiciones, privilegios, poder y servicios perdemos constantemente por causa de su terrible influencia. Si tuviéramos más fe, el estado de cosas que veríamos a nuestro alrededor sería muy diferente. ¿Cuál es la causa de la lamentable indiferencia y esterilidad que vemos en el mundo cristiano? ¿A qué se debe nuestra pobreza, falta de ánimo y escaso crecimiento? ¿Por qué hay tan pocas conversiones? ¿Por qué vemos resultados tan pobres en las obras cristianas? ¿Por qué los evangelistas están frecuentemente abatidos a causa de la escasez de sus gavillas? ¿Cómo debemos responder a todas estas preguntas? ¿Cuál es la causa? ¿Puede negar alguien que todo esto se debe a nuestra falta de fe?

No hay duda de que nuestras divisiones tienen mucho que ver con ello; nuestra mundanalidad, nuestra indulgencia carnal, nuestra ociosidad. Y, ¿cuál es el remedio para todos esos males? ¿Cómo podremos practicar el amor verdadero? Por la fe, ese principio precioso “que obra por el amor” (Gálatas 5:6). El apóstol Pablo dice a los recién convertidos en Tesalónica: “Por cuanto vuestra fe va creciendo”; y, ¿qué añade?: “Y el amor de todos y cada uno de vosotros abunda para con los demás” (2 Tesalonicenses 1:3). Así será siempre: la fe nos pone en contacto directo con la fuente del amor de Dios mismo y este amor fluye de nuestros corazones hacia todos los que son suyos, hacia todos aquellos en los que podemos descubrir un rastro, por débil que sea, de su bendita imagen. Es imposible estar junto al Señor y no amar a los que invocan su Nombre con corazón limpio. Cuanto más cerca estemos de Cristo, más intensamente estaremos unidos con verdadero amor fraternal a todos los miembros de su cuerpo.

¿Y cómo podemos vencer a lo mundano en todas sus diferentes formas? Oigamos la respuesta de otro apóstol inspirado.

Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?
(1 Juan 5:4-5).

El hombre nuevo, que anda por el poder de la fe, vive por encima del mundo y de sus intereses, de sus objetivos, principios, costumbres y motivos. No tiene nada en común con él. Aunque está en el mundo, no es del mundo; marcha en sentido contrario. Obtiene todos sus recursos del cielo. Su vida, su esperanza, su todo está allí; desea ardientemente ir allí cuando su obra en la tierra esté terminada.

La fe, por tanto, es un principio poderoso. Purifica el corazón, obra por amor y vence al mundo. Enlaza el corazón con Dios mismo; ese es el secreto de toda verdadera nobleza, santa benevolencia y divina pureza. No es extraño, pues, que Pedro la llame “mucho más preciosa que el oro” (1 Pedro 1:7), ya que es verdaderamente valiosa, mucho más de lo que el pensamiento humano pueda alcanzar.

Veamos cómo este poderoso principio actuó en Caleb, y el fruto bendito que produjo. Le fue permitido comprobar la verdad de las palabras: “Conforme a vuestra fe os sea hecho”, empleadas siglos más tarde. Él creyó que Dios era capaz de hacerlos entrar en la tierra, y que todas las dificultades y obstáculos serían simplemente ocasiones para ejercitar la fe. Y Dios, como sucede siempre, respondió a su fe. “Y los hijos de Judá vinieron a Josué en Gilgal; y Caleb, hijo de Jefone cenezeo, le dijo: Tú sabes lo que Jehová dijo a Moisés, varón de Dios, en Cades-barnea, tocante a mí y a ti. Yo era de edad de cuarenta años cuando Moisés siervo de Jehová me envió de Cades-barnea a reconocer la tierra; y yo le traje noticias como lo sentía en mi corazón” (¡qué simple testimonio de una brillante y hermosa fe!). “Y mis hermanos, los que habían subido conmigo, hicieron desfallecer el corazón del pueblo; pero yo cumplí siguiendo a Jehová mi Dios. Entonces Moisés juró diciendo: Ciertamente la tierra que holló tu pie será para ti, y para tus hijos en herencia perpetua, por cuanto cumpliste siguiendo a Jehová mi Dios. Ahora bien, Jehová me ha hecho vivir, como él dijo, estos cuarenta y cinco años, desde el tiempo que Jehová habló estas palabras a Moisés, cuando Israel andaba por el desierto; y ahora, he aquí, hoy soy de edad de ochenta y cinco años. Todavía estoy tan fuerte como el día que Moisés me envió; cual era mi fuerza entonces, tal es ahora mi fuerza para la guerra, y para salir y para entrar. Dame, pues, ahora este monte, del cual habló Jehová aquel día; porque tú oíste en aquel día que los anaceos están allí, y que hay ciudades grandes y fortificadas. Quizá Jehová estará conmigo, y los echaré, como Jehová ha dicho” (Josué 14:6-12).

¡Qué reconfortantes y edificantes son las expresiones de una fe sencilla y qué alentador es! ¡Qué intenso contraste con la incredulidad que deshonra a Dios! “Josué entonces le bendijo, y dio a Caleb hijo de Jefone a Hebrón por heredad. Por tanto, Hebrón vino a ser heredad de Caleb hijo de Jefone cenezeo, hasta hoy, por cuanto había seguido cumplidamente a Jehová Dios de Israel” (v. 13-14).

Caleb, como su padre Abraham, fue firme en la fe, dando gloria a Dios. Podemos decir con la mayor certeza que como la fe siempre honra a Dios, él se complace a su vez en honrar la fe; si el pueblo de Dios confiara más en Él, si extrajera más abundantemente de sus recursos infinitos, veríamos una situación muy diferente a nuestro alrededor. “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?”. ¡Ah, si tuviéramos una fe más viva en Dios, asiéndonos audazmente a su fidelidad, a su bondad, a su poder! Entonces podríamos esperar resultados más gloriosos en el campo de la evangelización, más celo, más energía, una dedicación más intensa en la Iglesia y más frutos de justicia en cada creyente.

Moisés no entrará en el país

Consideremos ahora los últimos versículos de nuestro capítulo; en ellos encontramos una sólida instrucción. Ante todo, vemos los actos del gobierno de Dios desplegados de la manera más solemne y conmovedora. Moisés se refiere patéticamente al hecho de su exclusión de la tierra de Canaán. “También contra mí se airó Jehová por vosotros, y me dijo: Tampoco tú entrarás allá” (v. 37).

Fijémonos en las palabras “por vosotros”. Era muy necesario recordar a la congregación que a causa de ellos le fue prohibido a Moisés, el amado siervo de Dios, cruzar el Jordán y asentar su pie en la tierra de Canaán. Es cierto que él había hablado “precipitadamente con sus labios”, pero ellos “hicieron rebelar a su espíritu” (Salmo 106:33). Esto debió de haberles conmovido profundamente. No fueron ellos los únicos en no poder entrar por culpa de su incredulidad, sino que ocasionaron la exclusión de Moisés, quien deseaba ver “aquel buen monte, y el Líbano” (Deuteronomio 3:25).

Pero el gobierno de Dios1 es una solemne y terrible realidad: no debemos olvidarlo ni por un instante. El corazón humano tal vez se extrañará de que unas cuantas palabras sin consideración dichas con precipitación hayan sido suficientes para impedir que aquel amado siervo de Dios alcanzara lo que tan ardientemente había deseado. Nosotros solo tenemos que inclinar la cabeza con humilde adoración y santa reverencia; no nos corresponde objetar o juzgar. “El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25). Por supuesto que lo hará, él no puede equivocarse.

Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos
(Apocalipsis 15:3).

“Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él” (Salmo 89:7). “Nuestro Dios es fuego consumidor”. “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Hebreos 12:9; 10:31).

El hecho de que nosotros, como cristianos, estemos bajo el reinado de la gracia ¿se opone a la acción y autoridad del gobierno de Dios? De ningún modo. Es tan cierto ahora como lo ha sido siempre, pues “todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). No se trata de especular acerca de la libertad de la gracia divina para tener en poco los decretos del gobierno divino. Las dos cosas son totalmente diferentes y jamás deben confundirse. La gracia puede perdonar libre, completa y eternamente, pero las ruedas del carro del gobierno de Jehová continúan rodando con aplastante poder y aterradora solemnidad. La gracia perdonó el pecado de Adán, pero la justicia de Dios le expulsó del Edén para que se ganara la vida con el sudor de su frente en medio de los espinos y cardos de una tierra maldita. La gracia perdonó a David su pecado (Betsabé fue la madre de Salomón); pero la espada del gobierno de Dios jamás se apartó de su casa (Absalón se levantó en rebeldía).

Así ocurrió con Moisés: la gracia de Dios lo llevó a la cumbre del Pisga y le mostró la tierra, pero su gobierno le prohibió estricta y absolutamente la entrada a ella. Este principio fundamental tampoco se ve afectado en lo más mínimo por el hecho de que Moisés, como representante oficial del sistema legal, no podía introducir al pueblo en la tierra prometida. Eso es cierto, pero no afecta en absoluto la solemne verdad que nos ocupa. En el capítulo 20 de Números y en el capítulo 1 del Deuteronomio no se nos dice nada de Moisés en cuanto a su cargo oficial. Él está en persona ante nosotros; a él se le prohíbe entrar en la tierra por haber hablado inconsideradamente con sus labios.

Es preciso que cada uno de nosotros examine minuciosamente, en la presencia de Dios, esa gran verdad práctica. Podemos estar seguros de que cuanto más penetremos en el conocimiento de la gracia, tanto más sentiremos la solemnidad del gobierno de Dios y veremos justificados sus decretos. Pero existe el peligro de admitir ligeramente la doctrina de la gracia, mientras el corazón y la vida no se han sometido a la influencia santificadora de esa doctrina. Hemos de vigilar cuidadosamente ese peligro con celo santo. No hay nada más terrible que la simple familiaridad carnal con la doctrina de la salvación por gracia, porque abre la puerta a toda clase de abusos. Es por esto que sentimos la necesidad de grabar en la conciencia del lector la verdad práctica del gobierno de Dios. Siempre es muy necesario, pero especialmente en nuestros días, en los que hay una terrible tendencia a convertir “en libertinaje la gracia de nuestro Dios” (Judas 4). Notaremos siempre que quienes mejor saben apreciar las bendiciones de la gracia, son los que más justifican los decretos del gobierno divino.

En las últimas líneas de nuestro capítulo podemos ver que el pueblo no estaba dispuesto a someterse a la mano gubernamental de Dios. No quería adaptarse a la gracia ni someterse al gobierno. Cuando se le llama a subir inmediatamente para tomar posesión de la tierra, con la completa seguridad de que la presencia y el poder divino le acompañarán, duda, rehúsa y se deja llevar por un espíritu de incredulidad. En vano hacen llegar Josué y Caleb a sus oídos las palabras más alentadoras, en vano exhiben ante sus ojos el rico fruto de aquella buena tierra, en vano trata Moisés de persuadirlos con las más conmovedoras palabras; Israel no quiere subir cuando se le manda hacerlo. ¿Qué ocurre entonces? Por sus propias palabras son juzgados: fueron tratados según su incredulidad. “Y vuestros niños, de los cuales dijisteis que servirían de botín, y vuestros hijos que no saben hoy lo bueno ni lo malo, ellos entrarán allá, y a ellos la daré, y ellos la heredarán. Pero vosotros volveos e id al desierto, camino del mar Rojo” (v. 39-40).

  • 1El gobierno de Dios: Aquí se trata del aspecto judicial, en el que Dios castiga a uno de los suyos. En sus manos, este gobierno es un medio eficaz para acercarnos a él y hacernos volver a gustar nuestra relación con él, si hemos faltado.

Confesión superficial y circunstancial

¡Qué triste! Pero, ¿qué otro resultado podía esperarse? Si ellos no querían entrar en la tierra confiando sencillamente en Dios, no les quedaba más remedio que volver al desierto; pero tampoco querían someterse a ello. No deseaban aprovechar las provisiones de la gracia ni doblegarse bajo la sentencia del juicio. “Entonces respondisteis y me dijisteis: Hemos pecado contra Jehová; nosotros subiremos y pelearemos, conforme a todo lo que Jehová nuestro Dios nos ha mandado. Y os armasteis cada uno con sus armas de guerra, y os preparasteis para subir al monte” (v. 41).

Esto parecía ser un acto de contrito y arrepentido, pero era vano y falso. Es muy fácil decir: “Hemos pecado”. Saúl lo dijo más tarde; pero lo dijo sin un verdadero sentido del valor de la expresión “he pecado”, como se ve a continuación: “pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo” (1 Samuel 15:30). ¡Qué extraña contradicción! “He pecado” y, sin embargo, “hónrame”. Si hubiera realmente sentido su falta, ¡qué diferente habrían sido sus palabras tanto como su ánimo, su estilo y su conducta! Pero todo era una gran burla. Esa forma de hablar solo se concibe en un hombre lleno de egoísmo, sin un ápice de sentimiento verdadero; y luego, con el fin de verse honrado por los demás, cumple con una vana adoración a Dios. ¡Qué ofensivo resulta esto a Aquel que desea la verdad en lo íntimo y que busca adoradores que le adoren en espíritu y en verdad! El más débil gemido de un corazón quebrantado y contrito es precioso a los ojos de Dios, pero, ¡qué ofensivas son, en cambio, las vanas formalidades de una religiosidad que se propone exaltar al hombre! ¡Qué inútil es la mera confesión de labios cuando el corazón no la siente! Un escritor dijo muy acertadamente: «Es fácil decir: hemos pecado; pero, ¡cuán a menudo descubrimos que no es la confesión ligera del pecado lo que proporciona la evidencia de que el pecado es sentido! Al contrario, más bien demuestra dureza de corazón. La conciencia siente que es necesario cierto acto de confesión del pecado, pero tal vez no haya nada que endurezca más el corazón que el hábito de confesar el pecado sin sentirlo. Una de las trampas más grandes de la cristiandad es el hábito de repetir, por medio de una fórmula, un estereotipado reconocimiento del pecado. Me atrevo a decir que casi todos hemos hecho esto, porque el corazón natural, aunque no tenga fórmulas escritas, puede hacerse alguna para su propio uso».

Así aconteció con Israel en Cades; la confesión de pecado no tenía ningún valor, porque no era sincera. Si hubiesen sentido lo que decían se habrían sometido al juicio de Dios y habrían aceptado humildemente las consecuencias de su pecado. No hay mejor prueba de un verdadero arrepentimiento que someterse a los designios gubernamentales de Dios. Vea el caso de Moisés, y observe cómo inclinó su frente ante la disciplina divina. “También contra mí” –dice Moisés– “se airó Jehová por vosotros, diciendo: Tampoco tú entrarás allá. Josué, hijo de Nun, el cual te sirve, él entrará allá; anímale, porque él la hará heredar a Israel” (v. 37-38).

Aquí Moisés les manifiesta que ellos eran la causa de que él fuera excluido de la tierra y, con todo, no emplea ninguna palabra de queja o murmuración; se inclina humildemente ante el juicio divino, no solo resignado a ser sustituido por otro, sino dispuesto a apoyar y animar a su sucesor. No hay indicio alguno de celos o envidia en sus palabras. Para él era suficiente que Dios fuera glorificado y que la congregación tuviese lo que necesitaba. No se tuvo en cuenta a sí mismo, ni sus intereses, sino solo la gloria de Dios y el bienestar de su pueblo.

Pero el pueblo manifestaba un espíritu muy diferente. “Nosotros subiremos y pelearemos”. ¡Qué arrogancia y qué locura! Cuando Dios les había ordenado que subieran, y sus fieles servidores les habían alentado a subir y poseer la tierra, contestaron: “¿Adónde subiremos?”. Luego, cuando se les ordena que vuelvan al desierto, contestan: “Nosotros subiremos y pelearemos”.

Enseñanza solemne

“Y Jehová me dijo: Diles: No subáis, ni peleéis, pues no estoy entre vosotros; para que no seáis derrotados por vuestros enemigos. Y os hablé, y no disteis oído; antes fuisteis rebeldes al mandato de Jehová, y persistiendo con altivez subisteis al monte. Pero salió a vuestro encuentro el amorreo, que habitaba en aquel monte, y os persiguieron como hacen las avispas, y os derrotaron en Seir, hasta Horma” (v. 42-44).

Era imposible que Jehová les acompañara en el camino de la obstinación y la rebelión, y era seguro que Israel, sin la presencia de Dios, no podía medirse con los amorreos. Si Dios es por nosotros y con nosotros, venceremos siempre. Pero no podremos contar con él si no andamos por la senda de la obediencia. Es el colmo de la locura pensar que Dios pueda estar con nosotros cuando nuestros caminos no son rectos.

Torre fuerte es el nombre de Jehová; a él correrá el justo y será levantado
(Proverbios 18:10).

Pero si nosotros no andamos en la justicia práctica, es inútil decir que el Señor es nuestra torre fuerte.

Bendito sea su Nombre, él puede aceptarnos a pesar de todas nuestras debilidades y fracasos, con tal que haya una verdadera confesión de nuestro estado. Pero creer que el Señor está con nosotros mientras hacemos nuestra propia voluntad y andamos en palpable injusticia, no es otra cosa que maldad y dureza de corazón. “Confía en Jehová y haz bien” (Salmo 37:3). Este es el orden divino, pero hablar de confiar en Dios mientras se hace lo malo es convertir la gracia de nuestro Dios en libertinaje y ponernos en manos del diablo, quien solo busca nuestra ruina. “Los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él” (2 Crónicas 16:9). Cuando tenemos buena conciencia podemos levantar la cabeza y avanzar en medio de toda clase de dificultades; pero intentar andar por la senda de fe con mala conciencia es demasiado peligroso. Solo podemos mantener en alto el escudo de la fe si nuestros lomos están ceñidos de la verdad y el pecho cubierto con la coraza de justicia.

Es muy importante que los cristianos procuren mantener la justicia práctica en todos sus detalles. Hay un inmenso valor y peso moral en las palabras del apóstol Pablo: “Por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16). Él siempre procuraba llevar la coraza de justicia y andar vestido con el lino fino que es la justicia de los santos, y nosotros debemos hacer lo mismo. Es nuestro santo privilegio recorrer con paso firme día tras día la senda del deber y la obediencia, porque en ella resplandece siempre la luz del rostro de Dios que muestra su aprobación. Entonces podremos contar con Dios, apoyarnos en él, depender de él, hallar en él todos nuestros recursos, envolvernos en su fidelidad y avanzar así en pacífica comunión y santa adoración hacia nuestra patria celestial.

Repitámoslo: no es que no podamos mirar a Dios en nuestra debilidad, en nuestras caídas y aun en nuestros errores y pecados. Podemos y debemos hacerlo, ya que su oído está siempre atento a nuestro clamor.

Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).

“De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mis súplicas. Jah, si mirares a los pecados, ¿quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado” (Salmo 130:1-4). No hay límite alguno para el perdón divino, puesto que no hay límite para el alcance de la expiación; no hay límite para la virtud y eficacia de la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, que limpia de todo pecado; ni para la eficacia de la intercesión de nuestro adorable Abogado y Sumo Sacerdote, quien puede salvar a los que por él se acercan a Dios.

Todas estas verdades están ampliamente expuestas e ilustradas de diversas maneras en el libro inspirado. Pero la confesión del pecado y el perdón del mismo no deben ser confundidos con la justicia práctica. Son dos las condiciones en que podemos dirigirnos a Dios: podemos invocarle con profunda contrición, y ser oídos; o podemos clamar a él con una buena conciencia, con un corazón que no nos condene, y ser también oídos. Pero los dos casos son muy distintos, y no solamente distintos en sí mismos, sino que ambos están en marcado contraste con la indiferencia y dureza de corazón del que presume contar con Dios a pesar de su desobediencia y de la injusticia práctica. Esto es lo que resulta tan terrible a los ojos de Dios y lo que atraerá su duro juicio. Él reconoce y aprueba la justicia práctica; él perdona gratuita y completamente el pecado confesado; pero creer que podamos poner nuestra confianza en Dios mientras nuestros pies están andando por el camino de la iniquidad, no es otra cosa que una espantosa impiedad. “No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este. Pero si mejorareis cumplidamente vuestros caminos y vuestras obras; si con verdad hiciereis justicia entre el hombre y su prójimo, y no oprimiereis al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni en este lugar derramareis la sangre inocente, ni anduviereis en pos de dioses ajenos para mal vuestro, os haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros padres para siempre. He aquí, vosotros confiáis en palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando, matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis, ¿vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos; para seguir haciendo todas estas abominaciones?” (Jeremías 7:4-10).

Dios quiere realidades morales. Él desea la verdad en lo íntimo; y si los hombres pretenden tenerla y andan en la impiedad, deben esperar su justo castigo. Este pensamiento nos hace temblar por la situación de la iglesia profesante. El solemne pasaje del profeta Jeremías que acabamos de citar, aunque se refiere primeramente a los habitantes de Judá y sobre todo a los de Jerusalén, tiene también una aplicación muy marcada para la cristiandad. En el capítulo 3 de la segunda carta a Timoteo vemos que todas las abominaciones del paganismo, enumeradas al final del capítulo 1 de Romanos, serán reproducidas en los últimos días con los hábitos de los que se llaman cristianos y en relación inmediata con una “forma de piedad”. ¿Cuál debe ser el fin de esta situación? La ira sin remisión. Los más severos juicios de Dios están reservados para esa gran masa de profesantes bautizados llamada cristiandad. Se aproxima rápidamente el momento en que los amados hijos de Dios, rescatados por la sangre de Cristo, serán arrebatados de este mundo culpable y pecador, aunque quiera llamarse «cristiano», para estar por siempre con el Señor en las moradas divinas en la casa del Padre. Entonces “el poder engañoso” (2 Tesalonicenses 2:11) será enviado sobre la cristiandad, sobre las mismas naciones en las cuales resplandecía la luz de la verdad con todo su esplendor; donde se predicaba libre y plenamente el Evangelio; donde la Biblia circulaba por millones de ejemplares, y donde todos, más o menos, profesaban el nombre de Cristo y se llamaban a sí mismos cristianos.

Y después ¿qué? ¿Qué seguirá a ese “poder engañoso?”. ¿Algún nuevo testimonio, otras dispensaciones de misericordia o un nuevo esfuerzo de gracia paciente? ¡No para la cristiandad ni para los que han rechazado el Evangelio de Dios ni para los profesantes de unas formas de cristianismo sin Dios y sin Cristo, vacía y sin valor! Los paganos oirán el “evangelio eterno”, el “evangelio del reino”; pero para esa terrible aberración llamada cristianismo, la “viña de la tierra”, no queda nada más que el lagar de la ira del Dios Todopoderoso, la negrura de la obscuridad para siempre, y el lago ardiendo en fuego y azufre.

Lector, esto es lo que verdaderamente dice Dios. Nada es más fácil que colocar ante sus ojos un número de pruebas bíblicas totalmente incontestables, pero esto no tiene que ver con nuestro propósito presente. El Nuevo Testamento expone la solemne verdad mencionada arriba; cualquier sistema teológico que enseñe algo distinto será, en este punto al menos, completamente falso.